A veces se ha puesto de moda hablar de la Iglesia con cierto desprecio y con ferocidad, yo diría, irracional. Y esto a uno le duele más cuando viene de los propios hermanos que están dentro de la Iglesia; ha quedado una especie de mancha oscura que será difícil de quitar y fue aquello que dijo alguien que ¡Ojalá no lo hubiera dicho nunca!-: “Cristo, sí; Iglesia, no”.

Creer en Cristo y rechazar a la Iglesia es creer en un Cristo que no ha existido nunca, pues la Iglesia pende de Cristo y Cristo es por y para la Iglesia [ella es el sacramento de la salvación por la que Cristo sigue manifestándose, a través de la historia, a los hombres]. Quien piensa en un Cristo sin la Iglesia, piensa en alguien imaginario que nunca existió”. Ella es el “Cuerpo Místico” de Jesucristo como dirá S. Pablo a los Colosenses (Col 1, 24-29) y que de forma magistral expondrá Pío XII en la Encíclica “Mystici Corporis”. Posteriormente el Concilio Vaticano II, hará toda una reflexión en profundidad al respecto en la Constitución Lumen Gentium.

Dios, la religión y la moral ‘confesional’, han sido vistas y se ven con frecuencia como antagonistas del hombre, de su libertad y de su felicidad. Se ha pretendido edificar la sociedad desde un humanismo antropocéntrico e intramundano, se ha creído que eliminando a Dios del horizonte del hombre todo estaba solucionado. Se ha pretendido eliminar a Dios y se ha dejado al hombre solo. Y su carencia produce un vacío que se pretende llenar con una cultura –o más bien- una pseudocultura centrada en el consumismo desenfrenado, en el afán de poseer y gozar y que no ofrece más ideal que la lucha por los propios intereses o el goce narcisistas… no se trata de adoptar ahora, precisamente por no corresponder a la fe cristiana, posturas numantinas ni reaccionarias, de cerrazón, y mucho menos de condena; tampoco se trata de nostalgias. Lo que se nos exige hoy es que vivamos de lleno la fe.

Que mostremos, gozosos, la fuerza renovadora y humanizadora de la fe y del evangelio. Es necesario que volvamos a Dios. Es apremiante e inaplazable por servicio a nuestra sociedad quebrada en su humanidad que los cristianos nos convirtamos más honda y enteramente. Recordar todo esto nos hace afirmar a los creyentes que si hay algo de más valor en la Iglesia, en su totalidad como pueblo de Dios, y en aquellos que deben apacentarla en el puesto de Jesucristo, ese algo es la presencia de Cristo mismo en la totalidad de la Iglesia y en sus ministros.

Hay muchas razones por las que amo a la Iglesia, pero cinco son las fundamentales:

1. Amo a la Iglesia porque salió del costado de Jesucristo.

¿Cómo podría no amar yo aquellos por lo que Jesús murió? ¿Y cómo podría amar a Jesucristo sin amar, al mismo tiempo, aquellas cosas por las que él dio la vida? La Iglesia, buena, mala, mediocre, santa y pecadora fue y sigue siendo la Esposa de Jesucristo. ¿Puede amar el Esposo, despreciándola? Esta Iglesia sale a la luz el día de Pentecostés: “La Iglesia, que, ya concebida, nació del mismo costado del segundo Adán, como dormido en la cruz, apareció a la luz del mundo de una manera espléndida por vez primera del día de Pentecostés” (León XIII, Divinum illud: AAS 29). “Y ahora se edifica, ahora se forma, ahora… se figura, y ahora se crea…, ahora se levanta la casa espiritual para constituir el sacerdocio más santo” (San Ambrosio).

