El hambre no deja de hacer estragos. Día de la Alimentación 2020
El 16 de octubre es una fecha de singular importancia para la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO). Esta vez conmemoramos el 75º aniversario de su creación. Nacida en ese día de 1945, esta institución internacional vio la luz con un solo propósito: erradicar el hambre, la malnutrición y la inseguridad alimentaria. Los ideales que dieron lugar al surgimiento de esta Organización no han perdido su valor. Por desgracia, en pleno siglo XXI, los males que aquejan a la humanidad, lejos de haber aminorado, no dejan de ser brutales y despiadados. Entre ellos el hambre, con la enorme estela de angustias y pesares que dicha plaga genera. Son diversas las regiones del planeta, particularmente en Asia y África, que siguen contemplando atónitas la muerte y el dolor de multitud de personas a causa de la carencia de lo imprescindible para sobrevivir.
Nuestro mundo es paradójico. Mientras a millones de personas les falta el pan de cada día, unos pocos nadan en la abundancia, despilfarrando alimentos o no valorándolos debidamente. Vivimos entre lacerantes incongruencias. Unos disfrutan de incalculables adelantos de la medicina, la cultura, la industria y las infraestructuras. En la otra orilla, copiosas muchedumbres de personas se arrastran a duras penas, llevando una existencia lacrada por sangrantes fatigas y penurias, exacerbadas en estos meses por la emergencia sanitaria derivada de la rápida e inexorable propagación del Covid-19, que está fustigando al mundo entero. En esta coyuntura, marcada por retos, tensiones y desigualdades, reconforta escuchar a Pablo VI, cuando recordaba la necesidad de «un cambio radical en el comportamiento de la humanidad», porque «los progresos científicos más extraordinarios, las proezas técnicas más sorprendentes, el crecimiento económico más prodigioso, si no van acompañados de un auténtico progreso social y moral se vuelven en definitiva contra el hombre» (Discurso con ocasión del 25º aniversario de la FAO, 16 de noviembre de 1970). Las proféticas palabras del santo Pontífice nos invitan a no bajar la guardia y seguir esforzándonos para salir al encuentro de quienes se desesperan por no tener los recursos suficientes para hacer frente a sus problemas con dignidad y confianza.
Precisamente en el día en que se fundó la FAO, anualmente se celebra la Jornada Mundial de la Alimentación. En esta ocasión el tema propuesto ha sido: “Cultivar, nutrir, preservar. Juntos. Nuestras acciones son nuestro futuro”. Solo si velamos por los bienes que el Creador nos da, si compartimos lo que poseemos para que nadie carezca de lo necesario, podremos edificar realmente un mundo más sano, más digno y más justo. Según las últimas estadísticas de la FAO, más de 690 millones de personas están luchando contra el hambre y la inseguridad alimentaria, y el coronavirus podría elevar esta cifra en 132 millones, dependiendo de las tendencias del crecimiento económico. Más de 2.000 millones de personas no tienen acceso regular a alimentos nutritivos y se prevé que la demanda de alimentos aumente, ya que se espera que la población mundial alcance casi los 10.000 millones de personas en el año 2050. La pandemia, con la incertidumbre y la angustia que está provocando, ha acentuado las injusticias y desigualdades resultantes de un crecimiento económico desequilibrado que no se corresponde con los valores humanos fundamentales y es indiferente al daño infligido a la Casa Común que a todos nos acoge. La acelerada difusión del virus nos ha mostrado que la salud humana está estrechamente conectada con la del entorno en el que se vive. No ha sido un capricho del azar, sino el nocivo efecto del impacto humano sobre el medio ambiente y la alteración de los ecosistemas, de lo cual todos somos responsables.
Esta Jornada anima a que reflexionemos en profundidad sobre el significado de estas tres palabras: cultivar, nutrir y preservar. Mientras que “cultivar” significa arar o trabajar un terreno, “nutrir” es sinónimo de mantener vivo, de cuidar; y, finalmente, “preservar” significa custodiar, conservar, vigilar lo que se nos ha dado. Esto implica «una relación de reciprocidad responsable entre el ser humano y la naturaleza. Cada comunidad puede tomar de la bondad de la tierra lo que necesita para su supervivencia, pero también tiene el deber de protegerla y de garantizar la continuidad de su fertilidad para las generaciones futuras» (Laudato Si’, 67). Lamentablemente, hoy en día, la agricultura intensiva, combinada con el cambio climático, está causando la pérdida de biodiversidad y, como ha apuntado la FAO en repetidas ocasiones, solo nueve especies de plantas representan el 66% de la producción agrícola total, a pesar de que existe una amplia alternativa de plantas comestibles. Por lo tanto, los gobiernos nacionales, el sector privado y la sociedad civil deben redoblar sus esfuerzos para asegurar que nuestros sistemas alimentarios puedan cultivar alimentos diversificados para nutrir a una población creciente y salvaguardar el planeta. En los últimos meses, algunas restricciones relacionadas con la pandemia han entorpecido aún más el acceso a los alimentos de innumerables personas. Especialmente las familias vulnerables, muchas de ellas esparcidas en deprimidas zonas rurales, han visto decrecer drásticamente sus ingresos al dispararse los precios de los alimentos y a la vez disminuir sus salarios en países que ya se enfrentaban a la crisis alimentaria. En esta tesitura, los Organismos que forman el polo romano de las Naciones Unidas están realizando una ingente labor para socorrer a las poblaciones más desfavorecidas, robustecer la cooperación internacional, potenciar la formación y el progreso en las zonas rurales, elaborar programas de recuperación de las tierras baldías, sin olvidar el incentivo de proyectos y soluciones a corto plazo para las regiones más afectadas mediante intervenciones que van desde iniciativas de protección social hasta el apoyo a la agricultura.
