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En la experiencia humana bien sabemos que no todo es de “color de rosa” sino que hay momentos muy preciosos y también existen circunstancias dolorosas. Cuando sentimos que la fe ilumina nuestra vida caemos en la cuenta que ella nos dispone tanto a realizar el bien como a soportar el mal. Así lo expresaba San Agustín: “Pensad en esos hombres que quieren vivir bien, que han determinado ya vivir bien, pero que no se hallan tan dispuestos a sufrir males, como están preparados a obrar el bien. Sin embargo, la buena salud de un cristiano le debe llevar no sólo a realizar el bien, sino también a soportar el mal. De manera que aquellos que dan la impresión de fervor en las buenas obras, pero que no se hallan dispuestos o no son capaces de sufrir los males que se les echan encima, son en realidad débiles” (Sermón sobre los pastores, Sermón 46, 13: CCL 41, 539-540). Nada hay más efectivo en la experiencia humana que la fortaleza ante la adversidad. Hoy se le da el nombre de resiliencia, que es la capacidad de saber afrontar acontecimientos adversos de forma constructiva, adaptarse y fortalecerse al pasar por un suceso traumático.
Ante la adversidad conviene afrontarla con dignidad y sin miedos, animados por lo que nos muestra el Evangelio: “No tengáis miedo” (Mt 10, 26). Queramos o no queramos, el miedo se hace presente en nuestras vidas. Desde niños hemos observado que había temores que muchas veces eran infundados pero luego desaparecían. También de adultos se nos presentan miedos ante situaciones duras (enfermedad, críticas, incomprensiones, soledad, desprecios…) que vienen de repente y sin avisar. Los hemos de afrontar rogando a Dios que nos conceda el don de la fortaleza. Es sobreponerse a las adversidades que al final nos ayudarán a crecer y desarrollarnos como personas maduras. “La fortaleza es la virtud moral que asegura en las dificultades la firmeza y la constancia en la búsqueda del bien. Reafirma la resolución de resistir a las tentaciones y de superar los obstáculos en la vida moral. La virtud de la fortaleza hace capaz de vencer el temor, incluso a la muerte, y de hacer frente a las pruebas y a las persecuciones. Capacita para ir hasta la renuncia y el sacrificio de la propia vida por defender una causa justa” (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1808).
Realizar el bien es un gran regalo que podemos hacer a los demás y es importante. Ahora bien cuando se acercan o aparecen las dificultades, se han de aceptar sabiendo soportar el mal. Y todo por amor. Pongamos el ejemplo de la moneda que tiene su cara y su cruz; es la misma moneda. El amor tiene su parte de cara cuando todo va bien, pero también tiene su cruz cuando no va tan bien. El amor es el mismo, como la moneda es la misma. En el mundo tendréis sufrimientos, pero confiad: “Yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33). Esta seguridad nos la da Jesucristo que, con su vida, nos ha mostrado su gran Amor.
Recuerdo aún la homilía que pronunció el Papa San Juan Pablo II: “¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo! Abrid a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas económicos y políticos, los extensos campos de la cultura, de la civilización y del desarrollo. ¡No tengáis miedo! Cristo conoce lo que hay dentro del género humano. ¡Sólo Él lo conoce! Con frecuencia el hombre actual no sabe lo que lleva dentro, en lo profundo de su alma, de su corazón. Muchas veces se siente inseguro sobre el sentido de su vida en este mundo. Se siente invadido por la duda que se transforma en desesperación. Permitid, pues, -os lo ruego, os lo imploro con humildad y con confianza- permitid que Cristo hable al ser humano. ¡Sólo Él tiene palabras de vida, sí, de vida eterna” (Homilía en el comienzo de su Pontificado, 22 de octubre 1978, nº 5). Con esta certeza uno está seguro y sabrá afrontar con diligencia tanto los momentos fáciles como los difíciles; sabrá así afrontar el bien y soportará, en los momentos difíciles, el mal. ❏

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