Los días santos
Los mayores recordamos con una pizca de nostalgia la densidad religiosa que tenía la Semana Santa en nuestros años de niñez y juventud. Eran otros tiempos y otras circunstancias. No había coches, no había vacaciones, no había viajes, ni había tampoco la libertad, la disidencia y la variedad de opiniones que hay hoy. Los tiempos pasados, pasados están. Y no volverán. Tampoco quiero decir que los actuales sean perfectos y tengan que durar eternamente. En nuestro mundo nada es perfecto y todo puede cambiar. De nosotros depende que cambien a peor o a mejor. Porque cambiar, por mucho que digan, no siempre es mejorar.
Los cristianos tenemos que reflexionar ante la manera de vivir la Semana Santa. Ahí están el Jueves, el viernes y el sábado “santos”. Y luego el gran domingo de la Pascua. ¿Cómo los vamos a vivir? Esa es la cuestión. Con el recurso fácil de dejarnos llevar y conducir por el ambiente y las propagandas ya sabemos lo que pasa. Poco a poco nos llevan a organizar nuestra vida según los esquemas que favorecen los intereses económicos de quienes manejan los resortes de la propaganda.
Nosotros, en estos días, celebramos el recuerdo y la actualidad de la pasión y muerte de Jesucristo, nuestro Señor. Son los acontecimientos centrales de la historia de la humanidad. El Hijo de Dios hecho hombre, víctima de la ambición y del orgullo de los dirigentes de su pueblo, ofrece su vida por la salvación del mundo, por la salvación, temporal y eterna, de cada uno de nosotros. Con su justicia vence el poder de la injusticia, con su fidelidad borra todas las infidelidades, sufriendo soledad y abandono nos asegura la presencia y el amor irrevocable del Padre celestial. La muerte de Jesús restaura la alianza con Dios y de este modo hace posible la justicia, la autenticidad y la salvación de nuestra vida. De esta raíz viva se alimenta la humanidad entera.
La fidelidad y el amor, consumados en la muerte, abren el camino al desbordamiento de la generosidad de Dios en la Resurrección. La resurrección de Jesús es la manifestación definitiva del poder y del amor de Dios a favor nuestro. Es la última palabra de la gran aventura de nuestra vida, la razón de ser de la creación del mundo. Creer y celebrar la resurrección de Jesús nos permite esperar con garantías nuestra propia resurrección. Desde esta fe y esta esperanza podemos vislumbrar la gran bondad y el amor ilimitado de Dios. Nos quiere para la vida eterna, ha creado todo un mundo maravilloso para que podamos llegar con Jesús a la vida eterna y gloriosa de la Santa Trinidad. Olvidarlo o callarlo es quebrar la lógica de la fe y perder la substancia del cristianismo.
Es posible que muchos cristianos no se den cuenta del gran alcance social y hasta político de esta fe en la resurrección. La esperanza de la resurrección es fermento de renovación para el mundo. La fe en la resurrección nos reconcilia con Dios y nos trae la justicia del corazón. De los corazones justos nacen luego las obras buenas y la verdadera renovación del mundo. No una renovación “de la imagen”, sino una renovación de la realidad y de la verdad profunda de las cosas.
Estas ideas nos tienen que mover a vivir con seriedad la Semana Santa. No es preciso hacer cosas extraordinarias. Basta con asistir atentamente a las celebraciones litúrgicas, dedicar algún tiempo a la lectura del evangelio y a la meditación de estas ideas básicas de nuestra fe, revisar desde estas convicciones el tono y los contenidos de nuestras aspiraciones y deseos, de nuestros proyectos de vida y nuestras actividades de cada día. Todo ello es posible y fácil de hacer. Con vacaciones o sin vacaciones. En la ciudad o en el pueblo.
Lo decisivo es que mantengamos la convicción de que las cosas del espíritu son importantes, aunque no salgan en la tele, aunque algunos nos digan que son cosas de otros tiempos, aunque no sirvan para divertirse ni para ganar dinero. Son cosas que pertenecen al orden del “ser”, de la autenticidad y consistencia de nuestra vida, de la verdad y del acierto de nuestro ser personal. ¿Puede haber algo más interesante?
Lo que hagamos nos servirá a nosotros y les servirá a otros para comenzar a pensar y pedirse cuentas. No podemos vivir dejándonos llevar de las opiniones de los demás, de propia comodidad o de las modas y tendencias inducidas desde los medios de comunicación. No vale la táctica del “no pasa nada” Si las convicciones religiosas y morales de un pueblo se quiebran pasan muchas cosas. Quien traiciona sus convicciones termina perdiéndolas. Y quien pierde sus convicciones pierde la razón y la consistencia de su vida.