Scene, of Jesus Christ praying during the last supper with his apostles

Hay una tendencia muy común y es la de fantasear con los propios criterios que pueden llegar a ser absolutos y que provocan división. En la enseñanza de Jesucristo nos muestra que aún cuando él pedía al Padre que pasara el cáliz amargo se doblega, como razón fundamental, a aceptar la voluntad de Dios: “Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22, 42). Tener miedo a los tormentos o a las disconformidades es algo muy humano. Es una aflicción que padeció Jesucristo y no escapó puesto que se puso al unísono con la voluntad del Padre. Es mejor el menos perfecto en comunión de amor que el más perfecto fuera de ella. De ahí se deduce que los criterios personales vienen dignificados mucho más si se sabe poner, por encima del personalismo, la unidad que es comunión.
Este debe ser el espíritu de la sinodalidad (vivir en diálogo de comunión) a la que la Iglesia nos ha convocado. Los personalismos, por muy perfectos que sean, si no saborean la unidad y la comunión, provocan grandes males. Aprender de la oración del Señor que nos manifiesta una lección perfecta de abandono y de unión con la voluntad de Dios, es el camino de la auténtica sinodalidad. La historia de la Iglesia así nos lo muestra a través de la Palabra de Dios y de la Tradición. De lo contrario se cae en un escándalo estrepitoso que, como un tornado destruye por donde quiera transcurre. La oración no es un diálogo personalista sino un diálogo en comunión con Jesucristo que es la Palabra y explicación de la misma por la Tradición y que la confía Jesucristo a Pedro y sus Sucesores.
La Iglesia sustentada por el sacramento de la Eucaristía es signo de unidad y vínculo de caridad. La Eucaristía construye la Iglesia y nos une al Cuerpo místico de Jesucristo. Es el mismo Catecismo de la Iglesia Católica que nos invita a unirnos puesto que la comunión renueva, fortifica, profundiza esta incorporación a la Iglesia realizada ya por el Bautismo. Y se nos recuerda que: “El cáliz de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no es comunión con el Cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan” (1Co 10, 16-17). Aquí está la esencia de la comunión y no debemos desviarla por otros caminos distintos que fascinan ideológicamente, pero son motivaciones que nada tienen que ver con la afirmación que Jesucristo comunica a los suyos: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ese da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5). Por mucho que el sarmiento quiera dar fruto separado de la vid, no lo conseguirá. Más vale un sarmiento débil pero unido a la vid que uno fuerte pero separado de ella. El vínculo de la unidad ha de prevalecer para ser justos.
Este vínculo podemos comprobarlo en la unidad de la Iglesia que peregrina y donde está asegurada la unidad por los lazos visibles de comunión:
1. La profesión de una misma fe recibida de los apóstoles y que siempre rezamos en la celebración de la Eucaristía dominical y es el Credo.
2. La celebración común del culto divino sobre todo de los sacramentos que nos unen en un solo Cuerpo de Cristo.
3. La sucesión apostólica por el sacramento del orden, que conserva la concordia fraterna de la familia de Dios.
Esa fue la intención de Jesucristo en la oración que dirigía a los suyos: “Que todos sean uno. Como tú, Padre en mí y yo en ti, que ellos sean también uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17, 21). En esta hermosa plegaria podemos comprobar hasta dónde nos jugamos la vida de comunión. No olvidemos que somos Iglesia, imagen de la Trinidad, y en ella no hay fisuras aunque sean tres Personas distintas, puesto que les une el Amor en un solo Dios. La Iglesia no es ni democrática, ni aristocrática sino signo e imagen de la Trinidad. ❏

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