Fiesta de San Ignacio de Loyola
Homilía pronunciada por el Arzobispo don Florencio Roselló, el pasado 31 de julio, en la iglesia de La Inmaculada, del colegio de los Jesuitas de Pamplona, con motivo de la fiesta de San Ignacio de Loyola.
Queridos jesuitas, queridos hermanos y hermanas que participamos en esta celebración de San Ignacio de Loyola.
“Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir. Has sido más fuerte que yo y me has podido”. Esto nos ha dicho Isaías en la primera lectura. Y creo que de alguna manera muchos de los que estamos aquí podríamos decirlo. En nuestra vida ha habido un momento clave que nos ha marcado, que ha cambiado el rumbo de nuestra vida. Unos en el seguimiento de Jesús en la vida religiosa o sacerdotal, otros en la participación más cercana y comprometida con la Iglesia. Otros con nuestra vuelta a la Iglesia.
Ignacio, joven con un futuro prometedor, guerrero incansable, dado a la fantasía y a la buena vida en los palacios de Arévalo y Nájera, no tenía límites. Hasta los 26 años de su edad fue hombre dado a las vanidades del mundo y principalmente se deleitaba en ejercicio de armas con un grande y vano deseo de ganar honra. Como San Pablo, como San Agustín, Ignacio de Loyola también tuvo su caída del caballo, y en 1521, también tuvo su noche oscura, tuvo su punto de inflexión y de la mano de Dios vio la luz y su vida cambio de rumbo de manera radical
Fue Pamplona quien le despierta a la nueva vida, a la que Dios le había preparado, diferente a sus sueños. Este cambio se produce en 1521 al caer herido en la batalla de la defensa de Iruña del ataque de los franceses. Es herido en una pierna y su vida de gloria mundana se tambalea. En su convalecencia en la Casa Torre de Loyola, se convierte a Dios leyendo Vita Christi, y Vida de santos. Dicen sus biógrafos porque en aquella casa no había libros de batallas y caballerías que a él le gustaba leer. Y se deja seducir por Cristo, su vida le impacta. Cristo es más fuerte que él, más fuerte que la guerra, más fuerte que la gloria, más fuerte que todas las consideraciones de la gente que le rodeaba. El Señor seduce a Ignacio y éste se deja seducir.
Su conversión fue tan profunda, que después de las lecturas espirituales quiere vivir de forma literal la vida de Jesús, y promete ir a Jerusalén para experimentar e imitar al mismo Jesús. Ignacio tardó tiempo en descubrir que “seguir a Jesús” no significa repetir tal cual su estilo de vida sino dejarse invadir por su Espíritu para ser conducidos por él en cada tiempo y lugar. Ignacio, antes de ser un maestro en la vida espiritual, fue un discípulo que aprendió sufriendo. Quizá por eso sus enseñanzas conservan validez. A la vez quiere purgar su vida anterior y para redimirse de todos sus excesos inicia una serie de ayunos, penitencias, abstinencias y vigilias que acabaron por quebrarle la salud. Dios le pedía un cambio de vida, una mirada al futuro, no un camino de penitencia. Una mirada misericordiosa, amplia, que primero cambiase su propia vida y luego ayudase a otros a encontrarse con el Señor. Un cambio de vida que tuviese futuro. Un cambio que ayudase a reformar la Iglesia.
Cuando Ignacio comprende cuál es la verdadera conversión, descubre que ésta le lleva al discernimiento de ver la voluntad de Dios en su vida. No siempre bien entendida, al principio dio tumbos, creyendo su deber de imitar literalmente la vida de Jesús. En su conversión, y sobre todo en la fundación de la Compañía de Jesús Ignacio lo concibe “todo para la mayor gloria de Dios”. He leído que esta frase se encuentra en las Constituciones de la Compañía de Jesús 259 veces, casi está en todas las páginas. Es como una obsesión. Una respiración constante, que da unidad a toda su peregrinación en la vida. Y esta obsesión o planteamiento de vida es nuestro mayor testimonio que podemos ofrecer al mundo. Dios en el centro de mi vida. Y como San Pablo en la segunda lectura, Ignacio, después de su conversión, fue un fiel imitador de Cristo. San Pablo e Ignacio, dos conversos, dos fieles imitadores de Cristo.
