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Me impresiona comprobar que, a pesar de nuestras flaquezas y debilidades, el Espíritu Santo sigue mostrándose a la humanidad a través de su Iglesia con los carismas. Son momentos difíciles y confusos. Ahora bien el Espíritu Santo tiene mucha fantasía y envía sus dones carismáticos para el momento que nos toca vivir. Los carismas son como luces en medio de la noche y de esto se vale el Espíritu Santo que no nos deja abandonados en las tinieblas. Basta una sencilla cerilla que disipa las tinieblas a su alrededor. Un carisma es un don o gracia extraordinaria de Dios a determinadas personas para el bien de la Iglesia y de las personas que lo viven. Reavivan la fe y fomentan el espíritu de conversión, es decir, que ayudan a “poner a tono” el alma que tal vez ha estado confusa y distraída en las realidades inmanentes sin horizontes valiosos y sin el sentido de la trascendencia.
Ya el apóstol San Pablo enumera muchos y variados carismas (Cfr. 1Cor 12, 1-11). Y así lo explica el Concilio Vaticano II: “El mismo Espíritu Santo no solamente santifica y dirige al pueblo de Dios por los sacramentos y los ministerios y lo enriquece con las virtudes, sino que ‘distribuye sus dones a cada uno según quiere’, reparte entre los fieles de cualquier condición incluso gracias especiales, con que las dispone y prepara para realizar variedad de obras y de oficios provechosos para la renovación y para una más amplia edificación de la Iglesia… Estos carismas, tanto los extraordinarios como los más sencillos y comunes, por el hecho de que son muy conformes y útiles a las necesidades de la Iglesia, hay que recibirlos con agradecimiento y consuelo” (Lumen gentium, nº 12). Por muy bueno que sea un carisma siempre ha de ponerse a disposición de la gracia santificante que es lo más importante. Los carismas no la pueden sustituir sino siempre apoyar.
Todos y cada uno desde su vocación específica pueden recibir gracias especiales, como son los carismas, para la edificación de la Iglesia y para bien de la humanidad puesto que el Espíritu Santo “sopla donde quiere y oyes su voz” (Jn 3, 8), sin olvidar la unión con los hermanos en Jesucristo y sabiendo que a quienes toca juzgar la genuina naturaleza de tales carismas y su ordenado ejercicio es a los Obispos, a fin de que todo sirva para que no se apague el Espíritu y todo revierta en bien y armonía de la edificación del pueblo de Dios. Estos carismas no son vanos y son útiles para determinadas misiones o determinadas épocas de crisis espiritual y humana.
Es muy importante que quien ha recibido un carisma debe tener presente que tal carisma no es propiedad suya y debe reconocer que todo lo que le sucede viene de Dios, dándole gracias por todo lo que recibe y reconociendo que el mérito viene únicamente del Señor y no de sí mismo. Sabiendo con humildad que dicha gracia le puede desaparecer lo mismo que le ha aparecido. Se ha de sentir un instrumento de servicio y no apartarse nunca de las Sagradas Escrituras y del Magisterio de la Iglesia. San Agustín de Hipona afirmaba que “todo cristiano debe confiar su vida en las manos de Dios el cual, igual que el alfarero hace con el barro, le dará la forma que más conviene, estar en las manos de Jesucristo es un proceso que nos hace parecernos más a Él”. Dejarse moldear por el alfarero no sólo es de sabios sino de realistas puesto que -si así se hace- la vasija saldrá más bella y hermosa. Los carismas son luces del Espíritu Santo y no han de apagarse al ser sustituidos por intereses personales sino por la docilidad a las inspiraciones que proceden del Espíritu. ❏

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