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Si hay algo que hoy se ansía es la capacidad para ser sabios. Y es un deseo que dignifica a la persona puesto que la gran tentación es la de vivir de rentas o vivir a expensas de los demás. Es decir el que todo me lo den resuelto en el momento y enseguida. La auténtica sabiduría nada tiene que ver con quien piensa que “sabe mucho” por el hecho de tener un archivo impresionante en su mente. Está bien conocer y conseguir muchos datos de tipo histórico, filosófico, teológico y científico. ¡Pero eso no es todo! Y no lo es porque la vida es mucho más sencilla y normal. En si misma fluye una corriente especial interna puesto que sabe discernir y orientar los deseos y las motivaciones vitales. “El nombre de sabiduría viene de sabor; como el gusto sirve para conocer el sabor de los alimentos, lo mismo la sabiduría, es decir, el conocimiento que se tiene de las criaturas por el primer principio y de las causas segundas por la causa primera, es una regla segura para juzgar bien de cada cosa” (San Isidoro, Etym., IX vº Sapiens).

La sabiduría no tiene nada que ver con la soberbia. Hay sabios con soberbia que no lo son y hay sabios humildes que sí lo son. “Sólo sé que no sé nada” frase que pronunció el filósofo Sócrates en el siglo V antes de Cristo. Su filosofía tenía como base la búsqueda de la verdad y afirmaba que toda indagación filosófica debía partir del reconocimiento de la propia ignorancia. Cuando una persona se presenta con los títulos académicos por delante y tapa la boca al que tiene delante, enseguida se delata, de sabio no tiene nada. La sabiduría se fragua en saber aprender en cada circunstancia gozosa o dolorosa y en entender que aún no tiene todo sabido.

La sabiduría y la inteligencia van juntas como dos hermanas que se apoyan mutuamente. La sabiduría gusta con admiración todo acontecimiento y la inteligencia profundiza en cada cosa y circunstancia que sucede. La palabra inteligencia proviene de dos palabras latinas (Intus leggere=Leer todo desde dentro). “Es la capacidad de penetrar en el sentido profundo del ser, de la vida y de la historia, yendo más allá de la superficie de las cosas y de los acontecimientos para descubrir el significado último, querido por Dios” (Juan Pablo II, Catequesis 29 de enero 2003). La inteligencia nada tiene que ver con la superficialidad y menos con las ideologías engañosas que alardean de saberlo todo y han caído en la trampa de la maligna ignorancia. Sin sabiduría e inteligencia no hay ni auténtica ciencia ni auténtica antropología. La vacuidad e inutilidad de la vida del soberbio pasa como una sombra “como un correo presuroso; como nave que surca embravecidas aguas, sin dejar huella de su paso, ni estela de su quilla entre las olas” (Sb 5, 9-10).

La auténtica sabiduría es un don de Dios que permite ver lo verdaderamente importante desde su perspectiva. De la mano de la sabiduría nos adentramos confiados en el mundo. Apreciamos todo lo que en él se nos da y discernimos lo auténtico de lo engañoso. “Desde mi juventud la amé y la busqué, quise tomarla como esposa mía y me enamoré de su belleza” (Sb 8,2). Es sintomático que los que más convencen, con su vida, son los sabios al estilo que nos indica la Sagrada Escritura. Si así la aplicamos nos adentraremos confiados en las circunstancias que nos toque vivir sin miedos y sin frustraciones.

Hay una oración de San Ambrosio que nos puede servir para rogar a Dios que nos conceda los dones de la sabiduría e inteligencia: “¡Enséñame las palabras ricas de la sabiduría, pues tú eres la Sabiduría! Abre mi corazón, tú, que has abierto el libro. ¡Tú abres esa puerta que está en el Cielo, pues tú eres la Puerta! Quien se introduzca a través tuyo, poseerá el Reino eterno; quien entre a través tuyo, no se engañará, pues no puede equivocarse quien ha entrado en la morada de la Verdad” (Comentario al Salmo 118/1, Saemo 9, p. 377).

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