San Fermín se santificó confiando sólo en Dios
Hoy es un día grande para la ciudad de Pamplona y el motivo es porque tenemos presente a San Fermín que fue el gran evangelizador en nuestras tierras navarras. San Fermín se santificó confiando todo en Dios y sólo en Dios. Sea glorificado y alabado el Señor que tuvo a bien enviarnos a este gran Santo y que nos dejó el legado mejor que podemos tener y es el de la fe en Cristo. Nunca agradeceremos el bien que hizo San Fermín y que sigue realizando.
Por ello hoy quiero cantar de alegría y manifestar que la fe secular que se anida en el corazón de los pamploneses, a través de los tiempos y sus épocas, siga siendo esa luz que nadie pueda apagar. Es muy difícil que se apague esta luz a pesar de nuestras flaquezas y debilidades porque el amor de Cristo es más grande que todas nuestras limitaciones. Como oíamos en la Lectura de Santiago si pedimos el don de sabiduría Dios nos la concede: “Si alguno de vosotros carece de sabiduría, que la pida a Dios –que da a todos abundantemente y sin echarlo en cara-, y se le concederá. Pero que la pida con fe, sin vacilar; pues quien vacila es como el oleaje del mar, movido por el viento y llevado de un lado al otro. Que no piense que va a recibir nada del Señor un hombre así, un hombre vacilante e inconstante en todos sus caminos” (St 1, 5-8)
Es la experiencia de San Fermín el cual nos invita también a nosotros a ser auténticos evangelizadores, es decir, que anunciemos con palabras y hechos que creemos en Dios, le amamos y servimos a los demás. San Fermín sufrió la persecución y hasta murió por causa del testimonio de fe que llevaba en su corazón y en sus obras. Su vida caló tanto en el pueblo de Pamplona que su ejemplo de vida hace brillar la fe de un pueblo que noblemente acepta el ejemplo de un auténtico seguidor de Cristo.
Por eso ser creyente hoy y manifestar que uno quiere vivir de esta forma supone valentía y sufrimiento. “No hay amor sin sufrimiento, sin el sufrimiento de la renuncia a sí mismos, de la transformación y purificación del yo por la verdadera libertad. Donde no hay nada por lo que valga la pena sufrir, incluso la vida misma pierde su valor. La Eucaristía, el centro de nuestro ser cristianos, se funda en el sacrificio de Jesús por nosotros, nació del sufrimiento del amor, que en la cruz alcanzó su culmen. Nosotros vivimos de este amor que se entrega. Este amor nos da la valentía y la fuerza para sufrir con Cristo y por él en este mundo, sabiendo que precisamente así nuestra vida se hace grande, madura y verdadera” (Benedicto XVI).
Uno de los momentos importantes en nuestra vida se fragua en el ser valientes ante el sufrimiento, sea del color que sea, puesto que nunca nos faltará pero no para dañarnos sino para fortalecernos. El mismo Jesucristo nos lo dice: “Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome la crus cada día, y que me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí, ése la salvará” (Lc 9, 23-24). Con mucha nitidez lo decía el Cura de Ars: “Aquel que ama los placeres, que busca sus comodidades, que huye las ocasiones de sufrir, que se inquieta, que murmura, que reprende y se impacienta porque la cosa más insignificante no marcha según su voluntad y deseo, el tal, de cristiano sólo tiene el nombre; solamente sirve para deshonrar su religión, pues Jesucristo ha dicho: Aquel que quiera venir en pos de mí, renúnciese a sí mismo, lleve su cruz todos los días de su vida, y sígame” (San Juan B. María Vianney, Sermón sobre la penitencia del Miércoles de Ceniza). Esta fue la disposición del santo que hoy celebramos y que supo, dando su vida, dejar claro que sólo permanecen las palabras de Cristo.
Ruego a Dios que siga cuidando este pueblo de Pamplona y que no desista en seguir mostrando la grandeza de creer en Cristo, en su evangelio y en su Iglesia. Ruego y pido a Dios que los pamploneses sigan las huellas de San Fermín. Una sociedad que margina a Dios es una sociedad abocada al fracaso total y va hacia la inanición. La fe nos impulsa a tener presente las pautas y leyes de los Diez Mandamientos. Cualquiera de ellos que venga mancillado y sustituido por los afanes mundanos provocará daños incalculables. Por ello hemos de ser defensores de la vida, defensores de la recta moral, de la justicia y verdad en todos sus matices. La cerrazón a toda la revelación de lo alto, y por tanto a la fe, no es causada por la inteligencia, sino por el orgullo. Dios se manifiesta en los sencillos de corazón no en los prepotentes, orgullosos y entendidos.
Ruego a Dios que aumente nuestra fe y pido para que muchos jóvenes se decidan a seguir a Cristo en el camino al sacerdocio o en la vida consagrada o en el santo matrimonio. Deseo que todos pidamos insistentemente por esta intención. “La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, la Dueño de la mies que mande trabajadores a su mies” (Mt9, 38). Así se lo pedimos a San Fermín y que la Virgen, bajo su manto, nos lleve a todos por el camino del amor a Dios y a los hermanos.