1.- Hoy celebramos la fiesta de San Francisco Javier, gran misionero, que supo poner antes los interesas de Dios que los suyos. Tuvo mucho que luchar ante la vanidad que le impulsaba a ser importante en la sociedad. Nació el año 1506 en Javier. (Es curioso saber que Francisco tiene su origen en un nombre alemán que hace alusión a los francos y, por los tanto, a “hombres libres”. Javier es un nombre vasco que significa “casa nueva”). Era el hijo menor de Juan de Jasso y Atondo, presidente del Real Consejo de Navarra, y de María de Azpilicueta y Aznárez, titular del señorío de Javier, defensores de la causa de Juan de Albret frente a Fernando II el Católico-la guerra que determinó la anexión de Navarra a la Corona de Castilla (1512-1515)-. Tras la muerte de su padre (1515), Francisco Javier se orientó hacia la carrera eclesiástica y el cultivo de las humanidades, que estudió en Leyre y Pamplona. Posteriormente se trasladó a París y allí se convirtió.

2.- Hoy celebramos esta fiesta tan entrañable en nuestra tierra de Navarra y en toda la Iglesia universal. Muchos se acercan a la cuna de Javier pueblo que fue testigo de su nacimiento y de su niñez. A todos nos conmueve este lugar porque la experiencia de uno de los mayores santos de la Historia se distinguió por “ser fiel a Dios y a su llamada”. Lo leíamos en la primera lectura: “Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la buena nueva, que pregona la victoria, que dice Sión: ¡Tú Dios es Rey!” (Is 52, 7). Y en este camino de ser testigos y misioneros nos encontramos también nosotros puesto que hoy vivir como cristianos nos lleva a ser portadores del mensaje evangélico. Si esto, no lo hiciéramos, mal nos podríamos llamar con tal noble y santo nombre. La sociedad necesita que, como enfermeros, llevemos esta medicina de salvación a tantos que sufren y viven manipulados por un mundo injusto y agresivo. Ya no sirven los lamentos y los malos augurios; el Señor nos invita -como a San Francisco de Javier- salir de nuestros territorios para comunicar que Jesucristo es el único Salvador del mundo.

Para ser buenos misioneros se requiere aceptar la propuesta e invitación del Señor: “Así como es santo el que os llamó, sed también vosotros santos en toda vuestra conducta, conforme a lo que dice la Escritura: Sed santos, porque Yo soy santo” (1Pe 1,15-16). Tengamos presente que la santidad perfecciona la vida humana. No se puede dar auténtica misión si no se acepta como primera condición buscar en todo la Gloria de Dios y cercanía con la propuesta de vivir en santidad. Se convertiría en una contradicción puesto que de nada serviría hablar de Jesucristo si antes no se ha tenido una intimidad y ofrenda personal con él. La misión no es propiedad más que de Jesucristo y en él y por él tiene sentido.

Anunciar el evangelio no es sólo proclamarlo, es sobre todo vivirlo y testificarlo. “No tengo más remedio y, ¡ay de mí, si no anuncio el evangelio! Si yo lo hiciera por mi propio gusto, eso mismo sería mi paga…Y hago todo esto por el evangelio, para participar yo también de sus bienes” (1Cor 9, 17.23). Y los bienes del evangelio son los mismos sentimientos de Jesucristo que vino para darnos la vida y gracia de Dios. Solo él es el protagonista, a nosotros nos toca servir y amar a su forma y estilo. “Es decir, tienen que ofrecer testimonios concretos y proféticos mediante signos eficaces y transparentes de coherencia, de fidelidad y de amor apasionado e incondicional a Cristo, inseparable de la caridad y amor al prójimo” (Benedicto XVI, El mundo necesita testigos creíbles de la fe, XVI Sesión Pública de las Academias Pontificias, 2 de diciembre 2011).

3.- Aquí hay varios misioneros que se os va a imponer los Crucifijos como signo de seguimiento a Jesucristo. Es un envío gozoso y al mismo tiempo glorioso puesto que la vida del misionero tiene únicamente en su mochila o equipaje la Cruz Gloriosa. Yo os pregunto: ¿Qué interés tenéis para anunciar el evangelio de Cristo? Y la respuesta se ve en vuestros ojos: “Anunciar y testimoniar el amor de Cristo”. Esto me basta. En el evangelio que hemos proclamado nos invita a todos: “Se me ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 18-20).

No olvidéis, queridos misioneros, que la Iglesia-Madre será siempre aquella que os cuidará, es más, vosotros seréis testigos de este amor y os fiaréis de ella como el hijo confía en su madre. Y tened presente que vuestra presencia será como la luz en medio de la noche que oscurece nuestra sociedad. Os reconocerán como algo extraño, os mirarán con ojos perplejos, dirán que sois de otros mundos, os mostrarán al principio cierta desconfianza y después os abrazarán como signo de salvación, os perseguirán cuando seáis ‘signos de contradicción’, os criticarán porque hoy más vale ser ‘políticamente correctos que incorrectos’. Pero también os admirarán porque lleváis un amor que fascina, os acompañarán en vuestras celebraciones de plegaria y sacramentos porque encuentran la paz en el corazón, llorarán cuando salgáis de la misión porque han visto en vosotros un reino que no es de este mundo y os agradecerán que habéis sido como el grano de trigo que muere y ha producido frutos de amor y fraternidad universal.

Concluyo poniendo vuestras vidas en el regazo de Santa María Reina de las Misiones para que os cuide y ayude en la nueva misión que la Iglesia os confía. Y también os pongo bajo el patrocinio de San Francisco Javier que supo posponer y desechar sus proyectos, poniendo en primer lugar los proyectos de Dios. ¡Enhorabuena, buen viaje a la misión y unidos en la oración!

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