1.- “Toda hermosa eres, María, y no hay mancha de pecado en ti” Esta antífona que la Iglesia ha cantado desde hace quince siglos expresan el misterio de María que hoy celebramos. Ella es la más hermosa de las criaturas porque Dios la eligió y desde el primer instante de su existencia la preservó del contagio del pecado original y la llenó de gracia. El ángel, como cuenta San Lucas en el texto del evangelio que hemos proclamado, la saludó como la llena de gracia, incluso antes de llamarla por su nombre. ¿Qué significa este título, llena de gracia? Que está llena de la presencia de Dios, que está completamente habitada por Dios, que el pecado nunca tuvo lugar en ella.

Todo hombre y mujer estamos contaminados por el mal; todos nosotros descubrimos nuestro lado oscuro, nuestro pecado; incluso los santos más grandes se sintieron pecadores y en algún momento experimentaron los zarpazos del mal, del pecado. Solo Ella es “un oasis siempre verde”, la única incontaminada, creada inmaculada para acoger con su sí a Dios que venía al mundo. Qué maravilla realizó el Señor en María, que la hizo sin pecado para hacerla más tarde su madre; el ángel la llamó llena de gracia para poderle decir a continuación “concebirás y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús” (Lc 1, 31). Inmaculada y madre de Dios son dos privilegios inseparables que hacen de María la mujer más grande, la más hermosa, la que Dios ha elegido para encomendarle la misión más importante que tenía prevista desde toda la eternidad, enviarnos a su Hijo “nacido de una mujer, nacido bajo la ley” (Gal 4,4). Es la llena de gracia y, de algún modo, la más joven de todas las criaturas.

No podemos olvidar que sólo hay algo que hace envejecer, envejecer interiormente: no es la edad, sino el pecado es lo que envejece, porque narcotiza y esclerotiza el corazón. Lo cierra, lo vuelve inerte, hace que se marchite. Pero la llena de gracia está vacía de pecado. Por eso, es siempre joven, más joven que el pecado, María es la más joven del género humano. Es la Madre del amor hermoso, como gustaba invocarla San Josemaría, “amor hermoso, de vida limpia, de un corazón sensible y apasionado. No es un amor cualquiera este: es el Amor. Aquí no se dan traiciones, ni cálculos, ni olvidos” (Amigos de Dios, 277).

2.- Muchos de los que estáis aquí sois jóvenes y con toda razón celebráis vuestra fiesta, celebráis la juventud de María, de aquella que tuvo la apertura de alma para escuchar el mensaje que le transmitió el ángel y el coraje de secundar el querer divino con el “sí” de la aceptación de la voluntad divina. Hoy tenemos una buena oportunidad para dedicar unas palabras sobre la Jornada Mundial de la Juventud que se va a celebrar en Panamá del 22 al 27 de enero de este próximo año, es decir, a poco más de mes y medio, bajo el lema tomado del texto de la anunciación: “He aquí la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38). Seguramente no seréis muchos los que podáis hacer el viaje hasta Panamá, pero seguiréis ese acontecimiento por los medios de comunicación y, en espíritu, estaréis unidos a los que allí se congreguen y escucharéis las palabras que el Santo Padre quiera dirigir, a los allí presente, a vosotros y a todos los jóvenes del mundo. Él mismo, durante la preparación del último sínodo de los Obispos sobre los jóvenes, comentó el lema de la JMJ y entre otras muchas cosas les decía a los jóvenes que asistieron al Sínodo: “Esta es la fuerza de los jóvenes, la fuerza de todos ustedes, la que puede cambiar el mundo; esta es la revolución que puede desbaratar los grandes poderes de este mundo: la revolución del servicio”.

Tenedlo muy presente, todos nosotros hemos de llevar a cabo esa revolución. El servicio es una disposición generosa a ayudar a los demás, en especial, a los que más necesitan, a los que más nos necesitan, sean sanos o enfermos, niños o mayores, y esta actitud comienza por ponernos en presencia de Dios, para comprender lo que Él quiere decirnos. Si queremos servir, hemos de entrar dentro de nosotros mismos, hacer un silencio interior y captar el querer de Dios para cada uno. Ahora mismo concentraos, mirad con los ojos del alma a María, la sierva del Señor, y decid como ella: ¿Qué quieres de mí? ¿Qué esperas que hoy, en esta fiesta de la Inmaculada, debo hacer, debo decidir? Sólo en un clima de oración intenso descubriremos nuestra propia identidad y nuestra misión dentro de este mundo convulso que nos ha tocado vivir.

