El ecumenismo del papa Francisco

En la semana anterior a la fiesta de la conversión de san Pablo (del 18 al 25 de enero), se celebra en todas las iglesias cristianas la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos 2015, con el lema: “Jesús le dice: «Dame de beber» (Jn. 4, 7)”. Se trata de una semana específica de oración, de intercesión conjuntada de todos los cristianos de las diversas iglesias y confesiones, para pedir algo que sabemos responde a la voluntad expresa del propio Jesús, que fue el primero que oró al Padre por esta intención de la unidad de la Iglesia. No dejemos pasar este “kairós” de vivir el auténtico ecumenismo espiritual en la unidad y comunión en la oración.

Comparte este texto en las redes sociales
Alfredo López Vallejos
En la semana anterior a la fiesta de la conversión de san Pablo (del 18 al 25 de enero), se celebra en todas las iglesias cristianas la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos 2015, con el lema: “Jesús le dice: «Dame de beber» (Jn. 4, 7)”. Se trata de una semana específica de oración, de intercesión conjuntada de todos los cristianos de las diversas iglesias y confesiones, para pedir algo que sabemos responde a la voluntad expresa del propio Jesús, que fue el primero que oró al Padre por esta intención de la unidad de la Iglesia. No dejemos pasar este “kairós” de vivir el auténtico ecumenismo espiritual en la unidad y comunión en la oración.

Un titular así podría dar la impresión de que el empeño eclesial por la unidad de todos los cristianos se hubiera iniciado con este pontificado, algo que, afortunadamente, resulta evidente no ser así. Baste recordar que hace pocas semanas, el 21 de noviembre del pasado año, se celebró el cincuenta aniversario del decreto conciliar “Unitatis Redintegartio”, de finales de la 3ª etapa del concilio, que representaba como la adhesión incondicional y programática de la Iglesia con la causa ecuménica.

Desde mediados del siglo XIX se experimentó en todas las comunidades eclesiales de Europa una gran aspiración en favor del asociacionismo cristiano, que a comienzos del siglo XX daría origen al llamado Movimiento ecuménico y al Consejo Mundial de Iglesias.

Puede afirmarse con total objetividad, que los últimos once papas que han cubierto este período en la historia de la Iglesia, han tenido una providencial sensibilidad ecuménica, desde León XIII (1873-1903) pasando por cada uno de sus sucesores, hasta los papas más conocidos para nosotros a partir de la etapa conciliar: Juan XXIII (58-63), Pablo VI (63-78), Juan Pablo II (78-05), Benedicto XVI (05-13) y el actual papa Francisco, cada uno con su estilo y carisma diferente y todos ellos decididamente empeñados en la hacer realidad la afirmación reiterada en varios documentos pontificios, respecto al “compromiso irreversible de la Iglesia católica con la causa ecuménica”. Así lo hemos vivido en una serie de fechas y hechos que han significado otros tantos acontecimientos históricos. El esperado y emocionado abrazo de los dos grandes representantes de las iglesias de Oriente y Occidente, el patriarca Atenágoras y el papa Pablo VI, -la última vez que un papa y un patriarca de Constantinopla se habían encontrado fue durante el concilio de Florencia, en 1439, se trataba del papa Eugenio IV y el patriarca de Constantinopla José II-. La víspera de la clausura del Concilio Vaticano II, el 7 de diciembre de 1965 la ratificación  conjuntamente en Roma y Constantinopla, del documento por el que ambas iglesias retiraban sus mutuas excomuniones, que las habían mantenido alejadas durante casi diez siglos, desde el lejano mes de julio del año 1054.

Los documentos de reencuentro, signos y gestos de reconciliación han sido tan numerosos como decisivos, no sólo con la Iglesia de Oriente, sino también con las comunidades eclesiales nacidas de las rupturas del siglo XVI en tiempos de Lutero, Calvino y Enrique VIII. Resultaron emblemáticas, por ejemplo, la declaración conjunta entre la Iglesia Católica y la Federación Luterana mundial del 31 de octubre de 1999 sobre la doctrina de la justificación, o la Constitución Apostólica “Anglicanorum coetibus” del año 2009, fruto del diálogo ecuménico entre la Iglesia Católica y la Comunión Anglicana durante los últimos cuarenta años, por no reseñar los centenares de acuerdos y declaraciones conjuntas entre la  documentación ecuménica acordadas durante estos últimos decenios, entre las diferentes Iglesias y comunidades eclesiales.

