Tal vez atrapado el ser humano por tantas ideologías y estilos de vida, parece ya casi normal convivir y confraternizar con el pecado. Ya lo decía el Papa Pío XII: “Se ha perdido el sentido del pecado”. Los sicólogos afirman que uno de los grandes problemas de nuestra época es el haber perdido el sentido de la trascendencia. Sin esto la vida se queda pendiente por un hilo muy fino que cualquier adversidad lo rompe. De ahí la frágil existencia y el modo de vivir absurdo que se convierte en un tormento tan agresivo que provoca abandonar la vida con el fácil método del suicidio. Cuando falta el sentido de que la vida es un don que Dios nos ha regalado, falta la alegría de vivir y se convierte en un infierno existencial. Si a esto añadimos que la vida se puede utilizar sin reconocer la debilidad  y el pecado que, muchas veces, cometemos entonces la misma vida se endiosa tanto que “todo vale” con tal que se apetezca, sin criterio, y se ejercitan todos los deseos sin llegar a discernir donde está el bien y donde está el mal. El principio de la autentica ética y moral es el saber reconocer y distinguir el bien y el mal.

Mucho se ha escrito sobre este tema, pero ahora es necesario recordarlo e invitar a un cambio de posición y a seguir la luz de la conciencia recta  que Dios ha depositado en nuestra intimidad de vida. “La pérdida del sentido del pecado es la manifestación más clara de la pérdida del sentido de Dios en nuestras vidas, ya que los dos aspectos van estrechamente unidos. Cuando la vida se desarrolla sin una relación de dependencia de Dios, en plena autonomía de la conciencia, todo pasa por los criterios egoístas de nuestra mente que decide el sentido del bien y del mal. Y ésta es, precisamente, la actitud de muchos de nuestros contemporáneos. Admiten teóricamente a Dios, pero no admiten que su ley y su Palabra oriente el sentido ético de sus vidas” (Teólogo Isaac Riera). Ante tal pensamiento de lo que es y supone el pecado hoy no se entiende puesto que se ha creado un ambiente ideológico en el que se afirma que el pecado es cosa de tiempos antiguos y ahora en el siglo XXI no solo suena mal, esta palabra, sino que hasta usar o hablar de la palabra pecado es signo de retroceso y contraviene todo progreso humano y cultural.

La realidad es tozuda y por mucho que se quiera edulcorar o endulzar la experiencia humana afirmando que el pecado ya ha pasado de moda, es un engaño gravísimo que produce frutos muy amargos. Un médico por muy modernista e idealista que sea nunca afirmará que no existe la enfermedad. Él sabe que existe la salud y la enfermedad. Ante el enfermo lo mejor es aplicar todas las prácticas médicas y medicinales para curarlo y así adquiera la salud física. Lo mismo sucede en nuestra alma y vida espiritual. Por eso la Iglesia afirma que el pecado es una falta contra la razón, la verdad y la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo. Hiere la naturaleza del ser humano y atenta contra la solidaridad humana. El pecado es una ofensa a Dios: “Contra Ti, contra Ti sólo he pecado, y he hecho lo que es malo a tus ojos” (Sal 51, 6). Es muy nocivo afirmar que el pecado ha sido en la historia un invento de la Iglesia para amedrentar a los creyentes. En estos momentos de la historia se afirma la libertad y, todo lo más, no hay ni pecadores ni culpables; sólo hay, en todo caso, enfermos o desequilibrados. El pecado es la enfermedad del alma que conviene curar con la misericordia de Dios. De ahí el Sacramento de la Penitencia que cura y da la salud espiritual.

El único y mejor Médico es Jesucristo que con su Pasión y su misericordia  vence al pecado. El pecado es obra de la carne como dice San Pablo:” La fornicación, la impureza, la lujuria, la idolatría, la hechicería, las enemistades, los pleitos, los celos, las iras, las riñas, las discusiones, las divisiones, las envidias, las embriagueces, las orgías y cosas semejantes. Sobre ellas os prevengo, como ya he dicho, que los que hacen esas cosas no heredarán el Reino de Dios” (Ga 5, 18-21). En cambio los frutos del Espíritu son: «La caridad, el gozo, la paz, la longanimidad, la benignidad, la bondad, la fe, la mansedumbre, la continencia…” (Ga 5, 22-23). Al final de todo se cumple el refrán: “Dime con quién andas, y te diré quién eres”.

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