Através de la historia, basta meterse un poco en ella, podemos comprobar los avatares tan divergentes y diversos que se han ido sucediendo de época en época. No ha de extrañarnos que el ser humano, apresado por sus propias limitaciones, se haya convertido en el protagonista fundamental del tiempo que le ha tocado vivir. Muchos son los momentos de guerras, de luchas ideológicas, de manifestaciones antisociales, de pugnas de diverso tipo. Pero lo que está sucediendo en nuestra época creo que no tiene unos precedentes tan señalados: El pecado, se elogia tanto, que se ha transmutado en virtud. Observemos por unos momentos lo que se habla y vive en nuestra sociedad; proclama, muy ufana, que su gran conquista es la libertad de amplia mirada y la libertad de expresión. Y es todo lo contrario puesto que trastorna la esclavitud en libertad, la maldad en bondad, la mentira en verdad, la calumnia blasfema en libertad de expresión, el asesinato -el aborto- en derecho, el adulterio en amor exquisito, la corrupción en signo de sabiduría, lo políticamente correcto en norma de vida, la ley natural en opción política… Y al final ¿qué? Confusión, degeneración y devaluación humana.

Jesús nos advierte: “No os engañéis, de Dios nadie se burla. Porque lo que uno siembre, eso recogerá: el que siembra en su carne, de la carne cosechará corrupción; y el que siembre en el Espíritu, del Espíritu cosechará la vida eterna” (Gal 6, 7-8). Ante tal afirmación bien podemos alentar y progresar en el único camino justo que nos da la auténtica realización del bien. El auténtico humanismo se sustenta en una raíz que es la de vivir y actuar siempre haciendo el bien, mirando al Bien, que es Dios. Recuerdo que en una ocasión una persona muy culta, según él, me decía: “Vosotros los cristianos siempre nos presentáis a Dios como un gendarme que utiliza la porra para darnos palos. Ya ha pasado esa época puesto que ahora es el hombre quien decide por sí mismo en lo que debe hacer y no necesita a Dios porque él se desentiende de nosotros. Para eso nos movemos con el libre albedrío. Además, te quiero decir una cosa, el pecado ya no existe y Dios, si existe, no tiene en cuenta lo que hacemos”. Esto me produjo un gran dolor. Recordé y le comenté lo que dice San Pablo a los gálatas.

Es muy común que se piense y afirme de modo tan descarado y de este modo de entender sobre el pecado -que se quiere incluso desterrar hasta del diccionario- como si fuera un invento para atemorizar a las personas y como afirma la filosofía naturalista: si existiera el pecado sólo tendría sentido si a este se le aplica la falta de justicia. Ante esta modo de pensar e influenciados he podido ver que desafortunadamente hay quienes conociendo la generosidad, la bondad, la gracia de Dios, deciden seguir haciendo y cometiendo errores, puesto que por encima de todo es la conciencia quien lo justifica. Se pone la falsa conciencia como la que debe regir las acciones sean las que sean y además afean al que piense de forma distinta. ¿A quién creen están engañando? A ellos mismos, porque a Dios, nadie le engaña. Al final de la vida sabemos que hemos de rendir cuentas. Tal es la furia de los que piensan que el pecado ya ha pasado de moda y que ahora, dicen, ya no existe puesto que lo admiran y adulan como si de una virtud se tratara. Craso error que viene propiciado por el relativismo que ideológicamente pretende ponerse por encima de la ley de Dios o al menos así lo quieren erróneamente demostrar. Al final la verdad brilla por sí misma porque Dios no nos engaña aunque nosotros pretendamos manipularle.

El ejemplo mejor que nos puede ayudar a saber discernir dónde está el bien de la gracia y dónde está el mal del pecado son los santos. Decía San Agustín: “No tengáis en poco esas faltas a las que ya quizás os habéis acostumbrado. La costumbre lleva a que no se aprecie la gravedad del pecado. Lo que se endurece pierde la sensibilidad. Lo que se halla en estado de putrefacción no duele, no porque esté sano, sino porque está muerto. Si al pincharnos en algún sitio nos duele, es que esa parte está sana y ofrece posibilidad de curación. Si no nos duele es que ya está muerta: hay que amputarla” (Sermón 17). Lo más grave del pecado es la adicción al mismo y qué difícil es sanearlo. Por eso en este tiempo de Cuaresma nos hemos de cuestionar si estamos dispuestos a sanar y sanear el alma -que grita interiormente- puesto que añora y busca la paz que sólo Dios puede dar en el sacramento de la reconciliación.

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