A propósito de las palabras del Papa en Africa sobre los riesgos de las campañas que pretenden luchar contra el contagio del SIDA recurriendo exclusivamente al uso del preservativo, quiero ofrecer aquí algunas consideraciones aclaratorias. Tengo la impresión de que se habla muy confusamente sobre la posición de la Iglesia. A algunos les dará igual, porque sólo buscan excusas para atacar a la Iglesia y a la fe cristiana. Pero otras muchas personas de buena voluntad merecen una aclaración.

En primer lugar, es conveniente recordar que la lucha sanitaria contra la difusión del SIDA no es misión ni responsabilidad propia de la Iglesia. La Iglesia no es una institución sanitaria. Son los organismos sanitarios, nacionales e internacionales, los que tienen la obligación de informar a la población sobre cómo tienen que actuar para defenderse de ese terrible contagio.

La Iglesia se ocupa del preservativo por motivaciones religiosas, no por motivos de sanidad. La moral católica se ocupa del preservativo sólo en la medida en que su uso puede ser contrario a la ley de Dios y a sus enseñanzas sobre el ejercicio plenamente humano y moralmente correcto de la sexualidad humana, según el plan de Dios.

Apoyados en la revelación de Dios y con la ayuda de una antropología muy realista, íntimamente relacionada con los datos de la fe cristiana, los cristianos tenemos una visión profundamente humana de la sexualidad y reconocemos en ella unas determinadas exigencias naturales para que su ejercicio sea plenamente humano y moralmente correcto. La Iglesia entiende que este ejercicio plenamente humano y moralmente correcto de la sexualidad humana, requiere la existencia de una donación mutua personal, amorosa y estable, de modo que la unión sexual entre varón y mujer pueda responder a sus fines esenciales que son la expresión de un amor mutuo de donación personal y la apertura a la posibilidad del nacimiento de un hijo con todas sus consecuencias y obligaciones. Así es la sexualidad humana y sólo así puede ser vivida a fondo. Así son los planes de Dios.

En el tema de la sexualidad, a la Iglesia lo que le interesa es proclamar esta visión plenamente humana de la sexualidad y de la vida sexual humana, de acuerdo con la sabiduría de Dios y el mejor bien de las personas. En esta perspectiva, la Iglesia se ocupa del preservativo sólo indirectamente. Cuando una pareja que ha contraído matrimonio pretende utilizar el preservativo en sus relaciones íntimas, la Iglesia les dice que esa utilización no respeta la naturaleza del amor, y por eso no plenamente humana ni moralmente correcta, sino que es pecaminosa y contraria a la ley de Dios, pues bloquea una parte esencial de su sexualidad, de su amor y de su vida matrimonial.

La Iglesia no se opone al uso del preservativo por consideraciones higiénicas, por su mayor o menor capacidad para impedir posibles contagios, sino por razones religiosas y morales, en la medida en que su utilización contradice el ordenamiento de la vida sexual de una pareja humana correctamente constituida a la fecundación y la multiplicación de la vida humana. El uso del preservativo en las relaciones matrimoniales es contrario a la esencia misma de la vida matrimonial, en cuanto contradice la naturaleza del amor y la vocación de fecundidad.

Como consecuencia de esta manera de ver las cosas, cuando algunas personas quieren vivir su sexualidad de manera más o menos promiscua, al margen del matrimonio, la Iglesia no les dice “usad el preservativo para no contagiaros el SIDA”, sino que les dice “sed castos, vivid plenamente el dinamismo de vuestro amor y de vuestra entrega, de acuerdo con vuestra dignidad de personas y con los planes de Dios”.

Ocurre que la castidad y la fidelidad conyugal son, sin duda, las mejores formas de prevenir el contagio del SIDA. Por lo cual no es justo ni verdadero atribuir a la Iglesia ninguna responsabilidad en la difusión de esta enfermedad. Quienes cumplen sus recomendaciones de orden religioso y moral están también protegidos del contagio. No es justo decir que la Iglesia, con su doctrina, favorece la difusión del SIDA. Quien sigue sus enseñanzas está mejor protegido que todos los demás. En estos días pasados hemos leído acusaciones despiadadas contra la Iglesia que manifiestan una gran ignorancia o un gran rencor antieclesial y antirreligioso.

Cuando la Iglesia se opone a la difusión y legitimación del preservativo, no es por indiferencia ante el riesgo de contagio, sino por el deseo de ofrecer un mensaje más humano y más personalizador sobre el ejercicio de la sexualidad que, a la vez, es más eficaz para proteger del contagio que cualquier otro sistema, la abstención y la fidelidad conyugal. La voz elocuente de los hechos y el testimonio de los científicos honestos reconocen la eficacia sanitaria de este mensaje cristiano.

