El Evangelio está lleno de sorpresas. En la liturgia del próximo domingo leemos un pasaje del evangelio en el cual el evangelista Mateo nos cuenta su primer encuentro con Jesús. El era recaudador de impuestos y recaudaba para los extranjeros ocupantes. Su oficio y su persona no estaban bien vistos por los judíos piadosos. A pesar de todo Jesús se fija en él y lo llama. Fue un Apóstol, un mártir, un santo.

Los judíos bienpensantes se extrañan y protestan. ¿cómo es que vuestro maestro come con esa gente? La respuesta de Jesús es directa y desconcertante: he venido a buscar a los pecadores, no a los justos. Aprended de una vez lo que significa la misericordia. Hay en estas palabras de Jesús muchas cosas para pensar.

Podemos preguntarnos quiénes eran más pecadores, si Mateo que se ganaba la vida como podía pero estaba dispuesto a dejarlo todo, a cambiar de vida, y seguir al Señor, o los puritanos que se creían muy justos y se escandalizaban de la conducta de Jesús, pero no querían aceptar su palabra ni sus llamadas.

En nuestro mundo las palabras de Jesús resultarían extrañas, pues entre nosotros ya no se usa la palabra “pecadores”. No se habla de pecadores ni de pecado. Como si todos fuéramos justos. Es una muestra más de lo perdidos que estamos. En una concepción de la vida donde no se cuenta con Dios, en la que cada uno es dueño absoluto de su vida y no reconocemos nuestra relación de criaturas con Dios, es lógico que no se hable de pecado ni de pecadores. Cada uno vive y actúa según su mejor parecer y entender. Cada uno se declara justo a sí mismo sin someterse al juicio de Dios.

En un mundo sin Dios se pierde sin remedio el sentido de la justicia interior, de la verdad y rectitud de nuestra vida vista por dentro y desde dentro. Sólo las posibles agresiones contra la libertad o los derechos de los demás pueden ser denunciados como posible injusticia, pero ya no son pecados, porque se ha perdido el sentido de la responsabilidad religiosa delante de Dios. Esta debilidad de la conciencia moral es casi inevitable en una cultura sin Dios. Por eso es tan alarmante que sus efectos se generalicen también entre los cristianos. Por un proceso de impregnación espiritual corremos el riesgo de hablar, pensar y casi vivir como los que no creen en Dios. Hay que estar prevenidos.

Lo cierto es que si vivimos de verdad en relación con Dios, una relación de adoración y de fe, espontáneamente, nos sentiremos injustos, desagradecidos, faltos del amor y de la confianza que el buen Dios se merece, lejos del amor al prójimo que Dios nos pide, en una palabra, pecadores. Y gracias al reconocimiento de nuestras carencias interiores, nos pondremos en actitud de invocación, de espera y acogimiento de la salvación de Dios. A estos pecadores, que se reconocen como tales, y aceptan la ayuda de Dios por medio de N. S. Jesucristo es a los que Jesús se refiere cuando dice que ha venido a buscar a los pecadores. Los otros, los que se tienen por inocentes, los que no reconocen sus pecados, son también pecadores, pero se cierran ellos mismos a la ayuda de Dios. No sienten necesidad de que nadie les salve de nada. Les parece un agravio que alguien les diga que necesitan salvación. Aun así Dios los ama y Jesús buscará la ocasión para hacerles llegar algún rayo de luz que les haga ver la verdad de las cosas, la verdad de su propia vida.

Si lo pensamos bien, veremos que éste es un mensaje muy actual y muy realista. En un mundo tan duro, tan competitivo, tan egoísta como el nuestro, en grande y pequeña escala, ¿cómo podemos pensar que somos inocentes? Aquí nadie es inocente. Todos somos pecadores, a todos nos falta amor que es la única justicia verdadera, amor de Dios y amor del prójimo. La única inocencia posible es la del arrepentimiento, la de la invocación, la de la conversión permanente, siguiendo las inspiraciones del Señor, llevados y sostenidos por el Espíritu de Dios que habita en nosotros.

San Pablo completa nuestra reflexión diciéndonos que creyendo en Dios y confiando en El es como nos ponemos en el camino de la justicia interior y de la salvación. Jesús, muriendo en la cruz, nos reveló definitivamente la bondad y la misericordia de Dios, iluminó nuestra vida con la luz de la vida verdadera y así quebró el poder del pecado que nos tenía cautivos. Resucitando a Jesús Dios se manifestó definitivamente como el Dios de la vida, creyendo en El y liberándonos del poder del mal podemos esperar y alcanzar ya desde ahora la vida verdadera, santa y eterna. Un buen alimento para toda la semana.

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