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El domingo 15 de noviembre, por deseo explícito del Papa Francisco, se celebra la Jornada Mundial de los Pobres. “La salvación de Dios adopta la forma de una mano tendida hacia el pobre, que acoge, protege y hace posible experimentar la amistad que tanto necesita. A partir de esta cercanía, concreta y tangible, comienza un genuino itinerario de liberación. Cada cristiano y cada comunidad están llamados a ser instrumentos de Dios para la liberación y promoción de los pobres, de manera que puedan integrarse plenamente en la sociedad; esto supone que seamos dóciles y atentos para escuchar el clamor del pobre y socorrerlo” (Ángelus, 18 de noviembre 2018). En el fondo de esta forma de actuar y de obrar está lo que Jesús dice en el evangelio advirtiéndonos que al final de la vida habrá un examen. Si de verdad queremos participar de la vida celestial se dan unas condiciones: “Señor, ¿Cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer o sediento y te dimos de beber?, ¿cuándo te vimos peregrino y te acogimos, o desnudo y te vestimos?, o ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y vinimos s verte? Y el Rey, en respuesta, les dirá: En verdad os digo cuanto hicisteis a uno de estos hermanos más pequeños, a mi me lo hicisteis” (Mt 25, 37-40).

En estos momentos que estamos viviendo nos encontramos muy afectados y hasta con ciertos atisbos de cansancio que se convierten en falta de esperanza. Lo peor es cuando se vislumbran nubarrones negros donde se barruntan calados económicos y situaciones de pobreza que en momentos normales parecían imposibles de poder contemplar. Ante tal ambiente depresivo los interrogantes aumentan y aún más el espíritu flaquea como si un cataclismo cósmico llegara. Estos son los signos de los tiempos que aportan una mayor objetividad de lo que en la vida puede suceder. No obstante, como suelen decir los expertos de la vida, mayores momentos difíciles se han pasado y se han superado. La pobreza material se supera con la solidaridad fraterna entre todos y la pobreza sicológica, que suena a depresión, aumenta en la medida que no se tienen bases fuertes de sostenimiento espiritual.

Muchas son la caras de la pobreza: hambre, sed, falto de vestido, enfermo, encarcelado, inmigrante. Y a estas se añaden: soledad, angustia, depresión, falta de sentido vital, falto de relación interpersonal, hastío de vivir. Son facetas de la vida que no pueden infravalorarse y menos marginarlas como si fueran una maldición y a las cuales mejor ni pensar. Sin embargo ha de ser un trampolín donde podemos, aunque sea con limitaciones, actuar y acompañar. Las dimensiones del amor de Dios se miden por las obras de servicio a los demás. “La más cierta señal que, a mi parecer, hay de si guardamos estas dos cosas, es guardando bien  la del amor al prójimo; porque si amamos a Dios no se puede saber (aunque hay indicios grandes para entender que le amamos), mas el amor del prójimo, sí” (Santa Teresa de Jesús, Moradas 5,3,7-8).

Creo que si el Papa Francisco nos ha invitado a vivir la Jornada Mundial de los pobres un domingo al año, ha sido para que nos concienciemos en la importancia de salir y saber salir de nosotros mismos para acercarnos a aquellas pobrezas que nos toca vivir en personas que lo pasan mal y simplemente requieren o nos piden un gesto de amor. No son los grandes alardes de ayuda o servicio que se nos pide sino los gestos, aunque pequeños, de cercanía e interés por los que sufren cualquier signo de pobreza. Muchas veces hemos oído decir: “Nunca olvidaré la ayuda que recibí cuando estaba deprimido”. “Qué feliz me sentí al ver que alguien me tendía la mano”. “Nunca agradeceré el bien que me hizo con sus consejos”. Sin duda se ha de reconocer que la medicina que cura las pobrezas (sean las que sean), son ante todo y sobre todo el humanismo de amor que nos transmitió Jesucristo.

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