Hace un tiempo falleció una persona disminuida físicamente, que había pedido la eutanasia para dejar de vivir. Efectivamente, tomó cianuro y murió. Ha sido otra persona la que le ha proporcionado el veneno a instancias suyas. ¿Qué piensa la Iglesia a este respecto? ¿Alargar la vida excesivamente con medios supersofisticados es también lícito?
Ciertamente que la Iglesia ha defendido siempre la vida. Y nadie tiene potestad de usar la vida a su antojo. La razón fundamental: la vida depende y es pertenencia de Dios. Él nos la da y a él vuelve. Por tanto la eutanasia que consiste en poner fin a la vida de las personas disminuidas, enfermas o moribundas, es inaceptable y moralmente injusta. La doctrina de la Iglesia afirma que “una acción o una omisión que, de suyo o en la intención, provoca la muerte para suprimir el dolor, constituye un homicidio gravemente contrario a la dignidad de la persona humana y falta al respeto del Dios vivo, su Creador. El error de juicio en el que se puede haber caído de buena fe no cambia la naturaleza de este acto homicida que se ha de rechazar y excluir siempre” (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 2277).
Ésta ha sido siempre la enseñanza de la Iglesia. Nunca ha dejado de expresar con fidelidad el respeto a la vida y a la dignidad humana. Cuando nos hallamos en un mundo tan avanzado en la técnica el hombre no llega a superar la derrota de la propia limitación. Sólo desde la fe se puede asumir sin estoicismos. También me pregunta sobre los tratamientos alargados que pueden llegar a ser lo que se ha llamado el “encarnizamiento terapéutico”. Es decir, que hay posibilidad de interrumpir tratamientos médicos que por ser desproporcionados a los resultados, es legítimo desentenderse de ellos. Las decisiones deben ser tomadas por el paciente siempre que se encuentre en su sano juicio o por los que tienen los derechos legales. “Con esto no se pretende provocar la muerte; se acepta no poder impedirla” (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 2278).
Aquí hemos de recordar lo que nos dice la canción: “En la vida y en la muerte somos del Señor”. Se ha de aceptar el tiempo de la vida como el tiempo de la muerte. Ahora bien, nadie tiene derecho a quitársela o a alargarla más de lo que ya está prescrito en el plan de Dios. Esto supone siempre un gran equilibrio que nace de una disposición a aceptar con sentido humano lo que va sucediendo en nuestra vida sin por eso dejar de utilizar sensatamente todos los medios que vienen proporcionados por la medicina y por la técnica médica, que avanza cada día más.