Una lectura atenta de los evangelios muestra el lugar tan importante que ocuparon los enfermos en la vida de Jesús. Comenzó su actuación pública «anunciando el Reino de Dios y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo». Su fama se extendió «y le traían todos los pacientes aquejados de enfermedades y sufrimientos diversos… y los sanaba» (Mt 4, 23.24).

Jesús mantuvo esta singular atención hacia los enfermos durante toda su vida pública. Su ocupación principal era anunciar la buena nueva del Reino de Dios y curar toda enfermedad y toda dolencia (Cf. Mt 9, 35) Y esto es también lo que encomienda a sus discípulos cuando los envía a anunciar el Reino de Dios, dándoles poder para expulsar a los demonios y para curar toda enfermedad y dolencia. El encargo que reciben los discípulos es muy simple y muy claro: «Id anunciando que el Reino de los Cielos está cerca. Sanad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos y expulsad demonios.» (Mt 10, 7 y 8).

A nosotros nos resulta difícil de comprender el acercamiento entre enfermos y endemoniados que aparece constantemente en la vida de Jesús. El curaba a los enfermos y expulsaba a los demonios. Estos eran los signos principales de la verdad de su anuncio: Está cerca de vosotros el Reino de Dios, su revelación, su misericordia, el poder de su amor y de su gracia, la vida nueva recibida del Padre del Cielo, por el Espíritu Santo, hasta la vida eterna. Enfermos y endemoniados eran los pobres preferidos por Jesús.

El encargo de Jesús a sus discípulos nos concierne también a nosotros. La Iglesia ha heredado esta predilección de Jesús por lo enfermos. Evidentemente los tiempos son muy diferentes. Hoy profesionales e instituciones cuidan maravillosamente de nuestra salud. ¿Cómo podemos interpretar y practicar en nuestros tiempos el encargo de Jesús respecto de los enfermos?

Hay una primera cosa que no es cuestión de ciencia ni de preparación profesional. Me refiero a la valoración del enfermo y la interpretación humana y cristiana de su enfermedad. Ante un enfermo podemos situarnos de muchas maneras, con amor o con indiferencia, con compasión o con rechazo, con generosidad o con egoísmo. La Iglesia nos enseña a acercarnos a los enfermos con los sentimientos de Jesús, sentimientos de respeto, de compasión, de amor, servicio y generosidad. Ante un enfermo los cristianos tenemos que ver siempre la imagen dolorida de Jesús, identificado por amor con todos los dolores y sufrimientos de los hombres.

El amor y el realismo, iluminados por la fe, nos permiten descubrir muchos aspectos positivos en la enfermedad y en la situación vital del enfermo. La enfermedad puede ser un germen de rebeldía o desesperación, pero puede también ser vivida como un momento de gracia, de purificación y crecimiento espiritual, humano y sobrenatural.

Vivida desde la fe, en la presencia de Dios y con la inspiración del Espíritu Santo, la enfermedad nos ayuda a situarnos en la verdad de nuestra vida, nos cura de muchas fantasías y nos induce a reconocernos como creaturas débiles, necesitadas de los cuidados de otros, deudoras del amor, de la diligencia y la generosidad de quienes nos atienden, pendientes de la providencia y de la misericordia de Dios. Quien entra en este camino de verdad y de humildad, aprende a valorar y agradecer las muchas cosas hermosas que tenemos en el mundo, descubre el gozo insospechado de la gratuidad, del agradecimiento, de la confianza, del triunfo de la bondad y del amor. En este clima de debilidad reconocida y aceptada, se abren posibilidades de relación y comunicación entre las personas que en la vida normal quedan con frecuencia ocultas y menospreciadas.

Con la enfermedad de los demás, los sanos aprendemos a querer con una profundidad nueva, a renunciar a nuestros planes para ocuparnos de los demás, dedicándoles nuestro tiempo y nuestros recursos, dándoles un amor verdadero y efectivo. El lecho de un enfermo es una excelente escuela de vida y ofrece la posibilidad de un ejercicio maravilloso de abnegación, amor y generosidad. Es sorprendente ver la bondad y la riqueza de sentimientos humanos y religiosos de algunos enfermos y de sus cuidadores. Espontáneamente tendemos a pensar que la salud es el único estado justo y adecuado para nosotros. La sociedad pragmatista y consumista, de inspiración más pagana que cristiana, tiende a considerar la enfermedad como un accidente injusto y totalmente negativo. Pero la experiencia enseña que solamente por el camino doloroso y oscuro de la enfermedad vivida en actitud de fe llegamos a descubrir las zonas más hermosas y sorprendentes de nuestra humanidad y nuestra vocación definitiva.

Esto y muchas cosas más es lo que los cristianos podemos y debemos ofrecer a los enfermos, en los hospitales y en los domicilios particulares, desde el equipo de Pastoral Sanitaria y desde las parroquias, los sacerdotes y los seglares voluntarios. Quienes tenéis un enfermo en la familia, los que os dedicáis profesionalmente a las diferentes tareas sanitarias, responsables y voluntarios de la pastoral sanitaria, todos los cristianos de una u otra manera, en la enfermedad de los demás y en nuestras propias enfermedades, tratemos de ser testigos de la bondad de Dios, de la misericordia de Jesús, de la misión servicial y fraternal de la Iglesia.

Así conseguiremos que en los ambientes de dolor y sufrimiento, junto al lecho o al sillón de los enfermos, resuene el anuncio de Jesús con la voz silenciosa y convincente de las obras de misericordia: El Reino de Dios, su bondad, su gracia, el don de la vida eterna, está cerca de vosotros. No perdamos la mejor oportunidad de nuestra vida, no olvidemos la palabra de Jesús, «Lo que hicisteis con uno de mis hermanos, conmigo lo hicisteis».

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