Homilía pronunciada por el Arzobispo don Florencio, en la Catedral de Tudela el día 26 de marzo y en Pamplona el día 27 de marzo, con motivo de la Misa Crismal

 

Queridos hermanos sacerdotes, diáconos, seminaristas, vida consagrada y laicos de esta Iglesia que peregrina en Navarra. Recuerdo de manera especial en esta celebración a D. Francisco Pérez, que durante muchos años ha presidido esta celebración. Él, desde Málaga nos recuerda y reza por nosotros. Le agradezco lo mucho que ha dado por esta Iglesia de Navarra.

En esta celebración, vivimos un adelanto del Jueves Santo, hacemos memoria de que Jesús nos amó hasta el extremo (cf. Jn. 13, 1), y, sobre todo, recordamos el día feliz de la Institución del sacerdocio y el de nuestra propia ordenación sacerdotal. Jesúsek béte-betéan maitátu gintúela ekártzen dúgu gáur gogóra, bái etá apéz bokázioa opáritu zigúla.

Celebramos este día con alegría y gozo sacerdotal, ¡es nuestra fiesta de sacerdotes! Esta alegría no es solo de nosotros los sacerdotes, sino también de todo el pueblo fiel, del cual es llamado el sacerdote para ser ungido, como nos hablan las lecturas de hoy, y al que es enviado para ungir.

Celebro con alegría, también con mucho respeto, mi primera misa crismal como arzobispo de Pamplona y obispo de Tudela. He podido compartir con todos los sacerdotes de la diócesis en los retiros de Cuaresma. Ha sido un regalo el poder veros, saludaros, hablar y escuchar vuestras voces. Reflexionar, orar juntos ha sido un regalo. Esos momentos me han ayudado a conocer mejor nuestra Iglesia diocesana. Y, sobre todo, me ha ayudado a empezar a conoceros más y de esta forma amaros más. Tenemos un presbiterio por el que vale la vida entregar la vida, y en esta misa crismal os digo, que para eso he venido, a entregarme por todos los sacerdotes.

Esta Misa Crismal no es una celebración privada, aunque pareciera que pueda estar centrada en el sacerdote, porque celebramos la institución de la eucaristía y del sacerdocio. Pero quiere ser pública y abierta a todo el pueblo de Dios de nuestra diócesis de Pamplona y Tudela. Estamos convocados todos: los sacerdotes con nuestro ministerio vivido y celebrado, los religiosos con la riqueza de los carismas que ilumina a la Iglesia, y los laicos con el compromiso de su bautismo que le empuja a vivir su fe en el mundo. Hoy todos somos convocados en torno al Obispo para manifestar nuestra comunión, pero sobre todo nuestro compromiso con la Iglesia y la sociedad que vive y peregrina en Navarra. Es un acto público en el que queremos ser transparentes, claros, y que el mundo, la sociedad nos vea.

Y públicamente voy a consagrar el Santo Crisma y bendeciré los óleos, que expresa la comunión del obispo con los sacerdotes. Con el Santo Crisma consagrado por el obispo se ungen los recién bautizados, los confirmados son sellados, y se ungen las manos de los presbíteros, la cabeza de los obispos y la iglesia y los altares en su dedicación.  Con el óleo de los catecúmenos, éstos se preparan y disponen al Bautismo. Con el óleo de los enfermos, estos reciben el alivio en su debilidad y enfermedad. Hoy somos testigos de esta bendición que luego acompañará el caminar de todos los cristianos en nuestra diócesis.

La misa crismal que estamos celebrando es una oportunidad privilegiada para volver al primer amor (cf. Ap. 2, 4). Es un momento gozoso de volver al día de nuestra ordenación sacerdotal.  Krísma-méza honék hasiérako maitásuna berréskuratzeko aukéra emáten dígu. Es volver a preguntarnos qué es lo que me trajo al sacerdocio, cómo fue mi sí a Dios. Como fue mi respuesta ante la llamada de Dios. Es una oportunidad privilegiada para detenernos a reflexionar sobre nuestra razón de ser sacerdote. Sobre nuestras motivaciones iniciales. Es bueno renovar nuestro sí, nuestra vocación, para así responder mejor a los retos que en cada momento se presentan a la Iglesia y a nuestro ministerio. Es importante que nos preguntemos cómo fue nuestra llamada, y sobre todo cómo fue nuestra respuesta. Recordemos nuestra ordenación sacerdotal, la imposición de manos del Obispo y la unción en nuestra cabeza. Recordar qué sentí en la imposición de manos. Cada año, en la Misa Crismal, estamos llamados a renovar nuestra llamada. Estamos llamados a recordar que hay que vivir la vocación día a día, a cuidarla, a regarla, mimarla, no podemos relajarnos.

