1.- Hay muchos momentos a lo largo del año en que disfrutamos al reunirnos los sacerdotes en la comunión de fe, esperanza y caridad. Pero hay tres días muy especiales en los que vivimos la comunión sacerdotal con intensidad, la javierada que podríamos denominar de comunión misionera, la misa crismal que es el momento cumbre de unión sacramental y la fiesta de San Juan de Ávila que podríamos llamar de comunión de fidelidad.

Por eso hoy queremos, en primer lugar, felicitaros a vosotros, a los que celebráis vuestros 25 y 50 años de sacerdocio, de gracias abundantes, de tensiones interiores también, pero plenos de alegrías y de satisfacciones pastorales. En este día seguramente volvéis la vista atrás y recordáis con agradecimiento cómo surgió vuestra vocación, cómo se cumplió al pie de la letra lo que hoy hemos leído en el libro de los Hechos de los Apóstoles: “En la Iglesia de Antioquía había profetas y maestros: Bernabé, Simeón, apodado el Moreno, Lucio el Cireneo, Manahén, hermano de leche del virrey Herodes, y Saulo. Un día que ayunaban y daban culto al Señor, dijo el Espíritu Santo: Apartadme a Bernabé y a Saulo para la misión a que los he llamado” (Act 13, 1-2). También en vuestra parroquia habría niños y jóvenes, cuyos nombres todavía recordareis incluso con sus apodos, como “el moreno” y, sin embargo, el Espíritu Santo eligió en aquella primera comunidad solamente a Bernabé y a Saulo “para la misión a que los he llamado”, dicen los Hechos. Y en vuestro caso, también intervino el Espíritu Santo y os eligió para la misión que habéis venido desempeñando durante todos estos años. Por eso, por haber sido elegidos y por vuestra fidelidad nos sentimos orgullosos de vuestra elección y nos unimos a vuestra acción de gracias al Espíritu Santo que os llamó, os llenó de gracias y os ha mantenido hasta hoy. Somos conscientes de que vuestra lealtad es ante todo fruto de la acción divina en vuestras almas, de que cada uno de vosotros sois un don de Dios para la Iglesia universal y para nuestra iglesia particular de Pamplona, y sois la expresión del amor de Dios, porque la fidelidad ministerial prolongada a lo largo del tiempo es el nombre del amor, de un amor coherente, verdadero y profundo a Cristo Sacerdote.

Hablar de fidelidad en el ámbito de la comunión eclesial nos lleva a hablar de esperanza, a vivir con esperanza. Así lo expresaba San Agustín en el capítulo X de las Confesiones en el que reflexiona sobre la esperanza con la hondura que le caracteriza. Uno de los elementos más específicos lo resume en la famosa frase “ex memora spes”, y afirma que los recuerdos de nuestras acciones y vivencias pasadas, además de poner de manifiesto nuestras limitaciones como criaturas, nos abren la mente hacia un futuro más positivo y gozoso. Si hasta ahora nos dejamos arrastrar, casi sin darnos cuenta, por las cosas del mundo, incluso por las buenas, de ahora en adelante no queremos tener más horizonte que Dios mismo.

En este marco de recuerdos pasados escribe el famoso párrafo que nos remueve siempre que lo releemos: “¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed, me tocaste, y abraséme en tu paz” (Confesiones, 10,38).
Con estas palabras y otras muchas que podríamos traer a colación de ese capítulo X el obispo de Hipona expresa la ruptura entre la experiencia pasada y la vivencia positiva que le espera y también la continuidad entre lo ya pasado y el presente y futuro. Es lo que os ocurre hoy al celebrar esta efemérides tan especial: os situáis como en una atalaya desde la que miráis hacia atrás con agradecimiento a Dios y con un punto de dolor por las sombras de vuestra debilidad; y miráis también hacia el porvenir que se presenta luminoso y alegre, gracias a la misericordia divina. Permitidme unas palabras más de las Confesiones: “Heriste mi corazón con tu palabra y te amé. Sin embargo, tú te compadecerás más altamente de quien te compadecieres y prestarás más tu misericordia con quien fuiste misericordioso: de otro modo, el cielo y la tierra cantarían tus alabanzas a sordos” (Confesiones 10,8).

