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Por muy duro que pueda parecer hay una crisis existencial que está provocando un desorden mundial. Donde no reina el amor, reina el fracaso de la vida y el caos. Basta abrir los “medios de comunicación” y lo primero que se evidencia es un desorden a todos los niveles. Además se ha inoculado un virus social que rechaza, por sistema, todo lo que no se asocie a las manipuladoras ideologías que se hacen pasar por aduladoras profecías de un mundo mejor y más humano. Ésta es una gran mentira puesto que nadie me negará que la gran crisis de hoy es la falta de respeto a la vida, de la infravaloración de la familia, de la educación baja y sin contenidos para saber afrontar las realidades de la vida, el desprecio de los distintos, la idolatría de los instintos, el fomento de pensar sólo en lo material y económico, la constante marginación de lo que tenga visos de transcendencia o si se prefiere mejor hay ciertas corrientes que se ufanan del desprecio por lo religioso. A pesar de esta contaminación global no hemos de perder la esperanza puesto que es el momento propicio para que el evangelio ejerza un servicio medicinal importante. Donde reina un amor auténtico se supera todo mucho mejor y se da sentido a la vida.

La primera carta de San Pablo a los Corintios (13, 1-13) nos marca un camino de restauración espiritual que nace de la puesta en escena existencial y vivencial del amor. San Gregorio Magno lo explicó muy bien y me adhiero a su reflexión. El amor es paciente, porque lleva con ecuanimidad los males que les infligen. Es benigno porque devuelve bienes por males. No es envidioso porque como no apetece nada en este mundo, no sabe lo que es envidiar las prosperidades terrenas. No obra con soberbia, porque anhela con ansiedad el premio de la retribución interior y no se exalta por los bienes exteriores. No se jacta, porque solo se dilata por el amor de Dios y del prójimo e ignora cuanto se aparta de la rectitud. No es ambicioso, porque, mientras con todo ardor anda solícito de sus propios asuntos internos, no sale fuera de sí para desear los bienes ajenos.

No busca lo suyo, porque desprecia, como ajenas, cuantas cosas posee transitoriamente aquí abajo, ya que no reconoce como propio más que lo permanente. No se irrita, y, aunque las injurias vengan a provocarle, no se deja conmover por la venganza, ya que por pesados que sean los trabajos de aquí espera, para después, premios mayores. No toma en cuenta el mal, porque ha afincado su pensamiento en el amor de la pureza, y mientras que ha arrancado de raíz todo odio, es incapaz de alimentar en su corazón ninguna aversión. No se alegra por la injusticia, ya que no alimenta hacia todos sino afecto y no disfruta con la ruina de sus adversarios. Se complace con la verdad, porque amando a los demás como a sí mismo, cuanto encuentra de bueno en ellos le agrada como si se tratara de un aumento de su propio provecho… (Cfr. Moralia 10, 7-8,10).

Es un resumen precioso que va marcando las señales por donde debe ir la caridad que es la perfección en el amor. Abogo y apoyo este modo de proceder que tanto estamos necesitando en estos momentos históricos. La única crisis que existe es la del amor. Se puede superar ciertamente si ponemos todo nuestro empeño en vivir a la letra el mandato del Señor: “Como yo os he amado, amaos también unos a otros” (Jn 13, 34). Dice San Agustín que “los que practican la caridad son nacidos de Dios; los que no la practican no son nacidos de Dios. ¡Señal importante, diferencia esencial! Ten lo que quieras, si te falta esto sólo, todo lo demás no sirve para nada; y si te falta todo y no tienes más que esto, ¡Has cumplido la ley!” (In Epistolam Ioannis ad Parthos 5,7). ¿No es cierto qué necesitamos esta medicina que cambiaría las relaciones personales, sociales, religiosas, políticas y culturales?

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