Queridos hermanos sacerdotes. Ser sacerdotes es una gracia, y una gracia muy grande que no es solo para nosotros, sino también para la gente, y para el pueblo es un gran don el hecho de que el Señor elija, de entre su rebaño, a algunos que se ocupen de sus ovejas de manera exclusiva, siendo padres y pastores. El Señor no sólo nos ha elegido de aquí y de allá, de nuestros pueblos, ciudades, familias, sino que además ha derramado en nosotros la unción de su Espíritu, el mismo Espíritu que descendió sobre los apóstoles. Y nos ha ungido, nos ha marcado, señalado para una misión especial.

La primera lectura y el evangelio: Isaías (Is. 61, 1-3ª 6ª. 8b-9) y el evangelio de Lucas (Lc. 4, 16-21) nos recuerdan que somos ungidos. A partir de la unción comienza la predicación y capacita a Isaías y a Jesús a predicar y anunciar la Buena Nueva.  Cada uno de nosotros hoy podemos decir El Espíritu del Señor está sobre mí. Hoy hacemos nuestras las palabras de Isaías y de Jesús.  Hemos sido ungidos sin méritos, por pura gracia hemos recibido una unción que nos ha capacitado para ser padre y pastores en el Pueblo santo de Dios.

Pero ungidos para qué. El sacerdote es ungido para salir, para acompañar al pueblo fiel. Nos dice el Papa Francisco, que la tentación “asfixiante que acecha hoy a los agentes de pastoral, se sana tomándole el gusto al aire puro del Espíritu Santo, que nos libera de estar centrados en nosotros mismos” (E. G. 97). Ungidos para salir, para implicarnos, para pisar el barro de la vida y de la sociedad. El sacerdote que no sale de sí mismo, que se queda entre las cuatro paredes de la Iglesia se va convirtiendo en un mero gestor de servicios, en un mero funcionario. Algo que el Papa Francisco condena con dureza. Por eso en esta Misa Crismal queremos renovar nuestra vocación de ser evangelizadores en salida, de ser caminantes al encuentro del Cristo roto y abandonado que está en nuestras calles, pueblos y ciudades. Por eso es importante que la renovación de nuestras promesas sacerdotales la hagamos ente el pueblo fiel que nos acompaña, que sean testigos de la renovación de nuestro compromiso, y con esto les estamos emplazando a que un día, si nos ven flaquear, hacer, nos recuerden este momento. Esto es la comunidad de fe, ayudarnos y recordarnos nuestra consagración.

Y ungidos para quien. Isaías en la primera lectura y Jesús en la sinagoga nos recuerdan que la misión de Cristo, y por lo tanto nuestra misión como sacerdotes es evangelizar a los pobres. Es importante que nuestra eucaristía no acabe en el templo, sino que continúe fuera, en nuestra cercanía con los pobres, en nuestra caridad con los demás “el Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad y a los ciegos la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor” (Lc. 4, 18-20). Importante no centrarse solo en los que vienen a la iglesia. No dirigirnos solo a los que vienen a nuestras celebraciones. La misión de Jesús es evangelizar a los pobres, y si nuestra misión es la suya, también nosotros estamos llamados a evangelizar a los pobres.  “Quiero una Iglesia pobre para los pobres. Ellos tienen mucho que enseñarnos. Además de participar del sensus fidei, en sus propios dolores conocen al Cristo sufriente. Es necesario que todos nos dejemos evangelizar por ellos” (Evangelii Gaudium 198).

Reconozco que esta afirmación genera controversia ¡dejarnos evangelizar por los pobres!, nuestra superioridad moral e intelectual nos hacen alejarnos de este planteamiento. Pero yo he vivido esta realidad en primera persona. Por eso la invitación a dejarnos evangelizar por los pobres tiene fundadas razones. Lo primero que puede ayudarnos a entenderla es tener en cuenta que la evangelización se realiza ante todo con el testimonio de vida. En una ocasión San Francisco envió a predicar a sus hermanos con esta exhortación: “prediquen el Evangelio en todo momento y si es necesario usen las palabras”. La autenticidad y credibilidad de la acción evangelizadora se funda en un testimonio. Evangelizar es invitar a creer y creer es tomar como verdadero algo de lo que no tenemos evidencia empírica, pero a lo que asentimos porque le damos fe a quien lo propone. Sólo creemos si el testigo es creíble. Nuestra fe se funda en el testimonio que Cristo dio del amor del Padre. Él se comprometió en esa tarea al punto de dar su vida y se convirtió para nosotros en un “testigo digno de fe” (Ap. 1,5). Y no me resisto a citar a Pablo VI en la Evangelii Nuntiandi cuando dice se “escucha más a gusto a los testigos que a los maestros, y si se escucha a los que enseñan es porque dan testimonio” (41). Nuestra Iglesia no estará completa si no contamos con los pobres.

