Estamos celebrando el Mes Misionero y una de sus características a subrayar es el testimonio de los cristianos. Para ello nada mejor que mirar a aquellos que han adquirido la plenitud del amor en el camino de la santidad y han sabido entregar su vida, sin restricciones, y siempre dispuestos a cumplir la voluntad de Dios. El testimonio cristiano tiene su base fundamental en dejarse invadir por el amor de Dios que hace posible que se le pueda reconocer en nuestros pequeños gestos y obras de amor. Hoy nosotros debemos corresponder a la generosidad y la valentía de los cristianos que dieron testimonio en el pasado, y dar nuestro propio testimonio de Cristo a nuestro alrededor. La palabra testimonio viene del griego (martiría-testigo) que hace referencia a quien da fe de algo debido a que lo ha vivido o presenciado.

Si recurrimos a la Palabra de Dios comprobaremos que muchos dan testimonio. Pensemos en Juan el Bautista: “Y yo lo he visto y dado testimonio de que este es el Hijos de Dios” (Jn 1,34). La mujer samaritana, en aquel largo diálogo con Jesucristo, encuentra el auténtico motivo y sentido para su vida (Cfr. Jn 4, 7-42). “Lo mismo sucede hoy a los que están fuera y no son cristianos: comienzan sus amigos cristianos por darles noticias de Jesucristo, como hizo aquella mujer, lo mismo que hace la Iglesia; luego vienen a Cristo, esto es, creen en Cristo por esta noticia y, finalmente, Jesús se queda con ellos dos días, y con esto creen mucho más y con más firmeza que Él es en verdad el Salvador del mundo” (San Agustín, In Ioannis Evangelium 15,33). Es sintomático comprobar que el testimonio pone en bandeja lo que se lee en la Sagrada Escritura puesto que nos atrae lo que nos resulta tangible, lo que podemos ver y tocar. Entra por los sentidos. Es la experiencia de todos los seguidores de Jesucristo.

Muchos seguimos a Jesucristo por lo que hemos palpado y visto en personas que mostraban, con hechos y obras, lo que Dios había realizado en ellas. Ya San Agustín de Hipona nos cuenta, en el libro de las Confesiones, que buscaba con ansia a Dios pero un día oyó la experiencia de unos auténticos cristianos y fue tal el impacto recibido que le fascinaron y hasta tal punto que exclamó: “Si estos han sido capaces de tanto ¿por qué no lo voy a ser yo”. Pero el gran golpe de su conversión es cuando descansando en el jardín oyó la voz de un niño que le decía: “Toma y lee”. Abrió la Biblia y encontró este texto de San Pablo: “La noche está avanzada, el día está cerca. Abandonemos, por tanto, las obras de las tinieblas, y revistámonos con las armas de la luz. Como en pleno día tenemos que comportarnos honradamente, no en comilonas y borracheras, no en fornicaciones y en desenfrenos, no en contiendas y envidias; al contrario, revestíos del Señor Jesucristo, y no estéis pendientes de la carne para satisfacer sus concupiscencias” (Rm 13, 12-14).

Nosotros, los cristianos del siglo XXI, hemos conocido a Jesucristo por el testimonio de otros cristianos, que nos han narrado su vida y de modo muy sencillo han recordado los momentos más importantes que han hecho de su vida una experiencia gozosa al encontrarse con la vida de Jesucristo. A pesar de las oposiciones e incluso persecuciones han sabido estar en pié y seguir creyendo en Jesucristo Salvador. ¿Quién no recuerda a un familiar, como nuestra madre o nuestro padre, y que en los momentos cruciales nos han dado pautas de vida en la fe? ¿Tal vez haya sido la experiencia de un amigo o de un profesor o de un sacerdote o de un religioso o de la lectura de la biografía de un santo o la de una persona sencilla o la vida de una comunidad fraterna la que hizo, a un cierto momento, que nuestra vida recibiera una luz especial? Bien podemos decir que el testimonio de un cristiano convencido, por pura gracia de Dios, puede hacer milagros. 

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