Pero me dirá alguien: ¿cómo puedes amar a alguien que ha traicionado tantas veces al evangelio, a alguien que tiene tan poco que ver con lo que Cristo soñó que fuera? ¿Es que no sientes, al menos, “nostalgia” de la Iglesia primitiva? Sí, claro, siento nostalgia de aquellos tiempos en los que –como decía San Ireneo- “La sangre de Cristo estaba todavía caliente” y en los que la fe ardía con toda viveza en el alma de los creyentes. Pero ¿es qué hubiera justificado un menor amor la nostalgia de mi madre joven que yo podía sentir cuando era mayor? ¿Hubiera yo podido devaluar sus pies cansados y su corazón fatigado?

A veces oigo en algunos púlpitos o tribunas periodísticas demagogias que no tienen ni siquiera el mérito de ser nuevas. Las que, por ejemplo, hablan de que la Iglesia es ahora una Esposa prostituida.

Y recuerdo aquel disparatado texto que Saint-Cyran escribía a San Vicente de Paúl y que es, como ciertas críticas de hoy, un monumento al orgullo: “Sí, yo lo reconozco: Dios me ha dado grandes luces. Él me ha hecho comprender que ya no hay Iglesia. Dios me ha hecho comprender que hace cinco o seis siglos que ya no existe la Iglesia. Antes de esto la Iglesia era un gran río que llevaba sus aguas transparentes, pero en el presente lo que nos parece ser la Iglesia ya no es más que cieno. La Iglesia era su Esposa, pero actualmente es una adúltera y una prostituta. Por eso la ha repudiado y quiero que la sustituya otra que le sea fiel”. Me quedo con San Vicente de Paúl, que, en lugar de soñar pasadas y futuras utopías, se dedicó a construir su santidad, y con ella, la de la Iglesia; un río de cieno hay que purificarlo, no limitarse a condenarlo. Cristo no ha presentado ese supuesto libelo de repudio a su Esposa, más bien se ha esposado dando la vida.

2. Amo a la Iglesia porque ella y sólo ella me ha dado a Jesucristo y cuanto sé de él.

Ella no es Jesucristo, ya lo sé. Él es el absoluto, el fin; ella, sólo el medio. El centro final de mi amor es Jesucristo, pero “ella es la cámara del tesoro donde los apóstoles han depositado la verdad, que es Jesucristo” (San Ireneo). “Ella es la sala donde el Padre de familia celebra los desposorios de su Hijo” (San Cipriano). “Ella es la casa de oración adornada de visibles edificios, el templo donde habita tu gloria, la sede inconmutable de la verdad, el santuario de la eterna caridad, el arca que nos salva del diluvio y nos conduce al puerto de la salvación, la querida y única esposa que Jesucristo conquistó con su sangre y en cuyo seno renacemos para tu gloria, con cuya leche nos amamantamos, cuyo pan de vida nos fortalece, la fuente de la misericordia con la que nos sustentamos” (San Agustín).

¿Cómo no podría no amar yo a quien me transmite todos los legados de Jesucristo: la Eucaristía, la Palabra, la Comunidad de mis hermanos, la Luz de la esperanza, la entrañable Misericordia? Pero su historia es triste, está llena de sangres derramadas, de intolerancias impuestas, de legalismos empequeñecedores, de maridajes con los poderes de este mundo, de jerarcas mediocres y vendidos… Sí, sí, es cierto. Pero también está llena de santos.

3. Amo a la Iglesia porque está llena de santos

Siempre que me monto en un tren sé que la historia del ferrocarril está llena de accidentes. Pero por eso no dejo de usarlo para desplazarme. “La Iglesia -decía Bernanos- es como una compañía de transportes que, desde hace dos mil años, traslada a los hombres desde la tierra al cielo. En dos mil años ha tenido que contar con muchos descarrilamientos, con una infinidad de horas de retraso. Pero hay que decir que gracias a sus santos la compañía no ha quebrado”. Es cierto, los santos son la Iglesia, son los que justifican su existencia, son los que no nos hacen perder la confianza en ella.

