JORNADA MUNDIAL DEL EMIGRANTE Y DEL REFUGIADO

1.- En el Evangelio que acabamos de escuchar, Jesús pregunta a los discípulos: “¿Qué buscáis?” (Jn 1, 38). Y el Señor les responde ante sus inquietudes: “Venid y veréis” (Jn 1, 39). La Historia de la Salvación descrita en la Biblia está llena de búsquedas. Búsquedas que representan a la humanidad. El pueblo de Dios en el desierto busca la libertad, Moisés la Tierra Prometida, Abraham hacer la voluntad de Dios, lo profetas evitar que su pueblo se pierda entre falsos dioses. Pero con Jesús llegan todas las respuestas a esas preguntas. Aún así seguirá preguntando “¿qué buscáis?” para poder ser respuesta a una humanidad herida. Hay quien busca ver, andar, curarse de la lepra, creer… hay quienes piden para otros: que resucite su amigo muerto, que se cure la hija de un amigo, que se expulsen demonios… y todas esas búsquedas hallarán respuesta en Jesús para que todos sean testigos del Reino de Dios, del poder del amor de Dios. Incluso hay quienes no saben qué buscan, como Zaqueo, pero Jesús sale a su encuentro y le muestra no qué sino a quién busca.
La Iglesia, como Jesús, nos pregunta ¡qué buscamos! para hacernos entender que las respuestas a nuestras necesidades reflejan un hambre y una sed mucho más hondas. Todos somos emigrantes, todos estamos de paso en una tierra que no nos pertenece… todos tenemos sed de amor y de justicia. Y la Iglesia, desde el misterio de la Cruz y la Resurrección, nos dice que nuestra historia personal, nuestra historia como pueblo, con todas sus cruces, es historia de salvación.
2.- Hoy celebramos la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado, con el lema “Acoger, proteger, promover e integrar a los emigrantes y refugiados” (Papa Francisco, Mensaje sobre la Jornada de la Paz, 1 Enero 2018). Junto a este Altar, la Cruz de Lampedusa, bendecida por el Papa Francisco, una Cruz que busca transmitir un mensaje de “solidaridad y paz entre las ciudades, comunidades, parroquias y culturas”. Esta cruz de madera fue construida con los restos de las barcas que naufragaron el 3 de octubre de 2013 en la isla italiana de Lampedusa, y en donde fallecieron 366 inmigrantes procedentes de Eritrea y Somalia. Desde entonces, el número de fallecidos en el Mediterráneo sobrepasa los 15.000. Un mar que se ha convertido en testimonio silencioso de dolor y de sufrimiento, que nos interpela y nos hace levantar la voz contra las injusticias. ¡Cuántas esperanzas y sueños naufragan cada día!
¿Qué tienen de especial estos dos trozos de madera carcomida por el embate de las olas? Esta cruz tiene de especial la fuerza que va abriendo paso, mostrando la insoportable situación de quienes huyen del hambre, de la guerra, de la injusticia, de las mayores atrocidades contra la dignidad de la persona humana. Nuestra fe nos pide ser no sólo buenos samaritanos, sino también buenos cirineos que, voluntariamente, se prestan para aligerar los sufrimientos de los demás. ¡Miremos la cruz de Lampedusa! ¡Miremos la cruz de los que verdaderamente la cargan y sufren! Jesús de Nazaret continúa siendo crucificado con cada muerte, con cada persona que sufre… Ojalá seamos capaces de saber mirar, contemplar de dónde nos viene la salvación del mundo, de no ser indiferentes, de ponernos ante la cruz y acoger el amor de Dios.
“¿Qué buscáis?”, pregunta Jesús. ¿Qué buscan tantas y tantas personas que abandonan sus países? Buscan un futuro mejor, una dignidad que se les ha arrebatado. Ser reconocidos como “templo del Espíritu Santo” (1Cor 6, 19). En la vida de cualquier inmigrante hay ilusión por un día a día mejor, pero hay dramas y experiencias de tremendo desgarro. El cruce de fronteras está asociado a imágenes ambivalentes: al alumbramiento de una tierra de promisión y al escenario de no pocas trágicas historias personales. Frontera y nueva vida, frontera y experiencia de exclusión. La Iglesia sufre con las situaciones que llevan a emigrantes y refugiados a tener que abandonar su tierra y trata de hacer presente al Dios que acompaña en la historia, procurando ser como tierra prometida cooperando en su acogida e inserción.
3.- En el Mensaje para esta Jornada, hecho público por el Papa Francisco, se nos invita a acoger a nuestros hermanos migrantes y refugiados, sobre todo a los más heridos. La acogida nos hace ir al encuentro, ir más allá de la frontera de nuestra propia existencia; allí donde la vida cobra otro sentido. La acogida es algo más que dejar nuestro estado de confort, es dejarse tocar por el dolor, por la desgracia de aquel que ha caído en el borde del camino de la vida.
Y debemos proteger, atender, promover, insertar a los inmigrantes y refugiados, siguiendo el Evangelio y la necesaria protección a los más vulnerables. Buscar alternativas que respeten la dignidad de las personas y no lesionen sus derechos. Protección en la situación de las fronteras, especialmente las del sur de nuestro país, en donde, en no pocas ocasiones, se han producido acciones que atentan contra los derechos humanos de los emigrantes. Abramos las fronteras de la indiferencia, porque además de las fronteras físicas, hemos levantado fronteras que nos atraviesan a todos y alimentan los discursos xenófobos que sitúan a las personas migrantes en un espacio de no derecho. Cada persona, emigrante, desplazado, refugiado, que llama a nuestra puerta es una ocasión de encuentro con Jesucristo, que se identifica con el extranjero acogido o rechazado en cualquier época de la historia.
4.- Entre nosotros viven inmigrantes y refugiados. Quiero incidir en el beneficio que supone la llegada de estas personas que llaman a las puertas de nuestros barrios, de nuestras comunidades y parroquias. Es urgente integrarlos en la vida cotidiana de nuestros pueblos y ciudades buscando el enriquecimiento personal y colectivo, en una convivencia sana. La integración de los inmigrantes es una tarea delicada que exige paciencia y apertura de mente por parte de todos. Debemos evitar, por una parte, cualquier atisbo de xenofobia y por otra, la formación de guetos cerrados impermeables a cualquier diálogo cultural, social o religioso.
La Iglesia apuesta por el empuje que la fe nos da para creer y crecer en integración y en la fraterna armonía; la que nos empuja a descubrir que mientras muchos ven en los otros a un “desconocido” los cristianos vemos a un hermano, a alguien de nuestra misma dignidad que llega de lejos, y vean, así, la belleza de un futuro más hermoso para todos. Quiero, desde aquí, agradecer y, al mismo tiempo, animar a trabajar en la acogida, protección, promoción e integración de los inmigrantes y refugiados en la sociedad y en la Iglesia. Vuestro trabajo callado y permanente es una denuncia profética para aquellos que se cruzan de brazos o miran para otro lado ante el grave drama de la migración.
Pedimos a la Virgen María y San José que acompañen con su protección a los que hoy tienen que marcharse de sus países para proteger sus vidas de la barbarie de la guerra o del hambre.

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