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Corren tiempos en los que la falta de esperanza se ha convertido en una plaga pesimista que se hace presente en las conversaciones, en el ambiente familiar, en los foros de la política, en los círculos sociales y en los ambientes religiosos. Corren tiempos en los cuales las luces que más brillan son de aquellos que favorecen y pregonan con gestos y palabras la esperanza. No por menos es una de las virtudes teologales, es decir, que hacen referencia a confiar en Dios más que en el hombre: “Maldito el ser humano que sólo confía en el hombre… mientras su corazón se aparta del Señor” (Jer 17, 5). Corren tiempos en los que ser sacerdote o ser religioso se convierte en un signo de contradicción o, incluso, en un signo de escándalo. Y corren tiempos donde la superficialidad, las incertidumbres y los falsos ídolos no llenan el corazón del ser humano. Son tiempos donde la esperanza regenera lo más íntimo de la persona y colma de entusiasmo los trabajos que se realizan porque sólo el alma enamorada de Dios consigue despejar lo negativo, convirtiéndolo en positivo.

Los jóvenes que se deciden por el camino del sacerdocio no pueden dejarse dominar por el ambiente ya que tiene puestas las esperanzas en realidades finitas y que nunca satisface a aquellos que hacen opciones más bien insulsas y sin sentido. Como me decía una joven: Por mucho que se ponga la careta de la apariencia, la cara será siendo la misma aunque se oculte. Es sintomático considerar que las depresiones suelen tener como fuente la vanagloria que nunca satisface los deseos de felicidad. Las mismas estadísticas muestran el gran porcentaje de aquellos que, basándose en lo superficial de la vida, les lleva a sentirse inútiles y hasta fuera de la realidad. Sólo la esperanza, bien asumida y fundamentada en la vida, puede abrir nuevos horizontes cosa que lo contrario retrae y hastía.

La esperanza no se puede sostener en el voluntarismo, es decir, a base de oprimir la voluntad. La esperanza es un regalo que viene ofrecido por el amor que se sustenta en Jesucristo quien nos ha dicho: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6). Ya decía Santo Tomás de Aquino: “Si buscas, pues, por dónde has de ir, acoge en ti a Cristo, porque Él es el camino… Es mejor andar por el camino, aunque sea cojeando, que caminar rápidamente fuera del camino. Porque el que va cojeando por el camino, aunque adelante poco, se va acercando al término; pero el que anda fuera del camino, cuanto más corre, tanto más se va alejando del término” (Super Evangelium Ioannis, ad loc). Por eso es muy importante en el camino -del que quiere vivir la esperanza- que la oración (hablar con Dios y escucharle) fragua una vida de ilusión y alegría porque no se basa en volcarse y retozarse en lo superficial y en lo aparentemente permanente, sino, más bien, con la mirada puesta en lo eterno que nunca falla. Para un testigo de Jesucristo es esencial vivir con esperanza. El entusiasmo, la alegría, el gozo y la mirada puesta en el futuro garantizado, ha de ser la mejor predicación del futuro sacerdote.

Ante tantas circunstancias adversas que se presentan en el camino se ha de tener la valentía de afrontarlas con la fuerza que da el Señor en cada una de ellas. Aún recuerdo cuando el Papa San Juan Pablo II me dijo: “No tenga miedo, cuando le llegue alguna cruz en su vida, abrácela, pero no vacía sino llena de Cristo. ¡Él es nuestra única esperanza! Y nunca defrauda”. Este consejo lo llevo dentro de mí como un gran tesoro. Es cierto que vivir desde la esperanza supone muchísima confianza en Dios puesto que Él quiere lo mejor para nosotros aunque tengamos que pasar por momentos difíciles. Quien pone su confianza en Dios nunca se frustra.

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