Hay muchas palabras que usamos y no sabemos lo que contienen en sí mismas etimológicamente hablando. Quiero fijarme en la palabra entusiasmo que como sustantivo masculino tiene una significación especial y creo que puede servirnos para que cuando la utilicemos sepamos el contenido de la misma. Si queremos levantar el ánimo a aquellos que se encuentran con cierta tristeza o apatía les solemos decir: “Levanta el ánimo y vive con mayor entusiasmo”. Es una exaltación del ánimo por algo que lo cautive. La raíz etimológica viene de tres palabras griegas: en, theou, asthma (soplo interior de Dios). Es curioso que desde tiempo inmemorial, esta palabra, entusiasmo, la utilizaban en el mundo griego. Ellos veneraban profundamente a los dioses y cuando se manifiesta en el interior de la persona exulta y la alabanza y el gozo sale y fascina a los demás. Parece que hay una fuerza interior que fascina a los que rodean a la persona que se hace eco de esta forma de vivir.

La experiencia cristiana nos habla de este modo de vida: Estar en gracia de Dios. Nadie puede ser más entusiasta que el que vive en gracia santificante. ¿Qué es la gracia santificante? Es un don sobrenatural que supera a la naturaleza humana, que se recrea interiormente y es permanente puesto que mora en el alma de la persona que está en gracia y sin pecado mortal (es decir que no está separada de Dios). Sólo Dios nos otorga este don de la gracia no por nuestros méritos sino por los méritos de Jesucristo que nos ofrece la salvación eterna. Esta definición supera con creces el sentido de entusiasmo que proclamaba la cultura y filosofía griega. Por lo tanto bien podemos decir que el auténtico entusiasta es el que está agraciado por Dios y vive el don del amor que elimina todo rastro de pecado. Él está en nosotros: “Vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mi” (Gal 2, 20).

Es impresionante el gran regalo que hemos recibido desde el momento que recibimos el bautismo que nos incorporó a la vida en Jesucristo. “Cristo en el creyente se va formando por la fe en lo profundo de su ser, llamado a la libertad de la gracia, manso y humilde de corazón, que no se jacta del mérito de sus obras, porque de suyo no tienen valor… Y Jesucristo se forma en el que asimila la forma de Cristo, y asimila la forma de Cristo el que se une a Él con amor espiritual” (San Agustín, Expositio in Galatas 38). Nada hay más humano que sentir el paso de Dios por nuestra vida. Él hace superar todas las pruebas y sufrimientos, llena todos los vacíos, se aflige con nosotros y nos ofrece el perdón -basta con que seamos humildes de corazón- y nos lleva con entusiasmo hacia el camino de perfección que no tiene fin.
Por propia experiencia podemos constatar que en los momentos más bajos que proporciona la vida hay un impulso interior que nos invita a confiar en Dios y al estilo de San Pablo decimos: “Y la vida que vivo ahora en la carne la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2, 20). El impulso sicológico y anímico es completamente diverso a los impulsos interiores que perciben estos momentos de gracia. Por ello la Iglesia en su recorrido espiritual y profundizando en las enseñanzas de Jesucristo nos confirma que la gracia santificante es el signo de que somos templos de la Trinidad: “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14, 23). Al ser templos de Dios la vida es sagrada y se ha de respetar siempre desde la concepción hasta el final que es la muerte natural. Para los santos, esta habitación de la Trinidad, ha sido el modo de vivir con alegría y gozo: “Ha sido el hermoso sueño que ha iluminado toda mi vida, convirtiéndola en un paraíso anticipado” (B. Isabel de la Trinidad, Epistula 1906). ¡Así podemos ser entusiastas creibles!

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