2.- Queridos sacerdotes, especialmente los que celebráis vuestras bodas de plata y de oro, llenaos de confianza en Dios, dejad que la esperanza inunde vuestras almas con la certeza de que Dios “que comenzó esta buena obra en vosotros la llevará a término”. Lo ha repetido el Papa Francisco en Egipto, en el discurso a los consagrados, a aquellos que tienen que superar unas circunstancias que a nosotros nos estremecen. Les ha dicho (y nos ha dicho): “En medio de tantos motivos para desanimarse, de numerosos profetas de destrucción y de condena, de tantas voces negativas y desesperadas, sed una fuerza positiva, sed la luz y la sal de esta sociedad, locomotora que empuja el tren hacia adelante, llevándolo hacia la meta, sed sembradores de esperanza, constructores de puentes y artífices de diálogo y de concordia” (28 de abril 2017). Nosotros también debemos y queremos ser impulsores de fe y de esperanza entre nuestros fieles cristianos.

En este afán de impulsar la fe y la esperanza estamos inmersos en el plan pastoral de la diócesis. Queremos y deseamos que nuestros fieles adquieran conciencia de la situación de la diócesis, que se involucren activamente en la dinámica de nuestros proyectos, que sean conscientes de que son imprescindibles y de que con ellos queremos impulsar la comunión eclesial imprescindible en los momentos cruciales de nuestra iglesia diocesana. Pero para ello nosotros hemos de ir por delante, como Jesús que en palabras que recoge San Juan en el texto del Evangelio que hemos proclamado: “Yo soy la luz que ha venido al mundo para que todo el que cree en mí no permanezca en las tinieblas” (Jn 12, 46). Cada uno de nosotros hemos de ser la antorcha que vaya marcando el camino. No basta con llevar en nuestras manos la llama de la palabra, hemos de ser la luz que ilumine, el fuego que inflame, el fulgor que disipe las dudas.

A estas alturas espero que ningún sacerdote de nuestro Presbiterio continúe conformándose con la situación decadente de nuestros cristianos o que esté anclado en el pesimismo de que nada se puede hacer. Y si todavía hay alguna reticencia, este es el momento de reflexionar y de comprometernos todos juntos. Unidos debemos ilusionarnos para sacar adelante el plan pastoral, que resulta urgente. Me dirijo a vosotros que en el clima gozoso de vuestro aniversario de ordenación comprendéis bien la necesidad de hacer algo que dinamice nuestra diócesis, y me dirijo a todos los sacerdotes, a los que estáis aquí acompañando a los que celebran sus bodas de oro y plata y a los que por razones pastorales o de otra índole no han podido venir.

Todo el presbiterio conmigo y con el obispo auxiliar hemos de fomentar la comunión de la que yo mismo hablaba en la catequesis del plan de pastoral, hemos de comprometernos unidos a revitalizar la fe de nuestros diocesanos. San Juan de Avila escribió un precioso tratado sobre el sacerdocio en el que subrayaba de modo admirable la caridad pastoral insistiendo en la doble polaridad de amor a Jesucristo y de amor a la Iglesia. Dice entre otras cosas: «El sacerdote, como Orígenes dice, es la faz de la Iglesia; y como en la faz resplandece la hermosura de todo el cuerpo, así la clerecía ha de ser la principal hermosura de toda la Iglesia» (Tratado sobre el sacerdocio n.11).

A San Juan de Ávila hoy le pedimos que interceda ante el Padre para que cada uno de nosotros sintamos como propio el plan pastoral y que nos alcance el fruto apostólico que esperamos. Sólo el Señor puede dar el incremento y la fecundidad de nuestro empeño común. Y a la Virgen, nuestra Señora y Madre de los sacerdotes nos acogemos con la confianza de los santos convencidos de que “ninguno de los que han acudido a su protección haya sido abandonado”. Amén.

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