Los cristianos tenemos el peligro de acostumbrarnos demasiado a algunas afirmaciones que son realmente sorprendentes. Y una de ellas es la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles. Y más todavía la promesa de Jesús de comunicarnos a todos sus discípulos este gran don que es el Espíritu de Dios.

Pentecostés, con Pascua, es una fiesta central para nosotros. Recordamos el cumplimiento de la promesa de Jesús. “Recibid el Espíritu Santo”. Y anunciamos el gran don de Dios a todos los que se acerquen a El en el nombre de Jesús.

Recibir el Espíritu de Dios es tanto como entrar en comunicación interior con El, entrar en la intimidad de Dios, ser acogido como hijo juntamente con Cristo. Y en consecuencia tener dentro el latido, el toque de familia de los hijos de Dios, la facilidad para creer en El y para actuar espontáneamente según su voluntad. Decir que Dios nos da su Espíritu es tanto como decir que nos abraza, nos acerca a su corazón, hace que el Amor personal de Dios purifique y santifique nuestra voluntad, nuestros deseos, la raíz misma de nuestra vida personal.

Esta comunicación del Espíritu es el gran secreto y la gran riqueza de la Iglesia y de los cristianos, la verdadera fuerza interior que nos sentir y actuar como cristianos, el alma y la fuerza interior de la Iglesia. Aunque siempre ha sido así, hoy los cristianos necesitamos tener muy presente las enseñanzas y la promesa de Jesús en relación con el Espíritu Santo.

Es el Espíritu Santo el que aclara y fortalece nuestra fe. Cuando tenemos que mantener nuestra identidad cristiana, en medio de opiniones diferentes y aun contrarias, necesitamos que el Espíritu Santo nos ilumine interiormente y nos dé el instinto de la verdad, la estima, el vigor y la fortaleza de una fe decidida y operante.

Y es el Espíritu Santo quien nos da el gusto de vivir con Jesús en la presencia del Padre, la complacencia de Dios, exactamente lo contrario de ese sentimiento oscuro de recelo contra Dios y contra todo lo divino que crece a veces misteriosamente en el corazón humano.

Finalmente es el Espíritu Santo quien restaura nuestro corazón y nos devuelve la inclinación a hacer el bien, la facilidad para actuar con la rectitud y la bondad de Dios, con el estilo de Jesús, a gusto, con paz y con gozo, a pesar de todas las dificultades que tengamos que soportar.

Si la Iglesia es la familia de los hijos de Dios presididos y guiados por Jesús, el Espíritu Santo, es el aire de familia, la consanguinidad, exactamente el espíritu de familia que proviene del Padre, unifica a todos en una comunión real de vida y mueve a todos con un estilo común, el estilo de los que viven con Jesús en comunión de vida con la santa Trinidad.

Con vocaciones y obligaciones diferentes todos sentimos de forma parecida, todos trabajamos para todos, cada uno a su manera, cada uno en lo suyo, sin envidias, sin amarguras, sin pretensiones ni arrogancias, en un clima de sencilla y verdadera fraternidad. Somos pecadores y las cosas no son siempre así, pero lo cierto es que cuando vivimos de verdad la realidad espiritual de la Iglesia, cuando nos dejamos llevar por el Espíritu de Dios se cumplen en nosotros las recomendaciones de san Pablo, amaos cordialmente los unos a los otros, no os estiméis más de cuenta, sed constantes en la oración, firmes en la tribulación, compartid las necesidades de los demás, alegraos con los que se alegran y llorad con los que lloran, no devolváis mal por mal, venced al mal con el bien (Cf Rm cap. 12). Así tiene que ser nuestra vida. Este es el verdadero rostro de la Iglesia. Este tiene que ser el principal argumento para anunciar con éxito el evangelio de Jesús, la buena noticia de la salvación de Dios.

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