Aunque no os conozco mucho todavía, me preocupa vuestra vocación, vuestra pertenencia a la Iglesia, a nuestra diócesis. Por eso esta celebración es una renovada invitación a actualizar el don y sentimiento de nuestra pertenencia a la Iglesia, a nuestra Iglesia de Navarra. Me gustaría que esta celebración nos ayudase a disfrutar de la gracia de la fraternidad, por eso repetimos con el salmo “Ved qué dulzura, qué delicia, convivir los hermanos unidos” (sal 133). Deseo que todos sacerdotes estéis bien. Que os sintáis queridos y acogidos, primero en el presbiterio diocesano, y luego entre el pueblo fiel de nuestra diócesis. Hoy es un día para daros protagonismo, para deciros gracias.

Pero también es un día para animaros en vuestra vocación, en vuestro seguimiento y en vuestra entrega al pueblo de Dios que la Iglesia os ha confiado. Gáurko ospákizunak bizítza eskéintzera bultzátzen gáitu. Por eso me atrevo a deciros, que vuestra vocación se sostendrá si fijáis los ojos en él.  El evangelio de Lucas que acabamos de proclamar dice que toda la sinagoga tenía clavados los ojos en él (cf. Lc. 4, 20), en Jesús. El apocalipsis remarca “todo ojo lo verá, también los que lo traspasaron” (Ap. 1, 7). Esta mañana os invito a todos a clavar los ojos en Jesús, para que en él y por él mirar al don del sacerdocio que ha dejado a su Iglesia. Fijar los ojos en él es hacer su vida nuestra vida, sus palabras las nuestras. Fijar los ojos en Jesús es hacer nuestra la relación que tenía con el Padre, con el que hablaba, al que escuchaba.

Fijar los ojos en Él significa cuidar nuestra oración. En los evangelios leemos en muchas ocasiones que Jesús se retiraba “al monte” para orar a solas. También nosotros necesitamos retirarnos a ese “monte”, el monte de la oración. A algunos sacerdotes os he preguntado si hacéis oración, algunos me comentáis que sí, que buscáis momentos a solas para rezar, otros os sinceráis y me decís que las actividades pastorales os llenan y no os permiten esos momentos. Solo podremos entablar una relación personal con Cristo si buscamos ese encuentro personal en el silencio y en la soledad. Solo podremos desempeñar nuestro servicio y entrega pastoral si tenemos una vida interior plena de Jesús. No podemos trasmitir, comunicar algo que no tenemos. Evangelizar es anunciar la Buena Noticia, que primero hemos vivido en nuestro interior. Y creedme, se nos nota si predicamos lo que vivimos o simplemente somos voceros de una propuesta. El sacerdote debe de ser un hombre de oración. El mundo con su ruido, con su activismo, pierde el sentido de lo importante. Su actividad y sus capacidades son infructuosas si falla la oración, el encuentro personal con el Señor. Toda crisis vocacional comienza por el abandono o la tibieza de oración.

Cultivad la fraternidad sacerdotal. Buscaos unos a otros. Participad en las reuniones sacerdotales de la diócesis, de las zonas, de arciprestazgos, de las UAPs, de los amigos o compañeros sacerdotes, no hablo de director o acompañante espiritual, sino de hermanos en el sacerdocio. “Perseveraban en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones” (Hch. 2, 42). Cultivad la amistad sacerdotal, encontraros para pasear, para comer, para celebrar, para ser testigos juntos de vuestro ministerio sacerdotal. Que la gente os vea que os lleváis bien. Que seáis testimonio de una Iglesia comunitaria y fraternal.

Ser sacerdote significa convertirse en amigo de Jesús. Es la mejor definición que nos pueden hacer como sacerdotes, ser amigos de Jesús, “Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor, a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn. 15, 15). Pasar de siervos a amigos podría entenderse casi como la institución del sacerdocio. Porque nos encomienda todo: predicar en su nombre, curar en su nombre, de forma que podemos hablar en su nombre “en la persona de Cristo”. Amistad significa comunión de pensamiento y de voluntad. Es una comunión tanto de sentimientos como de actuar. Ser sacerdote significa convertirse en amigo de Jesús. Hoy, en esta Misa Crismal, venimos a renovar nuestra amistad con Jesús, a restañar nuestras heridas, nuestras caídas, para levantarnos y abrazar a Jesús.

