El amor verdadero procede de Dios. Basta esta afirmación que se iluminarían muchas ideas erróneas que hoy se aplauden como signo de libertad. El amor tiene una fuente que nunca se agota y esa fuente tiene su hacedor, mejor dicho, su origen. El amor y Dios se identifican. “Dios es amor” (1Jn 4, 8). Es curioso comprobar que se oye decir: Yo no creo en Dios y sin embargo se cree en el amor. Dios se nos manifiesta tan cercano que su imagen está en cada uno de nosotros porque nos ha dado la posibilidad de amar con su mismo amor. “Aunque nada más se dijera en alabanza del amor en todas las páginas de esta carta, aunque nada más se dijera en todas las páginas de la Sagrada Escritura, y únicamente oyéramos por boca del Espíritu Santo Dios es amor, nada más deberíamos buscar” (San Agustín, In Epistolam Ioannis ad Parthos 7,4). Es lo único que da sentido a la vida de toda persona.

Hay experiencias preciosas de personas que al descubrir este hermoso misterio del amor de Dios han dado un cambio en su vida. Recuerdo a un joven que estaba totalmente metido en los mundos de la diversión y de la fiesta del fin de semana. Tenía de todo y no le faltaba de nada. Si se hacía amigo de alguien al poco tiempo desistía y lo abandonaba. Sólo pensaba en ser feliz a toda costa pero de forma egoísta. No lograba la felicidad que buscaba. A medida que iba adentrándose en ese mundo más le venía la tristeza, la angustia y la desesperación. Un día entró en una Iglesia y se puso a mirar la Cruz de Cristo. Le impactó tanto que se preguntaba: ¿Por qué está clavado en ese patíbulo tan horroroso? Un sacerdote que estaba en el templo pasó a su lado y el joven le dijo: No entiendo la razón por la que está crucificado Cristo. A lo que el sacerdote le respondió: Su amor es tan grande que sufrió por ti y por mí. Dios te ama intensamente. Él ha dado la vida para que seamos felices.

El joven salió del templo y rompió a llorar. Sentía que Dios le amaba. Al poco tiempo volvió para hablar con el sacerdote. Le comunicó lo que le había sucedido y el sacerdote abrió la Palabra de Dios y leyó: “En esto se manifestó entre nosotros el amor de Dios: en que Dios envió a su Hijo Unigénito al mundo para que recibiéramos por él la vida. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y envió a su Hijo como víctima propiciatoria por nuestros pecados” (1Jn 4, 9-10). De nuevo, aquel joven, se echó a llorar. Se sintió tan amado de Dios que quiso vivir dando su vida por los demás. Se confesó de su vida pasada y se reconcilió con Dios. Cuando el sacerdote le impartía la absolución se sentía nuevo. Ahora su vida tenía sentido. Actualmente es un excelente misionero entregado a los más pobres, pero con una felicidad que no cambiaría por nada que le ofrecieran de este mundo.

Los santos nos enseñan que su vida está marcada por el encuentro con Dios. Decía San Juan Clímaco: “No se entiende el amor a Dios si no lleva consigo el amor al prójimo. Es como si yo soñase que estaba caminando. Sería sólo un sueño: no caminaría. Quien no ama al prójimo no ama a Dios” (Scala paradisi 33). El camino de la santidad es un camino de perfección porque es el camino del amor. De nuevo Jesucristo exhorta a sus discípulos: “Si alguno dice: Amo a Dios y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues el que no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve” (1Jn 4, 20). Éste es el carnet de identidad del cristiano y no hay otro. Cuando decimos que creemos en Dios enseguida debemos preguntarnos: ¿Amo sin buscar recompensa y perdono a mi hermano que me ha ofendido? Y es que creer no es teoría sino amor en acto. En este mes de junio miremos el Corazón de Jesucristo y le digamos: ¡Enséñanos a amarte y a amar a nuestros prójimos!

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