Homilía pronunciada por el Arzobispo don Florencio Roselló, el pasado 15 de agosto, en la catedral de Santa María la Real de Pamplona, con motivo de la fiesta de la Asunción de la Virgen María.

 

Queridos sacerdotes, hermanos y hermanas.

Hoy celebramos la fiesta de María, la fiesta de Nuestra Madre. La primera lectura del libro del apocalipsis no repara en calificativos y definiciones grandilocuentes, nos presenta a María como “una mujer vestida de sol, la luna bajos sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza” (Ap. 12, 1). Es María, la elegida por Dios, la que nos invita a esta fiesta mariana.

Media España está de fiesta, y es por María, aunque la verdad, mucha gente no sea consciente de la influencia de la Virgen en el sentir y celebrar de nuestro pueblo. Pero a pesar de todo me alegra, porque en cualquier rincón de nuestra geografía, hoy habrá una misa, una procesión, un canto, una jota, una aurora, un acto en honor a la Virgen.

Celebramos que María no ha sido tocada por el género humano, que ha sido preservada de pecado, de corrupción, y es ascendida al cielo en cuerpo y alma. Dios quiso distinguirla desde su nacimiento hasta su muerte de esta manera singular. Preservarla del pecado, de la contaminación humana, quiso que fuera la mujer y madre diferente. María es inmaculada, es la elegida, es la preservada, es la anunciada.

Y aunque María es elevada al cielo, vivió en la tierra, cerca de los suyos. Comprometiéndose, acercándose. En el evangelio que hemos escuchado vemos a María que deja su casa, no mira su embarazo y se dirige a casa de su prima Isabel, ya mayor, y que está embarazada. Se pone en camino para ir a casa de su prima Isabel. María adopta un segundo plano, no es el centro, lo es su prima Isabel. Necesita ayuda, apoyo. María, también embarazada ve que es su prima la que necesita más ayuda, más cercanía. Esta visita abruma a Isabel, por eso le dice “¿quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?” (Lc. 1, 43). Isabel no se siente digna, no se cree merecedora de que María la visite. Pero es más que una visita, no es una visita de cumplimiento, esta visita supone una implicación, un compromiso, nos dice el texto “se quedó con ella unos tres meses y volvió a su casa” (Lc. 1, 56).

Esta visita de María a su prima Isabel embarazada, es una apuesta y una defensa de la vida humana. María va a casa de su prima, no a visitarla porque sea su prima, no a quedar bien, sino porque está embarazada, lleva una vida en su vientre, está mayor, y necesita cuidados. Lo que importa es la vida humana que Isabel lleva en su interior. Le quiere ayudar, quiere que el niño que lleva en su vientre nazca bien, de hecho, la visita de María es alegría para todos, para Isabel y para el propio niño que lleva en su vientre cuando el texto dice “la criatura saltó de alegría en mi vientre” (Lc. 1, 44). El evangelio pone en el centro de la visita, a la vida humana, la vida concebida, la vida que va a nacer. Lo hace ante la tentación de ir contra el no nacido, contra la vida del niño concebido. Defiende el derecho a la vida. Con María ascienden también a los cielos todos los no nacidos, todos los concebidos que no han visto la luz. La visita de María a su prima es poner en el centro la vida humana, la concebida, la no nacida todavía, y preservarla de toda maldad. María se coloca frente a los que no dejan nacer a la vida concebida.

Pero María va más allá, y al igual que defiende la vida concebida, la vida del no nacido, quiere hacer justicia con el nacido, con el que sí ha visto la luz, pero que no se ha tenido en cuenta su dignidad ni sus derechos humanos. Defiende la dignidad y humanidad del nacido. María no se desentiende de lo terreno, de lo humano, de lo pequeño, de lo que no cuenta.

María, cuando está en casa de su prima Isabel, hace un canto de los nacidos, pero a los que su dignidad humana no ha sido reconocida, no ha sido tenida en cuenta. En el evangelio que hemos escuchado María presenta a los pobres como los preferidos del Señor. Recuerda a los pobres, también a los hambrientos, a los siervos. Si María hiciese hoy este cántico, en nuestro siglo XXI recordaría a los inmigrantes, a las mujeres maltratadas, a los presos, a los enfermos, a las personas mayores solas, a los parados, a los niños maltratados. María canta y pide a Dios justicia para los siervos, para los humildes. Porque el nacido tiene derecho a una vida justa. Es injusto traer una vida al mundo sin reconocerles sus derechos.

En este cántico que María expresa en la visita a su prima Isabel, tiene un sueño. Y es que el orden mundial se altere, que los conceptos que tenemos, de valores, de los primeros, de los importantes, queden en un segundo plano, y sea lo que no cuenta, lo tirado del mundo, lo marginado, lo que ocupe su preferencia. María sueña cuando Dios “dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y a los ricos los despide vacíos” (Lc. 1, 51-53). Sueña con un mundo donde los pobres sean rescatados de su pobreza, donde los extranjeros sean acogidos, los marginados sean integrados en la sociedad. El Magníficat de María es un canto revolucionario, mucho más que todos los nuevos profetas de nuestro tiempo, que se dicen progresistas. María sueña que el mundo que Dios quiere, los poderosos, los ricos, los que ganan siempre, estén abajo, y los pobres, los sencillos estén arriba, en el poder.

Reconozco que este cambio de paradigma es difícil. Que los pobres gobiernen y los ricos estén abajo resulta complicado. Por eso le pido a María que en su ascensión se lleve, a los sencillos, a los pobres, a los niños no nacidos. Que con ella asciendan también los inmigrantes, los presos, las mujeres maltratadas. En esa ascensión con María, vamos muchos de nosotros que soñamos un mundo más justo, más humano y más solidario. Hoy María se presenta como la madre de todos, pero especialmente de los protagonistas del Magníficat, de los pobres.

Feliz día de la Asunción.

 

+ Florencio Roselló Avellanas O. de M.

Arzobispo de Pamplona y Obispo de Tudela

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