Ser sacerdote es manifestar la alegría de nuestra consagración. Apéz izáteak gúre eskéintzaren póza erákustera erámaten gáitu. El Señor nos ha ungido en Cristo con óleo de alegría y esta unción nos invita a recibir y hacernos cargo de este gran regalo: la alegría, el gozo sacerdotal. Me viene a la mente el Cristo que está en la capilla del castillo de Javier. Lo vi en la segunda Javierada. Me llamó la atención, que Jesús está sonriendo en la cruz. Clavado, sufriendo y sonriendo. ¿Cómo puede sonreír ante tanto dolor? “Porque hay más alegría en dar que en recibir” (Hch. 20, 35). Cuando vi a Cristo en la cruz sonriendo se me iluminó la mente y pensé, aquí está la clave de la entrega, cuando uno se entrega, cuando ayudamos a salir al pobre, al necesitado, nos produce alegría, sonreímos, somos felices.  “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere queda infecundo, pero si muere da mucho fruto” (Jn. 12, 24) El mundo necesita ver la alegría de nuestra consagración, la alegría de nuestra entrega. Necesitan ver la alegría de la entrega, del compromiso.

En este día quiero mirar a nuestro seminario. El conciliar y el Redentoris Mater. Queridos seminaristas, ¡ánimo!, vale la pena decir sí a Dios, vale la pena entregarse por el evangelio El seminario es el corazón de la diócesis, es un signo de esperanza, que hay que cuidar, mimar y aumentar. Os pido queridos sacerdotes, que en nuestras parroquias y movimientos estemos atentos a la llamada de Dios que hace a los jóvenes, y que muchas veces ellos no detectan esta llamada. Que seamos sensibles al despertar vocacional de jóvenes, para que acompañándolos puedan un día decir sí a Dios como lo hicimos nosotros.

A los fieles que estamos aquí os digo, ¡cuidemos a los sacerdotes! Son humanos, tienen sentimientos que a veces no comprendemos o no los aceptamos. Recemos por ellos, hablemos con ellos, podemos preguntarles cómo están. ¡Y si veis que algo os preocupa de ellos decídmelo a mí! Soy nuevo y necesito la colaboración de todos.

Agradezco la asistencia numerosa de los sacerdotes a esta celebración. Es mi primera Misa Crismal, no sabía con quien me iba a encontrar. Eskérrik ásko, apéz anái maitéok, etórtzeagatik.Ver tantos sacerdotes junto a mí, me alegra, anima, y me lleva a renovar el compromiso que hice el día de mi ordenación sacerdotal el pasado 27 de enero. Un compromiso que lo resumía en servir. Quiero serviros y entregarme por cada uno de vosotros. Pero también quiero daros las gracias por vuestra entrega pastoral y en el ministerio. Gracias por vuestro servicio, por el mucho bien silencioso y escondido que hacéis. Gracias por el perdón y consuelo que hacéis en nombre de Dios. Algunos atendéis bastantes pueblos, os multiplicáis, hacéis maravillas para llegar a los verdaderamente importantes, el pueblo de Dios. Os admiro y a algunos me gustaría aliviaros las cargas. Entiendo y comprendo que algunos estéis cansados. Contar siempre con la gracia de quien nos llamó y siempre será fiel. Si fijamos los ojos en él, nunca nos abandonará.  Contad también con la cercanía fraterna del presbiterio, cultivad la fraternidad sacerdotal. Contad con la ayuda de la comunidad cristiana y sobre todo contad conmigo, con el obispo. Quiero ayudaros a llevar la cruz, que se transformará en gloria.

Termino ya recordando también a los sacerdotes de nuestro ministerio que no han venido. Primero a los fallecidos durante este año. También pienso en los misioneros que están fuera de Navarra llevando el evangelio hasta los confines del mundo. Recuerdo de manera especial a los enfermos y se encuentran mal, que sientan la comunión de este presbiterio. Y también a los sacerdotes que no han querido venir o no se encuentran bien vocacionalmente, que sientan también la fraternidad sacerdotal y la fuerza del Espíritu en su vida y en su vocación. Feliz Semana Santa para todos.

Con mi bendición

+Florencio Roselló

Arzobispo de Pamplona y Obispo de Tudela

Comparte este texto en las redes sociales
Esta web utiliza cookies propias y de terceros para su correcto funcionamiento y para fines analíticos. Contiene enlaces a sitios web de terceros con políticas de privacidad ajenas que podrás aceptar o no cuando accedas a ellos. Al hacer clic en el botón Aceptar, acepta el uso de estas tecnologías y el procesamiento de tus datos para estos propósitos. Ver
Privacidad