Homilía pronunciada por el Arzobispo don Florencio Roselló durante la celebración de Viernes Santo, en la Catedral de Pamplona, el pasado 29 de marzo

 

¡Mirad, mi siervo tendrá éxito, subirá y crecerá mucho! (Is. 52, 13).  ¿Éxito? ¿Subir? ¿Crecer? En el momento de preparar esta homilía miraba una cruz que tengo en mi despacho, tal y como hemos escuchado en la primera lectura de Isaías. Mirar al Cristo del Viernes Santo no es una mirada morbosa, por muy dura y sangrienta que pueda parecer la cruz, sino a mayor dureza en la expresión, mayor entrega y amor. Es una mirada de admiración por la entrega.

Es cierto, cuanto más miro la cruz, más me lleva a gritar ¡cuánta humanidad entregada! ¡cuánta humanidad redimida! ¡cuánta humanidad esperanzada en la cruz!. Una cruz que provoca un grito desgarrador, un grito que resuena en la historia, y que acabamos de oír: Hacia las tres de la tarde, Jesús gritó con voz potente: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mt. 27, 46). En este grito están todos los gritos de la humanidad que sufren cargando muchas cruces. Cristo asume todas estas cruces y las hace suyas, a más cruces más rostro desfigurado.

En este momento, hoy Viernes Santo, somos conscientes que la cruz habla por boca de Jesús. La cruz tiene vida y nos deja mensajes. Hoy veo tres mensajes que me trae a la mente, tres palabras que dan vida a la cruz.

 La primera palabra que me evoca la cruz es AMOR. “tanto amó Dios al mundo que entregó a su único hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn. 3, 16). Esta cruz es la sepultura del amor, la imagen del amor. Dios entrega a su hijo, porque nos quiere, y nos quiere como somos. Esta cruz y todas cruces simbolizan el amor entregado, amor gastado, amor generoso y compartido. Sino hay amor, Jesús no muere en la cruz, no muere de esta manera tan cruel, tan bruta. No hay dinero para pagar este gesto de entrega. Por dinero no se hace este gesto. Uno puede morir por amor, pero por otra razón o causa no. Y lo hace a la vista de todos, para que lo veamos. Los judíos lo hacían para que sirviese de escarmiento. Jesús lo hace para que sirviese de ejemplo de entrega y amor.

La segunda palabra que la cruz me evoca es PERDÓN, “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc. 23, 34). Jesús, en el lecho de dolor, en la cruz, perdona. Y sé que hablar de perdón en nuestros tiempos es complicado. Todas las noticias que escuchamos en los medios son de guerras: Ucrania, Gaza, en África, atentado en Moscú, todo es guerra y parece que el perdón ha desaparecido de nuestro horizonte cercano. Ante la falta de entendimiento optamos por la violencia, la guerra, nunca por el perdón y por el diálogo.

Pero, perdonar es dar una nueva oportunidad a levantarse y comenzar una nueva vida. Perdonar es desterrar orgullo, soberbia y arrogancia. Perdonar es apostar por el diálogo, por la palabra. Perdonar es ponerse en la piel de la otra persona y entender sus circunstancias. Perdonar es reconocerse que uno también necesita de perdón, de cambio de vida. Perdonar es mirarse a los ojos y abrazarse. La cruz nos habla en este lenguaje. Nos habla de volver a empezar.

La tercera palabra que la cruz me trae a la mente es: MADRE. Aquí es donde realmente recibimos a nuestra Madre. Sin cruz no hay Madre, no hubiésemos recibido a María como Madre nuestra. “Jesús, al ver a su madre y cerca al discípulo al que quería, dijo a su madre: ¡Mujer, ahí tienes a tu hijo!, luego dijo al discípulo, ¡Ahí tienes a tu madre!, y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa”. (Jn. 19, 26-27). Reparemos en la cuenta que el texto nos dice, que “el discípulo la recibió en su casa”, es decir como su madre. Recibir a alguien en casa es hacerlo suyo, es hacerlo de su propia familia. Y el discípulo la recibe en su casa, en ese momento pasa a ser su madre, nuestra Madre. En momentos duros como es la cruz, Jesús nos regala lo que más quiere, su Madre. Podemos adivinar la gran fuerza que tuvo que demostrar para realizar este gesto.

Pero la cruz no terminó con Jesús, su entrega nos redimió. Pero todavía quedan muchas cruces donde inocentes, como Jesús, están siendo crucificados, sufriendo la incomprensión y violencia de una sociedad que no respeta la persona.  Como cristianos, como Iglesia debemos ayudar a llevar las cruces de la vida. El Viernes Santo nos recuerda que también hoy hay inocentes condenados a muerte, muchas personas cargando con cruces de la vida que ellos no han elegido: enfermos, mujer maltratada, extranjeros, presos, niños explotados laboralmente, niños a quien le niegan el derecho a nacer. Caídos por hambre, por el abandono, abatidos por las faltas de oportunidades sociales, abatidos por la pérdida de toda esperanza, clavados en la cruz de situaciones de vida indignas que no eligieron o que no logran cambiar, despojados de sus derechos como personas y como ciudadanos. Hombres y mujeres invisibles de nuestras calles. Cruces de cristianos que son perseguidos por ser cristianos, Nicaragua clama justicia, clama libertad por expresar y vivir su fe.  Las cruces del mundo son nuestras cruces.

Ante esta situación el mundo necesita cirineos, generosos y solidarios, que ayuden a llevar las cruces de la injusticia y la humillación y verónicas que limpien rostros desfigurados por el dolor y sufrimiento. La celebración no nos puede dejar indiferentes, nos debe de tocar lo más profundo de nuestro corazón y abrazar la cruz de nuestros hermanos que están sufriendo. Como ya dije en Javier “hay más alegría en dar que en recibir” (Hch. 20, 35). Pero también hemos de no ser cruces para los demás. Hay actitudes, comportamientos y palabras nuestras que son cruces para otras personas. No ser cruces, no ser cargas para los demás también ayuda a vivir el Viernes Santo.

Viernes Santo, día de adorar de la cruz, de sobrecogerse ante tan generosa entrega, de admirarme cómo tanto dolor ha podido redimir al mundo. Día de contemplación, pero también día de acción, de compromiso a llevar las cruces de mis hermanos que sufren en soledad. Jesús ha traído la cruz hasta aquí, y a muerto en ella. A partir de aquí, del Viernes Santo, nos toca a nosotros.

 

+ Florencio Roselló

Arzobispo de Pamplona y Obispo de Tudela

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