El papa Francisco, en su todavía corto pontificado, ha dado ya abundantes muestras de mantener vivo el compromiso irreversible ecuménico de la Iglesia católica. Donde de forma más explícita y expresiva se ha podido manifestar ha sido con motivo de su último viaje a Estambul, del pasado mes de noviembre, en el que ha tenido la oportunidad no solo de encontrarse con el Patriarca ecuménico Bartolomé en el cincuenta aniversario de aquel célebre primer encuentro con el patriarca Atenágoras, sino sobre todo de reafirmar ese proyecto de llegar a la ansiada unidad visible de todos los cristianos. Lo ha subrayado reiteradamente en diversas intervenciones todas ellas de marcado sentido ecuménico.

“Considero importante reiterar como condición esencial y recíproca para el restablecimiento de la plena comunión, que en modo alguno significa sumisión del uno al otro, sino más bien aceptación de los dones que Dios ha dado a cada uno. Quiero asegurar a cada uno de vosotros  que para alcanzar el anhelado objetivo de la plena unidad, la Iglesia Católica no pretende imponer ninguna exigencia, salvo la profesión de fe común, y que estamos dispuestos a buscar juntos, a la luz de la enseñanza de la Escritura y la experiencia del primer milenio, las modalidades con las que se garantice la necesaria unidad de la Iglesia en las actuales circunstancias: lo único que la Iglesia católica desea y que yo busco como Obispo de Roma, la Iglesia que preside en la caridad, es la comunión con las iglesias ortodoxas . Dicha comunión será siempre fruto del amor «que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que se nos ha dado» (Rm 5,5), amor fraterno que muestra el lazo trascendente y espiritual que nos une como discípulos del Señor.”

“Es el Espíritu Santo quien suscita los diferentes carismas en la Iglesia; en apariencia, esto parecería crear desorden, pero en realidad, bajo su guía, es una inmensa riqueza, porque el Espíritu Santo es el Espíritu de unidad, que no significa uniformidad. Sólo el Espíritu Santo puede suscitar la diversidad, la multiplicidad y, al mismo tiempo, producir la unidad. Cuando somos nosotros quienes deseamos crear la diversidad, y nos encerramos en nuestros particularismos y exclusivismos, provocamos la división; y cuando queremos hacer la unidad según nuestros planes humanos, terminamos implantando la uniformidad y la homogeneidad. Por el contrario, si nos dejamos guiar por el Espíritu, la riqueza, la variedad, la diversidad nunca crean conflicto, porque él nos impulsa a vivir la variedad en la comunión de la Iglesia. Los diversos miembros y carismas tienen su principio armonizador en el Espíritu de Cristo, que el Padre ha enviado y sigue enviando, para edificar la unidad entre los creyentes. El Espíritu Santo hace la unidad de la Iglesia: unidad en la fe, unidad en la caridad, unidad en la cohesión interior. La Iglesia y las Iglesias están llamadas a dejarse guiar por el Espíritu Santo, adoptando una actitud de apertura, docilidad y obediencia. Es él el que armoniza la Iglesia.”

En las expresiones del papa Francisco parece resonar la “formula Ratzinger”, es decir la propuesta que ya hizo en 1987 el todavía entonces cardenal teólogo,  que años más tarde ocuparía la cátedra de Pedro. Según aquella fórmula, “con respecto al primado de Roma  no se debe exigir del Oriente nada más que lo que se formuló y vivió durante el primer milenio” El papa Francisco tiene una visión realista sobre la fe y la misión de la Iglesia en el mundo de hoy, y gracias a ella se puede volver a descubrir la actualidad y eficacia, a nivel ecuménico, de la perspectiva evangélica de unidad que la Iglesia experimentó durante los primeros siglos del cristianismo. Una unidad visible que no tiene por qué significar ni uniformidad, ni absorción, sino comunión fraterna de la misma fe y de la vida sacramental, teniendo presente, como reconoce el decreto conciliar, que “la unidad de la Iglesia no se opone a cierta variedad de ritos y costumbres, sino que esta más bien acrecienta su hermosura y contribuye al más exacto cumplimiento de su misión” (UR 16).

Comparte este texto en las redes sociales
Esta web utiliza cookies propias y de terceros para su correcto funcionamiento y para fines analíticos. Contiene enlaces a sitios web de terceros con políticas de privacidad ajenas que podrás aceptar o no cuando accedas a ellos. Al hacer clic en el botón Aceptar, acepta el uso de estas tecnologías y el procesamiento de tus datos para estos propósitos. Ver
Privacidad