A DIOS SE LE VE MÁS ALLÁ DE NUESTROS SUFRIMIENTOS

Tantas veces hemos escuchado la queja de quien, en medio del dolor o el sufrimiento o aquel que se ha visto sorprendido ante el fallecimiento de un ser querido, se interroga:” ¿Dónde está Dios ahora? Creía en Él pero me ha fallado. ¡Ya no creo en Él!” No es fácil dar una respuesta, a pesar de que la sicología utilice mecanismos de defensa ante el duelo e invite a la serenidad. Desde la fe, más bien, se ha de procurar no dar muchas respuestas porque Dios mismo es la respuesta definitiva: “A Dios no lo ves, ámalo y lo tienes” (San Agustín, Serm. 34). Son circunstancias que dejan perplejo y cuestionan profundamente. Y es que a Dios no le podemos manejar según nuestros sentimientos porque en todos los momentos de nuestra vida Él está presente aunque alguna vez aparentemente se oculte.

Los santos y los que se mueven en la fina espiritualidad nos enseñan a afrontar los momentos dolorosos de nuestra vida. Aún recuerdo en mi juventud el bien que me hizo escuchar, en momentos difíciles de enfermedad, la reflexión de un gran escritor: “Todavía quedan algunas nebulosidades. Pero, al menos, hay algo que jamás podremos decirle a Dios: ¡No conociste el sufrimiento! Y es que Dios no ha venido a suprimir el dolor, ni siquiera a explicarlo. Pero sí que ha venido a llenarlo con su presencia. Por eso no digas nunca: ¿El sufrimiento existe? ¡Luego Dios no! Di más bien: Si el sufrimiento existe y Dios ha sufrido… ¿Qué sentido le habrá dado al sufrimiento?” (Paul Claudel). El sentido del sufrimiento nos lo ha mostrado Jesucristo en la Cruz cuando grita: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15, 34). En ese grito se contienen todos los gritos de la humanidad a través de la historia. En cada grito de dolor y sufrimiento reverbera el grito de Cristo en Cruz.

Albert Camus, desde su dramática búsqueda de la fe, lo sentía profundamente y él llegó a escribir: “La noche del Gólgota tiene tanta importancia en la historia de los hombres porque en aquellas tinieblas, abandonando ostensiblemente sus privilegios tradicionales, la humanidad de Jesús ha vivido hasta el fondo, incluida la desesperación, la angustia de la muerte. Jesús está en el centro de todo, consume todo, carga con todo, lo sufre todo. Es imposible golpear hoy a un ser cualquiera sin golpearle a él, imposible humillar a alguien o matarle sin humillarle; maldecir o asesinar a uno cualquiera sin maldecirle o matarle a él. Y el más vil de todos los malandrines se ve obligado a tomar en préstamo el rostro de Cristo para recibir un bofetón de no importa que mano. De otro modo, la bofetada no llegaría nunca a alcanzarle y se quedaría suspendida en el espacio de los planetas en los siglos de los siglos, hasta que llegase a encontrar ese rostro que perdona”. En medio de la angustia vital del ser humano hay una presencia del Buen Dios que nos ha manifestado su cercanía a través de la entrega en la Cruz. Basta sólo que respondamos con confianza a su amor salvador. No estamos lanzados a la deriva de una vida sin sentido.

Es común en todos los testigos del evangelio el ser conscientes a afrontar y a situarse ante este misterio. La razón por sí misma no logra entender puesto que hay una motivación superior que abre las puertas al amor y éste no es un sencillo entusiasmo sino un amor doloroso que tiene su modelo en Jesucristo crucificado. Y para esta comprensión nueva se requiere la conversión. “En realidad, Dios ni se acerca ni se aleja. Ni se inmuta cuando corrige ni se muda cuando reprende. Se aparta de ti cuando tú te apartas de él. Eres tú quien de él se esconde, no él quien de ti se oculta. Escúchale, pues: convertíos a mí, y yo me convertiré a vosotros, es decir, mi conversión a vosotros no es sino vuestra propia conversión a mí. Dios, en efecto, se oculta a quien le vuelve la espalda e ilumina a quien le da la cara. ¿Adónde huyes, pues, huyendo de Dios? ¿Adónde huyes huyendo de aquel de quien no se puede huir? Presente como está en todas partes, libera al que se le convierte, pierde al que se le aleja. ¡Vuélvete a él, y te será Padre el que, si le huyes, te será juez!” (San Agustín, Serm Wilmart 11,4).

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