Negar o silenciar esto, y limitarse a repartir preservativos, es renunciar a la educación de las personas, favorecer tácita o explícitamente la promiscuidad sexual, y por eso mismo crear más situaciones de riesgo y más posibilidades de contagio. Esto es lo que quiso decir el Papa, por lo que injustamente se le está criticando. A quien no acepta las enseñanzas de la Iglesia y quiere vivir su sexualidad irresponsablemente al margen del matrimonio, la Iglesia no tiene por qué darle consejos higiénicos. No es esa su misión. Les ofrecerá el modelo cristiano de vida y les ayudará a vivirlo en el conjunto de su vida y de sus relaciones. Son las autoridades sanitarias quienes tienen que decirles cómo han de actuar para protegerse del SIDA. Desde el punto de vista de la Iglesia, esas relaciones extramatrimoniales son deficientes, contrarias a la ley de Dios y a la dignidad del amor humano. Con preservativo o sin él, ese ejercicio extramatrimonial de la sexualidad está fuera de los programas de vida cristiana. Sus riesgos se evitan mejor actuando de manera moralmente correcta que de cualquier otro modo. Las autoridades civiles, para ser honestas y justas, tendrían que decirlo todo y favorecer lo mejor, tendrían que decir a la población que la abstinencia y la fidelidad conyugal son la mejor prevención contra el contagio, sólo así sería legítimo decirles en segundo lugar, “pero si no queréis cumplir este consejo, por lo menos tratad de evitar el contagio con otras cautelas”.

Aparte de esto, la Iglesia tiene una intensa relación con el SIDA porque se siente obligada a ayudar y asistir a quienes han contraído la enfermedad. Los enfermos de SIDA sí son objeto de las preferencias de los mejores cristianos. En los hospitales, en los ambulatorios, en cualquier lugar donde hay enfermos de SIDA, pobres y necesitados, allí están en primer lugar los católicos sirviéndoles y ayudándoles en todo con pleno respeto y exquisita misericordia. Son hijos de Dios, son miembros dolientes del cuerpo de Cristo, y para ellos vale la sentencia de Jesús “lo que con ellos hicisteis, conmigo lo hicisteis”.

En esta cuestión de la sexualidad nuestros gobiernos socialistas y gran parte de los voceros de la izquierda están cometiendo un gran error. Consideran la sexualidad como un juego intrascendente, tratan de fomentar su ejercicio despojándola de sus implicaciones personales de afectividad y fecundidad, de esta manera la empobrecen, la deshumanizan, la reducen a un momento de exaltación biológica. Anticonceptivos, preservativos, facilidades para el aborto son complemento indispensable para esta concepción de la sexualidad. Los riesgos reales y profundos de esta manera de entender y vivir la sexualidad no se salvan con estas técnicas. Con esta mentalidad se fomenta la promiscuidad, con lo que aumentan los riesgos y la sexualidad en vez de colaborar al crecimiento de las personas, acaba marchitando y mancillando el amor y el gusto por la vida. La perversión de la sexualidad en la adolescencia y en la juventud compromete la madurez y la felicidad de la persona en el futuro. No podemos valorar ahora las consecuencias de las actuales campañas de nuestros gobernantes.

La cuestión del aborto, de la píldora del día después, de los embarazos no deseados, no es una cuestión que se pueda resolver con leyes y campañas políticas. La sexualidad pertenece a la intimidad profunda de la vida personal y tiene que ser objeto de una educación leal y honesta. Estamos necesitando una renovación profunda de la educación de nuestros adolescentes y jóvenes en el conocimiento adecuado de su sexualidad, en una perspectiva personalista y religiosa, en la valoración y ejercicio de la castidad como una capacidad indispensable de dominio y de libertad personales, como condición y aprendizaje del verdadero amor en donación y fidelidad.

Padres y educadores tienen que reaccionar con decisión y valentía. Es un deber de lealtad con nuestros jóvenes. Llevamos muchos años rechazando esta visión de las cosas como anacrónica y contraria a la libertad y al goce de la vida. Muchos padres y educadores cristianos han renunciado a educar de verdad a nuestros jóvenes en estas materias. Los gobiernos y muchos medios de comunicación inculcan y difunden la mentalidad permisiva y materialista a favor de sus propios intereses políticos o económicos. Se trata de un elemento decisivo dentro de la revolución cultural que estamos viviendo. Por este camino se altera la forma de verse las personas a sí mismas y de situarse en el mundo, cambian los esquemas de comunicación y convivencia, se suprimen los fundamentos de la verdadera vida familiar, se ponen los cimientos de una sociedad egoísta, sin la alegría del verdadero amor, una sociedad de personas solitarias y egoístas, desarraigadas, consumistas, a merced de la explotación económica y del dominio conductista de unos poderes políticos cada vez más intervencionistas.

Es el estilo de las nuevas dictaduras culturales. ¿Es éste el retrato de la democracia y el progreso que nos prometen? Los cristianos no podemos estar de acuerdo. De ninguna manera.

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