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Ya desde pequeño he podido sensibilizar la hermosura de la vida. La razón fundamental es porque lo aprendí en mi familia. La Palabra de Dios me conmueve cuando leo: “Los hijos son un regalo del Señor, el fruto del vientre es una recompensa” (Sal 127, 3). He pensado más de una vez que el lugar más sagrado de la vida se nos da y regala en el seno (útero) de la madre. ¿Podríamos decir que la madre, en sí misma, tiene un don especial que Dios le ha concedido y es el útero o matriz, el lugar dónde se fragua lo más sagrado que es la vida? Al ser lo más sagrado bien podríamos decir que es sagrario, lugar donde se va desarrollando la vida de un ser humano desde el momento de la concepción. Es el sagrario que custodia la vida humana. Ya los primeros cristianos, apoyados por los padres de la Iglesia, decían que el primer sagrario es la conciencia (es el altavoz de Dios), el segundo es la vida fraterna donde Jesucristo se hace presente (la presencia del resucitado en medio de la comunidad) y el tercero es el lugar donde se reservan las especies sagradas de Cristo Eucaristía (su presencia sacramental). ¿No podríamos decir también que el sagrario donde Dios nos regala la vida está presente en el seno de la madre? Y si es sagrario bien se puede decir que ahí se contiene, en el embrión y en su proceso de crecimiento, una imagen perfecta de Dios puesto que somos su imagen y la más perfecta y más querida por Él.

Socialmente se habla mucho de la dignidad humana que presupone y supone el aprecio y respeto por la misma. No debe ser algo etéreo sino real. De ahí se deduce que toda la vida humana, desde su concepción hasta los últimos alientos de vida, se ha de considerar algo sagrado puesto que tal dignidad está presente en cada fase de la vida humana. La Iglesia anuncia esta verdad no sólo con la autoridad del Evangelio, sino también con la fuerza que deriva de la razón. “La dignidad del ser humano no es algo que se impone a nuestros ojos, no es mensurable ni se puede cualificar, escapa a los parámetros de la razón científica o técnica; sin embargo nuestra civilización, nuestro humanismo, no han progresado sino en la medida en que esta dignidad ha sido universal y plenamente reconocida como persona” (Card. Joseph Ratzinger, Discurso al Consejo Pontificio para la pastoral de la salud, 28 de noviembre 1996). Reconocer tal don ya es una conquista humana. Agradecer al Donante que es Dios, nos sublima y nos hace más humanos. No olvidemos que somos imago Dei (imagen de Dios) y esto, contiene en sí, una categoría excepcional.
La historia nos va mostrando que la verdad siempre brilla mientras que la mentira tiene tiempos muy breves. De ahí que la vocación de una madre es contemplar la vida que se desarrolla en su seno puesto que como dice el salmo: “Tú me observabas mientras iba cobrando forma en secreto, mientras se entretejieron mis partes en la oscuridad de la matriz. Me viste antes que naciera. Cada día de mi vida estaba registrado en tu libro, cada momento fue diseñado antes que un solo día pasara” (Sal 139, 15-16). Muchas veces he podido hablar con madres sobre sus hijos y alguna en pleno embarazo me han pedido la bendición. Todas muestran un rostro tan feliz que sólo se puede comparar con lo más bello que pueda darse en la creación. Por otra parte era dar gracias por una vida nueva que estaba a punto de ver la luz. No puede haber reproche sino gratitud: “¡Pues Dios no me hizo morir en el seno de mi madre! Así ella hubiera sido mi sepulcro, y yo nunca habría nacido” (Jer 20, 17). Bien se entiende aquí que el seno de la madre es lo más sagrado y es donde Dios se recrea al contemplar la vida de aquel que va a nacer. El seno de la madre no es un sepulcro (que interrumpe la vida) sino un sagrario que contiene la vida más hermosa del niño que va ser expuesto a la luz.

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