Una de las grandes tentaciones es hablar mucho de los pobres y estar tan lejanos de ellos que se puede llenar la voz de palabras y más palabras que parece estigmatizar al que lo pronuncia como si fuera en superhombre especial. Al pobre se le ayuda, no se le proclama como un ser de inferior categoría. Ya lo decía Jesús: “Tú, por el contrario, cuando des limosna, que tu mano izquierda no sepa lo que hace tu mano derecha, para que tu limosna quede en lo oculto; de este modo, tu Padre, que ve en lo oculto, te recompensará” (Mt 6, 3-4). Y esta actitud es propia de quien pone como centro a la virtud y protagonista fundamental que debe reinar en nuestros corazones que es el auténtico amor que no se enorgullece y pasa desapercibido.

Por otra parte, pobres, en su sentido lato y amplio, somos todos, puesto que somos pecadores. “El Señor es bueno y recto; por eso muestra el camino a los pecadores, guía a los mansos en la justicia, enseña su camino a los humildes” (Sal 25, 8-9). Pecadores y pobres o humildes están en paralelismo. Cuando uno reconoce su pecado ante Dios es pobre. La pobreza material es fácil; la pobreza solidaria es costosa; la pobreza afectiva es siempre dolorosa. Pero la pobreza del corazón, del espíritu, siempre es entrega total. Por eso la opción por los pobres no es una estrategia o un sentimiento de lástima. Es una actitud de vida que nos hace verdaderos seguidores de Jesucristo.

Es más fácil dar una limosna que conocer la situación del que la recibe. De ahí que se han de crear ámbitos donde todos nos sintamos acogidos y cada cual desde su situación. ¿Quién me puede reprochar que un joven, con un precioso deportivo, no ha de ser interpelado o no se le ha de corregir sus modales o no se le ha de ayudar a comprender que la vanagloria y la prepotencia van en su contra? ¿Quién me dice a mí que un mendigo no necesita ser considerado y por eso mismo ayudarle a abrir la mente para que no se deje llevar por sus formas de actuar y aprenda a orientar su vida? ¿Quién puede impedirme si una persona traumatizada por su vida de pecado no está necesitada de una atención especial para que encuentre el regalo de la misericordia divina? La pobreza es tan amplia, en el ser humano, como el pecado. Y ¿quién me dice a mí que no necesita orientación y discernimiento el empresario o el político o el docente ante tantas desorientaciones que se ciernen en la sociedad, utilizando una metáfora, como sucede con la contaminación en la atmósfera?

Todos necesitamos mirar a Jesucristo el cual acepta recibirlo todo y darlo todo. Da todo con amor y recibe todo siempre con humildad. “Que nadie se enorgullezca a favor de uno en contra de otro. Porque ¿quién te enaltece? ¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías, como si no lo hubieras recibido?” (1Cor 4, 6-7). Cuando uno es pobre alaba y da gracias por todo. Tu pobreza te hace vivir en perpetua alabanza. De ahí se fraguará la pobreza de corazón, que es el grado supremo de la pobreza.

Esta pobreza te conducirá al abandono de tus propios deseos, de tus propios pensamientos, de tu propio saber, de tu amor propio, siguiendo a Jesucristo, cuyo alimento es hacer siempre la voluntad del Padre. En una ocasión le pregunté al Papa Francisco: ¿Qué quiere decir lo de “salir a las periferias”? Me respondió: ¡La tiene dentro de sí puesto que ha de salir de su egoísmo para donarse con mayor amor a los que le rodean! Desde de este modo de vivir se comprenderá que la mayor pobreza es compartir con todos lo que uno tiene y ponerlo en la mesa común que debe ser el hogar común de la humanidad.

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