Estamos viviendo un profundo conflicto cultural. Muchos de nosotros mantenemos una visión religiosa del mundo y de la vida, presidida por la fe en un Dios creador, providente y salvador. Y junto a nosotros hay otros muchos que tienen otra manera de entenderla, sin ninguna referencia a Dios, centrada en ellos mismos, como si fueran principio y el fin de su vida.

En el marco de este debate más general, se sitúa la tensión entre una comprensión religiosa de la sexualidad humana y otra visión atea, sin referencias a Dios ni a una naturaleza humana definida, a merced de los gustos de cada momento.

Para los cristianos es decisiva la iluminación recibida mediante la fe en la revelación de Dios. El hombre está creado por Dios como hombre y mujer, ambos son personas con una igualdad básica, pero diferenciados sexualmente, invitados a unirse por amor, para ser complemento uno del otro y multiplicar la vida. En virtud de esta visión religiosa de nuestra condición humana, es preciso reconocer que la sexualidad humana, como el resto de nuestras potencialidades, responde a la sabiduría de Dios inscrita en nuestra propia naturaleza, posee una consistencia interior, independiente de nosotros, que hemos de conocer, recibir y desarrollar respetando su naturaleza.

En cambio, en la mentalidad laicista y atea, la sexualidad, como el resto de la vida humana, no tiene una esencia preestablecida, ni tiene raíces más allá de la propia libertad y de las conveniencias de cada uno. Según esta manera de entender las cosas, seríamos unos seres abiertos, plenamente indeterminados, con la capacidad y la necesidad de dar cada uno a su vida la forma y las características que quiera.

En esta visión atea de la vida, es fácil de comprender que sea entendida como algo indiferenciado que cada uno puede orientar y vivir como le parezca. Es igual ser homo que heterosexual, da lo mismo juntarse por una temporada que casarse definitivamente, tener hijos que no tenerlos, engendrarlos naturalmente que encargarlos al laboratorio, aceptarlos que destruirlos antes de que nazcan. Cada uno es dueño absoluto de su vida, y en parte, también de la vida de los demás, como ocurre en el caso del aborto provocado. Esta manera de ver las cosas puede parecer más liberal, más progresista, más conforme con la libertad, la soberanía y la felicidad del hombre. Con estas pretensiones se presentan ante la sociedad una serie de asociaciones, grupos y partidos políticos. Estas ideas están en el fondo de algunas ofertas electorales. Pero ¿qué ocurrirá si esta manera de pensar no es verdadera y no responde a la verdad de nuestra condición humana? ¿Qué puede pasar si estas teorías son contrarias al verdadero bien de las personas?

Porque esta es la cuestión. No se trata de atrincherarse en unas determinadas teorías, ni en hacer de estas cuestiones banderas para la confrontación política. Lo correcto es intentar ver las cosas como son en sí mismas, con serenidad, con respeto a los datos objetivos, sin etiquetas ni valoraciones previas. En estas materias, sin agravio de nadie, podemos establecer una serie de afirmaciones que son de sentido común y que concuerdan perfectamente con la revelación cristiana, con las enseñanzas de la Iglesia y con nuestra propia naturaleza. Los padres y educadores cristianos tenemos la grave educación de ayudar a nuestros jóvenes a orientarse a tiempo en estas materias.

Varón y mujer tienen la misma dignidad personal, los mismos dones y los mismos derechos básicos. Las diferencias entre varón y mujer no significan prevalencia del uno sobre el otro. Dentro de una vocación común, cada uno tiene su misión específica, su forma peculiar de estar en el mundo, de relacionarse con los demás, de colaborar a favor de la vida. La promoción de la mujer no consiste en asemejarse al varón, perdiendo las características de su femineidad, sino en desarrollar libremente sus posibilidades, hasta alcanzar la igualdad de rango que le corresponde como persona, haciendo valer sus capacidades comunes y el respeto hacia sus notas específicas.

Cada persona, hombre o mujer, tiene que hacerse cargo de su propia condición sexual, integrarla personalmente, armonizar su biología y su psicología, capacitarse para vivirla y ejercitarla adecuadamente como acto personal y de forma adecuada a la condición y al ser personal del otro. El ejercicio adecuado de la sexualidad humana requiere que el encuentro entre hombre y mujer se realice en el marco de una mutua aceptación y donación, de manera libre, amorosa, estable e irrevocable. La sexualidad humana es un signo y un camino para el encuentro amoroso entre hombre y mujer, que por exigencia del mismo ser personal de los protagonistas, tiene que ser interpersonal, libre, definitivo. La comunión esponsal y matrimonial entre un hombre y una mujer es la única forma correcta de ejercitar la sexualidad humana.

La virtud de la castidad consiste en esta capacidad y virtud de integrar la sexualidad en una vida personal, libre y espiritual. Sin ella el instinto domina a la persona, la sexualidad no es controlada por el sujeto y ni llega a alcanzar su verdadera riqueza humana, personal y espiritual.

Otras formas de ejercitar la sexualidad, sin ningún compromiso personal o mediante uniones provisionales y transitorias, de forma variable y promiscua, entre personas de diferente o del mismo sexo, son incorrectas, no responden a la condición personal de los sujetos ni a la ley de Dios, por lo que son incompatibles con una conciencia recta y gravemente perjudiciales para la persona y la sociedad.

El respeto al derecho y a la libertad de las personas no obliga a equiparar lo que es diferente, ni a dar por bueno lo que no es conforme con la naturaleza humana ni con los fines esenciales de la diferenciación sexual. Respetar no es confundir ni igualar lo que es diferente. Todas las personas son dignas de respeto, pero no todos los comportamientos son equiparables ni aceptables.

Con la ayuda de Dios, el varón y la mujer, pueden superar el ejercicio normal de la sexualidad, y centrar sus afectos directamente en Dios y en el servicio al prójimo en un amor virginal. El amor esponsal y el amor virginal proceden de Dios y conducen por caminos diferentes a la misma perfección personal en un amor gratuito, espiritual y definitivo.

Las instituciones políticas tienen que gobernar de acuerdo con las exigencias de una moral natural objetiva y traicionan gravemente el bien común de las personas y de la sociedad cuando, por conveniencias estratégicas o por sometimiento a las presiones de grupos ideológicos, políticos o económicos, legislan contra la naturaleza y fomentan comportamientos que deforman la conciencia y alteran la vida social desfigurando el ser natural de la sexualidad humana, del matrimonio y de la familia. Los cristianos y todas las personas de recta conciencia tenemos el deber de presionar sobre ellos con el ejercicio del voto para obligarles a respetar la moral natural en todas sus actuaciones.

+ Fernando Sebastián Aguilar

Arzpo. Pamplona, Obpo. Tudela

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