La oración es la experiencia más humana que pueda darse y digo esto porque la oración nos sitúa en aquellos que somos: Hijos de Dios. Y si tenemos este gran don no podemos perderlo. Cuando nos ponemos en oración estamos delante de un Padre que nos ama y nos da la fuerza para realizarnos humanamente y vivir su misma experiencia que es el amor. Muchas veces he oído a personas que cuando han descubierto la oración, su vida ha dado un cambio radical. No son los afanes del mundo que llenan la vida. Nos lo dice el apóstol Juan: “No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Porque todo lo que hay en el mundo –la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la arrogancia de los bienes terrenos- no procede del Padre, sino del mundo. Y el mundo es pasajero, y también sus concupiscencias; pero quien cumple la voluntad de Dios permanece para siempre” (1 Jn 2, 15-17). Nuestra vida está convocada a ser felices y la mundanidad no es fuente de gozo sino de amargura y desesperación.
Por nosotros mismos y sin la presencia del Espíritu Santo somos incapaces de rezar. Los humanos tenemos un HUESPED especial que es el Espíritu Santo que habita en lo más íntimo de nosotros mismos. “La oración no se debe ver como una simple obra buena realizada por nosotros con respecto a Dios, una acción nuestra. Es ante todo un regalo, fruto de la presencia viva, vivificante del Espíritu Santo” (Benedicto XVI, Audiencia General, 16 de mayo 2012). Y así lo vivían los primeros cristianos educados por los apóstoles: “El Espíritu Santo acude en ayuda de nuestra flaqueza: porque no sabemos lo que debemos orar como conviene; pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rm 8, 26). La oración por lo tanto no es un monólogo sino un diálogo con el Espíritu que está habitando dentro de nosotros.
Conviene que desechemos la idea de considerar que Dios está más allá de las estrellas, sin considerar que está siempre a nuestro lado. Más aún habita dentro y desea que le confiemos todo lo que nos ocurre y le pidamos por todas nuestras necesidades. Aumenta en nosotros la necesidad de fiarnos, de abandonarnos cada vez más a Él. Nos transforma de seres humanos vinculados a las realidades mundanas en seres humanos espirituales: “Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para que conozcamos los dones que Dios nos ha concedido; y enseñamos estas cosas no con palabras aprendidas por sabiduría humana, sino con palabras aprendidas del Espíritu, expresando las cosas espirituales con palabras espirituales” (1Cor 2, 12-13). Como percibimos según la experiencia humana podemos ser “persona humana no espiritual”-“persona humana animal” en cuanto que actúa únicamente según sus facultades humanas, y es incapaz de ver más allá de las cosas de la tierra. En cambio, la “persona humana espiritual”, es el cristiano regenerado por la gracia de Dios y la presencia del Espíritu. Sus facultades son elevadas de tal forma que puede realizar acciones de valor sobrenatural.
Sabemos muy bien y aquí la experiencia de los santos nos lo testifican que la oración “se verifica en nuestra vida cuando dejamos actuar en nosotros al Espíritu de Cristo… Entonces comprendemos que con la oración no somos liberados de las pruebas o de los sufrimientos, sino que podemos vivirlos en unión con Cristo, con sus sufrimientos, en la perspectiva de participar también de su gloria. Muchas veces, en nuestra oración, pedimos a Dios que nos libere del mal físico y espiritual, y lo hacemos con gran confianza… En realidad, no hay grito humano que Dios no escuche… La oración no nos libra del sufrimiento, pero la oración nos permite vivirlo y afrontarlo con una fuerza nueva” (Benedicto XVI, Audiencia General, 16 de mayo 2012). En definitiva quien reza y ora nunca se angustiará y desesperará puesto que tenemos al mejor DULCE HUESPED de nuestra vida, al Espíritu Santo. ❏

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