El título puede parecer fuerte, casi ofensivo. ¿Acaso la hemos perdido? Pues a lo mejor sí. Pensemos un poco. Para los cristianos, la fiesta de Navidad es la celebración del nacimiento de Jesús en Belén. Un acontecimiento estrictamente religioso y central en la Historia de la salvación.

Celebrar la Navidad es agradecer a Dios el nacimiento de su Hijo, evocar la escena de la cueva de Belén, revivir en fe y oración la grandeza de aquel momento, adorar al Hijo de Dios hecho hombre para salvarnos, participar en los cantos de los ángeles, la adoración de los pastores, la profunda emoción de María y José.

Esta inmersión en el misterio del nacimiento de Cristo la celebramos los cristianos en la Misa de medianoche y del día de Navidad, en la alegría y los cantos de la liturgia y de la piedad popular, en las felicitaciones y celebraciones familiares y sociales.

Pero lo de ahora es diferente. Comenzamos un mes antes con las iluminaciones, los anuncios, la psicosis de las compras y los regalos, y nos metemos en unos días de frenesí, de consumismo, viajes, invitaciones y regalos, en los que el núcleo religioso de la fiesta y la vivencia personal y familiar del nacimiento del Señor quedan poco menos que olvidados, como si se tratara de un pretexto infantil del que ya no tenemos necesidad. Los viajes, las cenas, las reuniones de todas clases nos llenan el tiempo hasta el agotamiento. No quedan ganas ni tiempo para otra cosa.

Hay que reconocer que en nuestras ciudades y pueblos está desapareciendo no sólo la celebración familiar y tranquila de la Navidad, sino también la celebración religiosa de esta festividad que, junto con la de Pascua, es la fiesta central del calendario cristiano. ¿Qué tendríamos que hacer?

Ante todo dos aclaraciones. No pretendo de ninguna manera que volvamos a las celebraciones tranquilas de hace treinta o cuarenta años. La historia no se repite, ni vale la pena intentarlo. Tendremos que encontrar la manera de celebrar santamente la Navidad en las condiciones de la vida presente, en el contexto real de nuestra vida actual y futura. No se trata de nostalgias sino de autenticidades.

Y la segunda aclaración es ésta. Al recomendar y pedir que pongamos atención al modo cómo celebramos la Navidad, me refiero en primer lugar a los cristianos, a los que actualmente quieren seguir siendo católicos con libertad y convencimiento, no por rutina ni por costumbrismo, sino por el deseo de vivir adecuadamente el recuerdo y la celebración del gran misterio de nuestra salvación, el nacimiento del Hijo de Dios hecho hombre en el portal de Belén. He aquí unas cuantas sugerencias concretas.

Esta fiesta es tan importante que conviene prepararla un poco. La mejor preparación consiste en acudir a Misa devotamente los cuatro domingos de Adviento. Y si podemos ir algún día entre semana mejor. Podemos hacer también alguna práctica de devoción, como rezar los misterios gozosos del Rosario, leer el relato del nacimiento de Jesús en el evangelio de San Lucas, preparar con cariño el belén en algún rincón de la casa, etc.

El acto central de la celebración tiene que ser la Misa de Navidad, y si además vamos a la Misa del Gallo mejor. Tiene que ser una Misa bien preparada, bien vivida, con confesión y comunión.

Por supuesto que la fiesta tiene que ir adornada con expresiones de alegría, cantos, regalos, felicitaciones, comida familiar con sobremesa larga y divertida. Lo importante es guardar las proporciones, no perder el buen gusto de la sobriedad, conservar las dimensiones de lo familiar, de lo auténtico,, de lo verdaderamente sentido y gozoso.

Las mismas celebraciones familiares tienen que estar salpicadas de especiales muestras de piedad. Hoy tiene que haber una bendición especial de la mesa, en estos días hay que encontrar momentos para cantar y rezar al Niño Jesús, para dar gracias a Dios por el don inmenso de la redención que nos permite vivir en el mundo con el señorío, la dignidad y la alegría de los hijos de Dios.

El cuadro quedaría completo si al vez buscamos el modo de hacer algún gesto de amor y de fraternidad con alguna persona especialmente necesitada, enfermos, ancianos, presos, personas sin trabajo y sin recursos. Lo podemos hacer personalmente o apoyando con nuestras limosna a quienes tienen más tiempo y mejores condiciones para hacerlo. En torno al Niño de Belén todos tenemos derecho a sentirnos un poco más buenos y más hermanos que de ordinario.

A nuestro alrededor seguirán celebrándose las fiestas del consumismo, del derroche, de las movidas y del agotamiento. No pasa nada. Cada uno se divierte como puede. Pero nosotros tenemos el deber de celebrar la fiesta de Jesús al gusto de Jesús, y de demostrar con los hechos que la Navidad es otra cosa, más honda, más verdadera, más feliz y más humana. Es la fiesta de Dios con los hombres y de los hombres con Dios.

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