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Tal vez estamos en unas circunstancias sociales que todos los derechos se defienden con cierta manifestación satisfactoria pero, por otra parte, muchas veces vemos las vejaciones, los insultos, las expresiones fuera de contexto, las críticas sin fundamento, las leyes que emanan de los parlamentos y otras formas de entender la vida llevan a la falsa convicción de que la persona no cuenta como un valor primordial. Es la cultura del descarte de la que habla muchas veces el Papa Francisco. Desde la antigüedad y a la luz de la filosofía se decía: “Homo sacra res homini” /El hombre es cosa sagrada para el hombre/ decía Séneca. Nada hay más grande y sagrado que el ser humano. La razón fundamental es porque en él está la imagen de Dios. Ya desde el inicio tiene su propia configuración. Aristóteles decía que “el embrión humano es algo divino, en tanto que es un hombre en potencia”. La revelación cristiana nos ayudará mejor a comprender y entender lo profundo de estas afirmaciones y que muchos filósofos no conocieron pero intuyeron.

La persona humana es sagrada por su origen. Desde los primeros párrafos de la Biblia podemos comprobar que Dios creador modela una porción de arcilla, como si fuera un alfarero, y le infunde un aliento de vida, el espíritu inmortal. El hombre no es un producto de la materia sin más, como muchos quieren pensar. “La imagen divina está presente en todo hombre. Resplandece en la comunión de las personas a semejanza de la unión de las personas divinas” (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1702). Dotada de alma espiritual, de entendimiento y de voluntad, la persona humana está dotada desde su concepción ordenada a Dios y destinada a la bienaventuranza eterna. Camina hacia su perfección en la búsqueda y el amor de la verdad y del bien (Cfr. Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes 15, 2). Ante el relativismo que impera, en nuestra época, no se entiende este modo de creer y de analizar la existencia del hombre; el ser humano existe como fruto de la casualidad y nada ni nadie tienen que ver con su origen. Graves afirmaciones que lo único que aportan es autodestrucción y fomentan el nihilismo (forma en la que sostiene que la vida carece de significado objetivo o valor intrínseco). Es decir la vida y la persona no valen para nada.

Ante estas ofuscaciones y análisis negativos con mucha más fuerza hemos de afirmar que la persona es sagrada por naturaleza. La misma naturaleza embellece lo creado. Un paisaje hermoso esponja el alma. Un niño recién nacido colma el espíritu de gozo, basta mirar el rostro de su madre. Una relación amistosa y generosa dignifica las personas, basta observar a los misioneros o a una familia unida. “A veces perdemos el entusiasmo por la misión al olvidar que el evangelio responde a las necesidades más profundas de las personas, porque todos hemos sido creados para lo que el evangelio nos propone: la amistad con Jesús y el amor fraterno. Cuando se logra expresar adecuadamente y con belleza el contenido esencial del evangelio, seguramente ese mensaje hablará a las búsquedas más hondas de los corazones” (Francisco, Evangelii Gaudium, 265).

No hay vida humana inútil por más que nos quieran convencer que la vida es medible según la ideología de turno. Toda persona, cualquiera que sea su estado físico o síquico, está señalada por un designio misterioso de amor que transciende y va más allá del autodominio imperante del inmanente nihilismo. La vida tiene sentido porque cada persona humana es una joya en la naturaleza. Y porque lleva consigo una imagen que está impresa en lo más íntimo de su alma: la imagen de Dios. Cuando a una persona la quieres llevar a su identidad, se suele decir: Te pareces a tu madre o tu padre. Lo mismo pero con más fuerza bien podemos decir que nos parecemos y somos imagen de Dios. De ahí que nadie tiene derecho a destruir lo que Dios ha creado por amor.

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