Un viaje inesperado (y II)

En nuestra visita a Guatemala de la mano de Manos Unidas tuvimos la oportunidad de visitar, a unas dos horas de la capital, una comunidad indígena que llevaba tiempo protestando pacíficamente porque el gobierno había aprobado una explotación minera dentro de su territorio sin consultarles previamente ni calibrar convenientemente el perjuicio que podía causarles a medio y a largo plazo. Disfrutamos escuchándoles, manifestándoles nuestra cercanía y celebrando con ellos una Eucaristía al aire libre. No se trata de un caso aislado. El gobierno está concediendo numerosas licencias de explotación minera por todo el país con demasiada “alegría” y sin tener suficientemente en cuenta a los más directamente afectados por las mismas.
Visitamos también otra comunidad indígena en el valle de Polochic, a unas cuatro horas de Cobán (Alta Verapaz). Se trataba de víctimas de otro de los grandes problemas que se dan en la zona rural: el de los monocultivos y el acaparamiento correspondiente de tierras que suelen realizar sus promotores, por las buenas o, a veces, por las malas.
A todo esto hay que sumarle la triste realidad del narcotráfico, sobre todo en las zonas fronterizas con México, Honduras y el Salvador, que acrecienta los problemas, ya endémicos en el país, de corrupción y violencia.
Sendas reuniones con los obispos de Guatemala, por un lado, y con los embajadores de las naciones a las que pertenecíamos, por otro, nos aportaron valiosa información suplementaria sobre todas estas cuestiones.
Lo que, en sí mismo, es una gran riqueza, es decir, la variedad de culturas, razas y lenguas presentes en el país, no siempre se percibe así. Existe una clara fractura entre el mundo rural, mayoritariamente indígena, y el mundo urbano, especialmente, la capital. Estos dos “mundos” viven bastante de espaldas. Habría que favorecer el establecimiento de puentes entre ambos; también entre los mismos pueblos indígenas. Habría que favorecer el conocimiento, el respeto y el aprecio mutuos. Es una labor de filigrana, pero hay que trabajar para hacer posible que los indígenas se vayan beneficiando de las ventajas de la modernidad, poco a poco, con discernimiento, sin perder su identidad cultural. Se trataría, creo, de evitar dos extremos igualmente peligrosos: el de la pretensión de conservar “incontaminadas”, como en una campana de cristal, las culturas indígenas (pretensión poco realista) y la de ignorarlas, despreciarlas o, incluso, maltratarlas.
En la ingente labor pendiente de reconciliación, en todos los niveles, de promoción de la justicia y defensa de los derechos de campesinos, indígenas y pobres es muy importante la labor desarrollada por Manos Unidas y las asociaciones locales con quienes trabaja. También es crucial el anuncio explícito de la Buena Noticia. Anuncio que será efectivo en la medida en que sea protagonizado por testigos auténticos del Evangelio entero, con toda su fuerza provocadora y su poder regenerador.
¿Qué puedo hacer yo? ¡Tantas cosas! Pide al Espíritu Santo y verás cómo te ilumina. Me limito, antes de terminar, a señalar dos pistas: la oración y el desprendimiento. Recordemos que no somos dueños absolutos de nuestros bienes, sino meros administradores que un día habremos de rendir cuentas ante el Señor.
Por eso la Escritura nos urge a vivir sobriamente, es decir, gastando lo necesario y reservando una parte de nuestros ingresos para los pobres y otra para a la Iglesia. Esto vale también a la hora de hacer el testamento. Cuando hacemos caso comprobamos la verdad de las palabras de Jesús cuando nos dice: “Hay más dicha en dar que en recibir” (Hc 20, 35).
+ Juan Antonio Aznárez, Obispo auxiliar Pamplona-Tudela