1.- Un año más nos volvemos a reunir a los pies del Castillo de Javier para hacernos partícipes de las gracias que Dios nos concede por intercesión de nuestro Santo más misionero, Francisco Javier. Este año con nuestra presencia proclamamos que somos y queremos ser “peregrinos de la misericordia”, secundando la intención especial del santo Padre, Francisco, al convocar el jubileo de la misericordia.
En nuestro peregrinar durante la Cuaresma nos encontramos hoy en el quinto domingo, muy cerca ya de la Pascua, y lo primero que se nos ocurre es preguntarnos cómo estamos viviendo todos estos días, cómo estamos aprovechando este tiempo de gracia. Para este examen personal nos ayudan las lecturas que acabamos de proclamar. En la primera, el profeta Isaías se sirve de la imagen del agua para proclamar el cambio que Dios realizó en el interior del pueblo de Israel.
Recuerda los prodigios del éxodo cuando Dios hizo pasar a los israelitas por el mar Rojo a pie: “Abrió caminos en el mar” (Is 43,16), dice el profeta. Y así los libró de la esclavitud de Egipto y pudieron iniciar el itinerario de la libertad. Pero aquello fue solo una pálida imagen del glorioso retorno del destierro de Babilonia: “Ofreceré agua en el desierto y ríos en el yermo, para apagar la sed de mi pueblo” (Is 43,20). De este modo el Señor los liberó del oprobio del destierro y de nuevo lograron la libertad. Estos dos acontecimientos, éxodo y retorno del destierro, marcan los fundamentos de la fe de Israel en el único Dios verdadero y en su amor inefable.
Pero lo central de la liturgia de hoy es el Evangelio que nos recuerda el episodio de la mujer adúltera. Los hechos del Antiguo Testamento eran sólo una sombra de la libertad que Jesús había de traer a los hombres y que se vio plasmada en ese encuentro. La narración tiene dos partes, la primera es una discusión a modo de pleito judicial con los escribas y fariseos que para poner a prueba a Jesús le presentan a una mujer sorprendida en adulterio. Hay que tener en cuenta que el adulterio, junto con la blasfemia y la idolatría eran los delitos más graves, merecedores de la pena de muerte. Mientras ellos relatan la acusación, probablemente acentuando la gravedad de los detalles, Jesús se inclinó y empezó a escribir en el suelo con el dedo.
San Agustín entiende que ese gesto evoca los diez mandamientos escritos en las tablas de piedra por el dedo de Dios (Cf. Comentario al Evangelio de Juan, 33, 5). De este modo Jesús se muestra como verdadero legislador y juez. Pero el veredicto, nada tiene que ver con el de aquellos hombres justicieros, que ni les importaba el delito ni menos aún la suerte de la mujer. Jesús pronuncia las palabras que se han hecho famosas entre nosotros y que utilizamos no siempre correctamente: “El que de vosotros esté sin pecado, que tire la primera piedra” (Jn 8,7). Y se fueron marchando todos, empezando por los más viejos. Ha triunfado la verdad sobre la hipocresía, la auténtica justicia sobre las ideas de los acusadores malvados.
Nos asomamos ahora a la segunda parte del relato, cuando la mujer se queda a solas con Jesús. En palabras de San Agustín, se encontró la miseria frente a la misericordia. Y ¿qué escucha?: “¿Ninguno te ha condenado? (…) Tampoco yo te condeno. Vete y no peques más” (Jn 8, 11). La mujer no se excusa, no niega su delito, no se justifica. Simplemente calla porque con su actitud está reconociendo su pecado y su arrepentimiento. Jesús tampoco aprueba el adulterio ni le quita importancia al pecado, pero la perdona: “Vete y en adelante no peques más” (Jn 8,11). Este es misterio de la misericordia que supera la condena con el amor.
2.- Nos imaginamos con cuánto gozo saldría la mujer de aquel trance dramático. Así nos ocurre a nosotros después de una buena confesión sacramental. El Santo Padre Francisco ha comentado con frecuencia el relato de la mujer adúltera y siempre llega a la misma conclusión: “Dios siempre tiene paciencia, paciencia con nosotros, nos comprende, no se cansa de perdonarnos si sabemos volver a Él con el corazón contrito. “Grande es la misericordia del Señor”. No olvidemos esta palabra: Dios nunca se cansa de perdonar. Nunca. Y, padre, ¿cuál es el problema? El problema es que nosotros nos cansamos, no queremos, nos cansamos de pedir perdón. Él jamás se cansa de perdonar, pero nosotros, a veces, nos cansamos de pedir perdón. No nos cansemos nunca, no nos cansemos nunca. Él es Padre amoroso que siempre perdona, que tiene ese corazón misericordioso con todos nosotros” (Ángelus, 17-Marzo-2013).
Uno de los problemas que más se hacen presentes en nuestra sociedad es algo de lo que ya hablaba el Papa Pío XII y después han recalcado los Papas sucesivos: “Quizás el mayor pecado de la sociedad de hoy consista en el hecho de que los hombres han comenzado a perder el sentido del pecado” (Radiomensaje al VIII Congreso Catequético de los EE.UU., 26 de Octubre de 1946). Es urgente volver a Dios, con corazón humilde y arrepentido, para reconocer que él es el único que puede salvarnos y sanarnos de tantas enfermedades espirituales y humanas, pecados estructurales, muy presentes en nuestra sociedad como son descartar la vida de un ser humano que está a punto de nacer, la aprobación de leyes que contradicen a la naturaleza y a los mandamientos de Dios, las corrupciones en sus más variadas formas y matices que tienen como origen el haber perdido el sentido moral del respeto a uno mismo y a los demás y la anarquía en las costumbres que anulan lo más humano que está en lo más íntimo del corazón de la persona.
3.- El episodio de la mujer adúltera nos resulta muy aleccionador. Jesucristo nos invita a mirarnos por lo que somos: frágiles y pecadores. Y al reconocerlo, nunca nos expulsa, aunque sí nos advierte que estar en pecado es vivir sin libertad. ¡No peques más! Jesucristo nos acoge, nos perdona si así lo reconocemos y nos pone en la vía de la verdad: Vivir en gracia es la mayor libertad. Estamos aquí no precisamente para justificar nuestra peregrinación como un acto religioso que gratifica nuestros sentimientos. Hemos venido a ser perdonados, a escuchar del Señor por labios del confesor las mismas palabras de la pecadora: “Yo tampoco te condeno. ¡Te perdono en el nombre de Dios! Vete y no peques más”. De este modo aprendemos a ser misericordiosos como el Padre, porque habremos experimentado la misericordia y estaremos dispuestos a manifestarla a los demás. ¡Nunca más condenaremos a nuestros hermanos, con la murmuración, la calumnia o la marginación! ¡No lo olvidéis! Si os acercáis con humildad, como hijos de Dios, al sacramento del perdón, os aseguro que saldréis de aquí como verdaderos “peregrinos de la misericordia”.
Un último pensamiento que es un deseo, una oración, un intenso ruego: Escuchad la llamada del Señor y no la rechacéis los que sintáis, como Javier, la apremiante realidad: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma?”. Es preciso que muchos jóvenes os decidáis a seguir a Jesucristo, con una entrega generosa en el sacerdocio o en la vida religiosa o en el matrimonio cristianamente vivido. Que San Francisco Javier interceda por nosotros, y María, la Madre de Misericordia nos acoja bajo su amparo y nos libre de todos los peligros que nos acechen.

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