13.Enero.2024 Despedida de D Franciso Pérez González, Arzobispo de Pamplona-Tudela Foto: M.A. Bretos

Homilía pronunciada el pasado sábado 13 de enero por Mons. Francisco Pérez González, Administrador Apostólico de Pamplona-Tudela, en la Eucaristía de despedida en la Catedral de Pamplona.

Qué hermosa esta catequesis de la Virgen a su prima Santa Isabel. ¡La primera catequesis! “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador, porque ha mirado la humildad de su hija”. Yo he querido que este fuera el protocolo durante estos años de mi vida pastoral y espiritual. Saludo al Administrador Apostólico monseñor Sádaba; saludo a los abades de Leire y de la Oliva; saludo al electo obispo de Palencia que el próximo día 20 será ordenado y consagrado, nuestro querido y fiel navarro don Mikel Garciandia; saludo al deán y a los canónigos que han preparado esta celebración, poniendo incluso buena calefacción para pasar este rato al menos con este calorcito que bien viene en estos días de frío; saludo a los sacerdotes (queridos sacerdotes, enhorabuena por vuestra labor y vuestra entrega generosa); a los religiosos y religiosas y, de un modo muy especial, a las religiosas y religiosos de vida contemplativa; saludos a los catequistas, a los agentes de pastoral, a los diáconos permanentes, que están ahí siempre ayudando y entregándose por el bien de la Iglesia; saludo también a las autoridades que habéis asistido a esta Eucaristía, que sin duda que queréis llevar el bien a esta sociedad: enhorabuena, queridas autoridades, seguid trabajando por el bien común y por la paz, merece la pena; también quiero saludar a aquellos a los que tanto quiero, los militares y las fuerzas de seguridad del Estado, con quienes estuve casi cinco años como arzobispo castrense: enhorabuena, sois los vigilantes de la paz, así lo decía el papa San Juan Pablo II; saludo también a los que os dedicáis a la justicia, al cuerpo de los de los magistrados y los abogados: ánimo, que la justicia es importante en nuestra tierra y en todo el mundo; saludo a los enfermos y aquellos que estáis impedidos, porque yo sé que necesitáis nuestra ayuda y necesitáis también nuestro ánimo; saludo a todos los niños; y a los jóvenes, con los que estuve ayer en la parroquia de San Lorenzo, rezando a los pies de San Fermín; saludo a todos y a cada uno de vosotros, fieles diocesanos, y a todos aquellos que me he ido encontrando durante estos 17 años; y, cómo no, a mi hermana y a los amigos que han venido de mi pueblo Frandovínez, donde nací un día como hoy y donde aprendí a ser cristiano.
Como he dicho antes, sólo quiero fijarme ahora en este protocolo de mi vida, que he asumido e interiorizado. Así se lo dije en una ocasión al Papa San Juan Pablo II: quiero vivir al amparo de la Virgen y que, como ella, mi alma proclame la grandeza del Señor. Esto es lo que he intentado hacer en estos 28 años que llevo de obispo y 17 aquí está hermosa diócesis de Pamplona y Tudela: proclamar la grandeza del Señor. Qué hay más grande que proclamar que el Señor nos ama, que el Señor ha venido a nosotros, porque él es el único Salvador. Y qué importante es en estos tiempos que estamos viviendo que reconozcamos que el Dios verdadero y auténtico se complace en el bien que hagamos, porque hemos sido creados por amor y para amar. Y en ese corazón que es el templo de Dios, en ese corazón solo existe el amor. Pero cuando el corazón no quiere amar, entonces abrimos la puerta a todo lo contrario, la guerra, el odio, la desesperación. Estamos sufriendo muchas guerras en esta sociedad en la que vivimos, guerras de todo tipo. Por eso, tengamos ahora una oración especial por Gaza e Israel, que están en un momento tan delicado. Pedimos al Rey de la paz venga de nuevo la paz al lugar en donde Él nació. O en Ucrania, Nigeria y tantos otros países. Por eso, cómo no vamos a proclamar las grandezas del Señor, que ha puesto en nosotros la paz y su amor. ¡Proclamémoslo! “Y me glorío en Dios, mi Salvador”. Qué hermoso es, queridos cristianos, queridos hermanos, que podamos decir que tenemos un Dios que nos ha salvado, que nos ha liberado, que nos ha sacado de la muerte del pecado, que nos ha sacado de la muerte de nuestros vicios, para darnos vida y una vida que no acaba.
“Me glorío en Dios, mi Salvador”. ¡Cuánto tenemos que gloriarnos en él! Pero, al mismo tiempo, a causa de nuestra debilidad muchas veces no sabemos corresponder a su amor, como sí lo hizo humildemente la Virgen María. Yo mismo, queridos diocesanos, cuántas veces tal vez os he ofendido, no ha hecho bien las cosas, me he dejado llevar más por el orgullo; por eso, pido perdón también y ruego a aquel a quien haya ofendido que me perdone, porque el perdón solo se entiende desde la unidad, porque el perdón es la medicina que cura el corazón. Así me lo decía una joven que hace poco vino aquí desde Nigeria: le cortaron la cabeza a su padre y se la entregaron a ella con extrema crueldad, y ella decía que les había perdonado, porque había aprendido de su madre a amar a Cristo. ¡Cuanto me impresionó! Y cuántas veces tenemos rencores, cuántas veces tenemos dentro de nosotros aquello que nos impide el latido del corazón, que solo está hecho para amar. Porque el corazón es el hábitat de Dios, que es amor. Amemos, abramos el corazón, eliminemos todo aquello que pueda impedir ese amor que Dios ha depositado en nuestros corazones.
Yo en este día solamente os puede decir, en el nombre del Señor: ¡gracias, navarros! Tenéis unas raíces muy buenas de vida cristiana; familias navarras, adelante, no perdáis el verdadero sentido de la familia; queridos jóvenes, orientar vuestra vida mirando mucho más alto y con sentido de trascendencia; queridos niños, que vuestra inocencia nos haga muchas veces cambiar, porque como dice Jesús de los niños es el reino de los cielos, de los que se hacen como niños es el reino de Dios. A todos, ánimo y adelante en la consecución de los designios de Dios, que nos encomienda la realización de una sociedad que viva en la verdad, en la justicia, en el amor y en la misericordia. Que la Virgen María, que es madre y nos acoge a todos, nos cubra con su manto y nos lleve siempre al reino de su hijo Jesús. Porque una madre no se cansa de amar ni de esperar. Así sea. ❏

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