Aunque se advierten ciertos logros, el hambre sigue funestamente existiendo. Su aguijón es mortal. Golpea con ignominia, siendo «el signo más cruel y concreto de la pobreza» (Benedicto XVI, Discurso a la FAO con ocasión de la Cumbre Mundial sobre Seguridad Alimentaria, 16 de noviembre de 2009). Este dato contrasta con la existencia de otros dislates, como un consumismo convulsivo y voraz. El hecho de que haya alimentos en abundancia y no todos puedan comer es algo perverso y nefasto. Como es inaceptable que un tercio de los alimentos producidos en el planeta que, potencialmente, podrían alimentar a los millones de personas que no tienen acceso a recursos nutritivos adecuados, se desperdicien sin llegar a la mesa. No podemos conocer estos datos y permanecer indolentes o distraídos. Sin embargo, ante el dolor ajeno, nos hemos ido acostumbrando a mirar hacia otro lado. Casi sin advertirlo, nos estamos volviendo «incapaces de compadecernos ante los clamores de los otros, ya no lloramos ante el drama de los demás ni nos interesa cuidarlos, como si todo fuera una responsabilidad ajena que no nos incumbe» (Evangelii Gaudium, 54). Por este motivo, la promoción de una economía circular, que asegure los recursos para todos al tiempo que se preocupa por las generaciones futuras y que limite el uso de recursos no renovables en la medida de lo posible, no puede seguir posponiéndose. En cambio, una economía virtuosa, que gire en torno al bien común y preste especial atención a la ética y al respeto del medio ambiente, es la principal arma para sacarnos de la crisis actual. Como puso de relieve san Pablo VI, el verdadero desarrollo no puede restringirse únicamente al crecimiento económico, sino que debe fomentar la promoción de cada individuo y de toda la humanidad (cfr. Populorum Progressio, 14). También es indispensable un enfoque integral que facilite un conocimiento cuidadoso de la naturaleza y sus procesos, requisito fundamental para comprender mejor la crisis actual y desarrollar soluciones eficaces para corregir las distorsiones del modelo de desarrollo actual que tiene repercusiones negativas en la vida de las personas y el medio ambiente. De ahí la idea del papa Francisco de repensar el progreso, porque «un desarrollo tecnológico y económico que no deja un mundo mejor y una calidad de vida integralmente superior no puede considerarse progreso» (Laudato Si’, 194).
En sus 75 años de incesante quehacer, los estudios de la FAO han mostrado que no podemos contentarnos con incrementar la producción de alimentos. Sobre todo es esencial no esquilmar la tierra. Hay que cultivarla con sabiduría, administrando bien los recursos, para que las generaciones que vienen detrás de nosotros no hallen un mundo yermo y desolado, sino mejor incluso que el nuestro. Es asimismo importante que no simplemente pensemos en saciarnos, sino en nutrirnos de forma sana y adecuada, pagando los alimentos a un precio justo y asequible. Hay que seguir adelante en este sentido sin quedar atenazados por el pesimismo o las contrariedades. Sin posponer ideas ni retrasar decisiones. La clave es avanzar juntos para que podamos salir de la crisis que tan duramente está azotando al mundo siendo mejores personas. Si sembramos las semillas de la solidaridad, aprenderemos a poner en el centro a cada persona y su dignidad, a cuidar de los demás y del medio ambiente que se nos ha entregado.
Sería realmente triste que esta Jornada quedara como una efeméride más en el calendario y no sirviera particularmente para conjugar con firmeza y decisión el verbo “querer”. Nuestra voluntad ha de concentrarse en propuestas eficaces y concretas, en hechos tangibles que promuevan la esperanza. En la lucha contra el hambre será esta la forma de escapar de la retórica. Si nos quedamos anclados en bellas expresiones y no pasamos a la acción, estaremos cerrando la puerta al futuro. Si nos falta tenacidad y entereza para vigorizar nuestro compromiso y dar respuestas apropiadas al espectro del hambre y la malnutrición, continuaremos defraudando a quienes no pueden salir de sus dificultades por sí solos y buscan una mano tendida. Estaremos decepcionando a cuantos confían en la puesta en práctica de una genuina fraternidad, de una auténtica preocupación por quien se siente menospreciado y postergado. No podemos permitirnos más errores ni más dilaciones, porque «no podemos permitirnos escribir la historia presente y futura de espaldas al sufrimiento de tantos» (Francisco, “Un plan para resucitar”, Revista Vida Nueva, 17 de abril de 2020).