Queridos jóvenes, mi consejo en este día de fiesta grande es que seáis hombres y mujeres de oración, de oración intensa, confiada y abierta. Y luego, a secundar esta llamada divina, a caminar, a salir de vosotros mismos, a transformar nuestro ambiente, a conseguir que vuestros amigos descubran la belleza de vivir junto a Dios. Todos estamos en camino hacia el Señor, un camino a veces penoso, pero siempre gozoso. Quisiéramos hacer el camino de nuestra vida impregnando de alegría nuestros ambientes juveniles. San Agustín pronunció un bello discurso sobre la alegría del caminante: “Hermanos míos, cantemos, no para deleite de nuestro reposo, sino para alivio de nuestro trabajo. Tal como suelen cantar los caminantes: canta, pero camina; consuélate en el trabajo cantando, pero no te entregues a la pereza; canta y camina a la vez. ¿Qué significa «camina»»? Adelanta, pero en el bien. Porque hay algunos, como dice el Apóstol, que adelantan de mal en peor. Tú, si adelantas, caminas; pero adelanta en el bien, en la fe verdadera, en las buenas costumbres; canta y camina”. (S. Agustín, Sermón 256,1-3). Así debe ser, cantar y caminar, avanzar en la virtud y hacerlo con la alegría del que canta con entusiasmo.

3.- En segundo lugar, me parece adecuado recordar dentro de esta celebración solemne lo que el Papa Francisco aconsejaba a los jóvenes en la homilía con la que concluyó el último Sínodo. Tres actitudes, les propuso, como fruto de esa reunión: escuchar, ser prójimo y dar testimonio. Saber escuchar a nuestros amigos, aunque no piensen como nosotros. No es una postura pasiva, como les gustaría a los que quieren utilizaros y neutralizan vuestros ideales, no es quedarnos aburguesados juzgando lo que se dice, lo que se comenta, mientras seguimos paralizados. En este sentido dicen muchos analistas que los jóvenes más que nunca estáis expuestos a grandes peligros ante el bombardeo de imágenes, ideas y planteamientos que van dejando vacío el corazón. Escuchar es tener una actitud de diálogo que enriquece a los interlocutores. No podemos permitir que el ruido que se produce a nuestro alrededor nos impida la comunicación entre nosotros.

Hacernos prójimos es ponernos a la altura de quien nos necesita para descubrir sus carencias y estar dispuestos a ayudar. Es salir de nuestro círculo cerrado para llevar a nuestros iguales un mensaje de esperanza, es ayudar a que se acerquen a Dios. Lo contrario sería desentendernos, como hizo Caín que quiso desentenderse de la muerte de su hermano cuando decía, ¿acaso soy yo guardián de mi hermano? Y lo que hizo Pilato lavándose las manos ante la condena de Jesús. Los apóstoles salieron de las fronteras de Palestina para llevar la buena nueva hasta los confines del mundo entonces conocidos; es lo que hizo Francisco de Javier y han hecho tantos misioneros que han acudido allí donde era necesario dar a conocer el Evangelio. Todos somos apóstoles, todos somos misioneros. Vosotros podéis transmitir a los de vuestra edad, a los que tienen las mismas dificultades que vosotros y las mismas ilusiones, podéis transmitirles la novedad de Dios con vuestro lenguaje juvenil, con vuestro comportamiento coherente y contagioso.

Dar testimonio de la verdad, de la bondad y de la belleza. No nos vamos a asustar que haya quienes ven como normal el aborto o la eutanasia y tantas barbaridades que están en el ambiente. No tengáis miedo, querido jóvenes, a imitar a Jesús que se manchó las manos, procurando el bien de todos y dando testimonio de la verdad. Estamos en tiempo de audacia, de grandes ideales. Vosotros sois el presente y debéis ser el futuro. La Iglesia o, si queréis mejor, Jesús ha puesto la confianza en vosotros para que asumáis con coraje la misión de llevar el gran mensaje de que Dios nos ama, no tanto que Dios existe, sino que Dios nos ama, a cada uno tan como es. No es nuestra misión condenar a nadie, sino animarles y hacerles ver que Dios quiere lo mejor para cada uno y es misericordioso.

Termino ya con una mirada y una oración a la Virgen, Santa María la Real, que preside esta Iglesia madre de la Diócesis: Madre mía Inmaculada, alcánzanos de tu Hijo una bendición joven, para que nosotros, nuestros amigos, nuestros familiares y todos aquellos con los que compartimos ilusiones y afanes seamos capaces de estar a la altura de las circunstancias y a la del querer de tu Hijo Jesucristo. Amén.

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