En su mensaje para la celebración de la Jornada mundial de la Paz, el Papa Juan Pablo II ha querido recordar el itinerario de estas Jornadas desde que Pablo VI las estableció en 1968. Desde entonces los Papas nos han ido ofreciendo un verdadero tratado práctico sobre las exigencias de la construcción de la paz en nuestro mundo.

La primera gran afirmación de la Iglesia es clara y sencilla: la paz es posible. A pesar de todas las ambiciones, de todos los resentimientos, de todos los conflictos, de todos nuestros pecados, los cristianos tenemos que anunciar que la paz es posible y está a nuestro alcance. Porque contamos con la acción del Espíritu de Dios.

Además de posible, la paz es necesaria. La necesitan los pueblos y la necesitamos las personas para vivir tranquilamente, para crecer en posibilidades materiales y espirituales y poder disfrutar de los dones de Dios, comenzando por el gran don de la vida y de la libertad.

Y porque es necesaria, resulta también obligatoria. Todos estamos obligados a hacer lo que buenamente podamos para eliminar los gérmenes de la violencia y desarrollar en las personas, en las familias y en las naciones, actitudes y relaciones de paz, fundadas en el respeto, la comunicación, la estima y la colaboración.

El Papa nos dice que es hora de pasar a la acción. El señala en primer lugar la necesidad de respetar el derecho universal, las instituciones internacionales que sostienen y defienden los principios universales del derecho y de la justicia en las relaciones entra las naciones y los pueblos.

Es preciso además apoyar el perfeccionamiento de las instituciones existentes para que sean capaces de defender el derecho y la justicia por encima de las pretensiones y las ambiciones de cualquier Estado. “La humanidad, enfrentada a una etapa nueva y más difícil de su auténtico desarrollo, necesita hoy un grado superior de ordenamiento internacional”.

Si el derecho internacional en siglos pasados ha sido un derecho para la paz y para la guerra, en adelante debe ser únicamente un derecho para la paz. Su objetivo esencial es reemplazar “la fuerza material de las armas por la fuerza moral del derecho y de la justicia”. La moral, anunciada y difundida por la Iglesia puede y debe fortalecer y ampliar el ámbito y la fuerza del derecho internacional. De esta manera la Iglesia contribuye eficazmente a la consolidación de la paz. Si aumentan los hombres justos, la paz estará más cerca y será más sólida.

El Papa nos pide también a los cristianos que seamos “educadores para la paz”. Educar para la paz es educar en el respeto a los demás, enseñar a valorar las mutuas diferencias y dependencias, a anteponer lo común a lo diferente, la convergencia a la divergencia, el acercamiento y la colaboración a la contraposición y al conflicto. Hay que hacer sentir el valor de la unidad y de la convivencia por encima de la disgregación y los enfrentamientos.

Los cristianos españoles nos sentimos llamados a esta pedagogía de la paz. En nuestra sociedad hay diferencias históricas, culturales, religiosas y sociales que pueden ser una riqueza, si las encuadramos en un contexto más amplio de estima y convergencia, en un proyecto común de comunicación de bienes y de verdadera convivencia.

Explotar las diferencias callando las profundas coincidencias culturales e históricas puede ser una forma peligrosa de ahondar artificialmente las tensiones hasta comprometer la convivencia pacífica. Hace pocos años, los españoles supimos encontrar un consenso general que hizo posible la Constitución y nos ha proporcionado un largo período de paz y prosperidad. Vale la pena tener en cuenta las lecciones del pasado para no repetir las trágicas experiencias de una historia todavía cercana.

Poner en cuestión las bases del aquel acuerdo constituyente podría abrir un proceso de resultados imprevisibles. Es preciso evitar a tiempo las amenazas latentes de estos enfrentamientos. Los católicos, con el ejercicio ponderado de nuestros derechos políticos, tenemos que ser servidores de la paz respetando las diferencias pero valorando más lo que une que lo que separa, favoreciendo una convivencia verdadera construida sobre los pilares de la verdad, la comunicación, la justicia y la solidaridad.

Los cristianos sabemos que estos comportamientos sólo nacen de un corazón limpio y justo. Sabemos que Dios justifica interiormente al hombre para que haga obras de justicia y de paz. Por eso le pedimos cada día, con humildad y confianza, que haga de nosotros instrumentos de su paz, en la vida familiar y social, privada y pública. Orar por la paz nos ayudará a ser pacíficos y pacificadores.

 

+ Fernando Sebastián Aguilar

Arzpo. Pamplona, Obpo. Tudela

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