Madres e hijos, con los pies en la tierra

Publicado en el SEMANARIO LA VERDAD, número 4164 (26 de abril de 2019)

Desde hace dos lustros, cada 22 de abril se conmemora el Día Internacional de la Madre Tierra, a propuesta de la Organización de las Naciones Unidas, para poner de relieve la interdependencia existente entre los seres humanos, las demás especies vivas y el planeta que todos habitamos. Para este décimo aniversario se convocó en Nueva York un nuevo diálogo sobre “Armonía con la Naturaleza”, centrado en el papel de la tierra en la educación sobre el cambio climático.

Alejándonos de cualquier concepción idolátrica de la “Madre Tierra”, como denuncia san Pablo: adoraron y sirvieron a la criatura en lugar del Creador (Rom 1, 25), deseo volver a esta Jornada para compartir algunas reflexiones sobre el cuidado de la casa común, desde la óptica que enfoca la Tierra como espacio de acogida y convivencia y no como lugar para ejercer un consumismo compulsivo o desplegar una codicia avasalladora. La experiencia que todos tenemos de lo que significa una madre nos ayuda a reflexionar sobre la situación de nuestro planeta.

La madre nutre. Este hecho es básico para cualquier persona, desde los nueve meses uterinos en que es alimentada a través del cordón umbilical, al tiempo posterior en el que la lactancia materna permite que el bebé crezca y se desarrolle. La Tierra también nos ofrece sustento, nos nutre con su fecundidad, pero el sistema actual impide que ese alimento llegue a todos sus hijos. En la exhortación Evangelii gaudium, el Papa Francisco citaba a los obispos del Brasil, que se hacen eco del sufrimiento de los pobres: “Viendo sus miserias, escuchando sus clamores y conociendo su sufrimiento, nos escandaliza el hecho de saber que existe alimento suficiente para todos y que el hambre se debe a la mala distribución de los bienes y de la renta. El problema se agrava con la práctica generalizada del desperdicio” (n. 191).

En segundo lugar, la madre cobija y crea un hogar. Al mismo tiempo que alimenta, la madre da afecto, genera vínculos y permite experimentar lo que los psicólogos llaman la “confianza básica”. Es decir, la madre favorece un ambiente cálido y hospitalario. De manera semejante, la Tierra es un hábitat único y excepcional que ha permitido el surgimiento de la vida. Eso supone un delicado equilibrio de temperatura, oxígeno y agua, entre otras cosas. La alteración del clima y del ambiente por una actuación humana irresponsable y egoísta “es un problema global con graves dimensiones ambientales, sociales, económicas, distributivas y políticas, y plantea uno de los principales desafíos actuales para la humanidad” y, especialmente, para los más pobres y desfavorecidos de la tierra (Laudato Si’, n. 25). Un influjo descontrolado del hombre amenaza seriamente el equilibrio de los ecosistemas y las posibilidades de que nuestro planeta siga proporcionando un cobijo habitable para todos.

La madre atiende a cada hijo de modo diferente. Esta tercera observación la hemos podido experimentar todos, pero especialmente quienes hemos crecido en una familia numerosa. Es claro que no requiere la misma atención una criatura de meses que un adolescente; un bebé que un anciano; un infante con fiebre que una joven embarazada; una estudiante brillante que un muchacho expulsado de la escuela. Cada cual requiere lo suyo, es decir, una atención específica y personal, y una madre se la proporciona. La Tierra también nos invita a reconocer la diversidad biológica y cultural, como elemento esencial de la vida que compartimos. Por eso, el Santo Padre advierte de los riesgos que entraña la pérdida de la biodiversidad (Laudato Si’, nn. 32-42), al tiempo que invita a “prestar atención a las culturas locales a la hora de analizar cuestiones relacionadas con el medio ambiente” (Laudato Si’, n. 143).

Además, la madre protege a los más débiles de un modo particularmente intenso. No es solo que la madre reconozca la diversidad de su familia, sino que mira con especial cuidado a quienes más apoyo puedan precisar. Por eso, para los cristianos, “hay un signo que no debe faltar jamás: la opción por los últimos, por aquellos que la sociedad descarta y desecha” (Evangelii gaudium, n. 195). Y es que “para la Iglesia la opción por los pobres es una categoría teológica antes que cultural, sociológica, política o filosófica” (Evangelii gaudium, n. 198). Esa categoría teológica y esa experiencia espiritual debe concretarse en acciones comunitarias a través de las que “se cuida el mundo y la calidad de vida de los más pobres, con un sentido solidario que es al mismo tiempo conciencia de habitar una casa común que Dios nos ha prestado” (Laudato Si’, n. 232).

Inspirándonos en todo lo que hemos dicho acerca de las madres y de la Tierra, la Jornada que hemos celebrado nos ofrece claves valiosas paracuidar de nuestro planeta con esmero y solicitud, con el altruismo que caracteriza a una madre, sobre todo cuando vemos zonas enteras de nuestro entorno deterioradas, cuando percibimos en nuestros días enormes problemas de contaminación, sequedad, deforestación, acidificación del terreno, etc. En la casa que nos acoge a todos observamos grietas, espacios inhóspitos, ambientes viciados e irrespirables. Ante esto la respuesta no estriba en declinar responsabilidades, acusar a otros de las carencias detectadas o cerrar los ojos. Hemos de actuar mancomunadamente y hacerlo con urgencia. En vez de explotar nuestro planeta sin piedad, el Papa Francisco nos anima a cambiar de rumbo. Tenemos que convencernos de que “cuidar significa proteger, custodiar, preservar, guardar, vigilar. Esto implica una relación de reciprocidad responsable entre el ser humano y la naturaleza” (Laudato Si’, n. 67). Es necesario, pues, que cultivemos, de forma coordinada, sistemática, eficaz y sabia, diversas actitudes que movilicen un cuidado generoso y lleno de ternura del medio ambiente. Es imprescindible una actitud que implique “gratitud y gratuidad, es decir, un reconocimiento del mundo como un don recibido del amor del Padre” (Laudato Si’, n. 220). Todo lo que aprendimos y recibimos de la madre, debemos ponerlo en práctica con la Tierra. Si lo hacemos, ella nos devolverá positivamente el ciento por uno.

En definitiva, de algún modo esta Jornada de reflexión nos ayuda cada año a reconocer que “todo está relacionado, y [que] todos los seres humanos estamos juntos como hermanos y hermanas en una maravillosa peregrinación, entrelazados por el amor que Dios tiene a cada una de sus criaturas y que nos une también, con tierno cariño, al hermano sol, a la hermana luna, al hermano río y a la madre tierra” (Laudato Si’, n. 92). Ojalá sepamos vivirlo con compromiso y creatividad, con desprendimiento y solidaridad. Encontramos aquí el camino obligado para dejar a un lado hábitos tan nocivos, y por desgracia frecuentes, como la avidez, el egocentrismo y la indiferencia, de donde brota el quejido de los pobres, así como el clamor de la Tierra, a la que debemos considerar como madre y no sierva.

Fernando Chica Arellano
Observador Permanente de la Santa Sede ante la FAO, el FIDA y el PMA

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