Ya sé que la historia de la Iglesia no ha sido un idilio. Pero, a fin de cuentas, a la hora de medir a la Iglesia a mí me pesan mucho más los sacramentos que las cruzadas, los santos que los Estados Pontificios, la Gracia que la Inquisición… ¿Estoy diciendo con esto que amo a la Iglesia invisible y no a la visible? No, desde luego. Pienso que tenía razón Bernanos al escribir: “La Iglesia visible es lo que nosotros podemos ver de la invisible” y que como nosotros tenemos enfermos los ojos sólo vemos las zonas enfermas de la Iglesia.

Nos resulta más cómodo. Si viéramos a los santos, tendríamos la obligación de ser como ellos. Nos resulta más rentable “tranquilizarnos” viendo sólo sus zonas oscuras, con lo que sentimos, al mismo tiempo, el placer de criticarles y la tranquilidad de saber que todos son tan mediocres como nosotros.

4. Amo también a la Iglesia porque es imperfecta.

No es que me gusten las imperfecciones de la Iglesia, es que pienso que son ellas hace tiempo que me habrían tenido que expulsar a mí de ella. A fin de cuentas, la Iglesia es mediocre porque está formada por gentes, como tú y como yo. “Oh –decía Bernanos- si el mundo fuera la obra maestra de un arquitecto obsesionado por la simetría o por un profesor de lógica, de un Dios deista, la santidad sería el primer privilegio de los que mandan; cada grado de la jerarquía correspondería a un grado superior de santidad, hasta llegar al más santo de todos, el Papa, por supuesto. ¡Vamos! ¿Y os gustaría una Iglesia así? ¿Os sentiríais a gusto en ella? Dejadme que me ría. Lejos de sentirnos a gusto, os quedaríais en esta congregación de superhombres dándole vueltas entre las manos a vuestra boina, lo mismo que un mendigo a la puerta del hotel Ritz. Por fortuna, la Iglesia es una casa de familia donde existe el desorden que hay en todas las casas familiares, siempre hay sillas a las que falta una pata, las mesas están manchadas de tinta, los tarros de confite se vacían misteriosamente en las alacenas, todos los conocemos bien por experiencia”.

En rigor todas estas críticas que proyectamos contra la Iglesia deberíamos volcarlas contra cada uno de nosotros mismos. “Non in se, sed in nobis vulneratur Ecclesia. Caveamus igitur, ne lapsus noster vulnus Ecclesiae fiat” [No en ella misma, sino en nosotros, es herida la Iglesia, tengamos, pues, cuidado, no sea que nuestros fallos se conviertan en heridas de la Iglesia].

5. Amo a la Iglesia porque es mi Madre

Ella me engendró, ella me sigue amamantando. San Atanasio se “asía a la Iglesia como un árbol se agarra al suelo”. Orígenes decía que “La Iglesia ha arrebatado mi corazón; ella es mi patria espiritual, ella es mi madre y mis hermanos”.

“Amo a la Iglesia, estoy con tus torpezas,

con sus tiernas y hermosas colecciones de tontos,

con su túnica llena de pecados y manchas.

Amo a sus santos y también a sus necios.

Amo a la Iglesia, quiero estar con ella.

Oh, madre de manos sucias y vestidos raídos,

cansada de amamantarnos siempre,

un poquito arrugada de parir sin descanso.

No temas nunca, madre, que tus ojos de vieja

nos lleven a otros puertos.

Sabemos bien que no fue tu belleza quien nos hizo hijos

tuyos, sino tu sangre derramada al traernos.

Pero eso cada arruga de tu frente nos enamora

y el brillo cansado de tus ojos nos arrastra a tu seno.

Y hoy, al llegar cansados, y sucios, y con hambre,

no esperamos palacios, ni banquetes, sino esta

casa, esta madre, esta piedra donde poder sentarnos”.

(José Luis Martín Descalzo)

 

Mons. Francisco Pérez González,

Arzobispo de Pamplona y Obispo de Tudela

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