No está descontada la pregunta para nosotros, ¿es Cristo el centro de mi vida? ¿Pongo verdaderamente a Cristo en el centro de mi vida? Porque existe siempre la tentación de pensar que estamos nosotros en el centro. Ignacio, antes de su conversión era el centro de su vida, y además pensaba que era el centro de la vida de mucha gente. Y cuando un cristiano se pone él mismo en el centro, y no a Cristo, se equivoca. Su vida es superficial, pasajera y sin sentido. ¿Todo lo que hago es para mayor gloria de Dios?, ¿o para mayor gloria mía?. Creo que Íñigo nos hace esta pregunta a todos nosotros, no solo a los jesuitas. Porque no olvidemos lo que nos dice Jesús en otro momento “no podéis servir a dos señores, porque aborrecerá a uno o amará al otro…no podéis servir a Dios y al dinero” (lc. 16, 13). Al final como Íñigo, “todo para mayor gloria de Dios”.
Ignacio ha sabido interpretar bien las palabras del evangelio que hemos escuchado, y haciéndose eco de ellas cuando escucha “si alguno no pospone a su padre, a su madre…no puede ser discípulo mío”. Ignacio dejó la vida militar, que según dice su autobiografía “se deleitaba en ejercicios de armas, con grande y vano deseo de ganar honra”, dejó una vida licenciosa y de lujos, “relata también su inclinación a los juegos y cosas de mujeres”. Ignacio, al caer herido en la batalla para defender Pamplona se plantea la vida y el futuro, y Dios la colma de bendiciones. Ignacio lo aprendió muy bien a través del “conocimiento interno del Señor Jesús”, es que el Reino de los cielos no es espectacular, sino que pasa por la cruz, por la renuncia y por opciones radicales y profundas. Coger la cruz es asumir mi realidad, mi historia, y convertirla en una historia de sanación, de salvación, como hizo Ignacio, como hizo San Pablo, como hizo San Agustín. Pasa por el evangelio, por la entrega, por los pobres. Ignacio también dedicó tiempo a las actividades apostólicas en Roma.
La vida de Íñigo es una existencia frenética. Por eso hay tantas personas y comunidades que le eligen como referente para vivir su fe, pues hay mucho donde escoger: ejemplos para la desolación, para la quietud, para la misión, para el discernimiento, para la incertidumbre, para la oración, para la tempestad, para la vida en comunidad, para la incomprensión, para el diálogo con el mundo, para la persecución. Tiempos para la reforma de la Iglesia donde en el centro esté Cristo, esté Dios.
Ignacio fue un peregrino en busca de sentido a su vida, en busca de reforma, en busca de centrar su vida. Especialmente en la segunda etapa de su vida, desde su conversión 1521, hasta la fundación de la Compañía de Jesús 1539. Como nos dice el Papa Francisco, los nuestros son también tiempos de “reforma”. “¡Cómo me gustaría una Iglesia pobre y para los pobres!”. No hay alternativa. Como hemos escuchado en el evangelio “cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío” (Lc. 14, 33). Ante poderes fácticos -no lo olvidemos- nuestra fuerza es de Dios. He aquí que San Ignacio -despojándose de cosas y sueños- comenzó a entregarse a la vida de oración y a la atención de los demás. En ese camino se le juntaron unos cuantos compañeros con los que fundó la Compañía de Jesús, ¡una fundación que ha canalizado incontables frutos dentro de la Iglesia!.
Queridos jesuitas, gracias por estar en nuestra diócesis, aquí en este colegio que tantas generaciones navarras han pasado por vuestras aulas. Gracias por vuestra presencia, testimonio y acogida en el castillo de Javier. Vuestra apertura es signo de comunión y de Iglesia que San Ignacio siempre quiso para la Compañía de Jesús y para la Iglesia. El poco tiempo que estoy en esta diócesis he visto que sois referente para la iglesia de Navarra.
Que Dios os bendiga
+ Florencio Roselló Avellanas O. de M.
Arzobispo de Pamplona y Obispo de Tudela