En estas semanas pasadas los medios de comunicación se han ocupado de la Iglesia con más intensidad de lo normal y aun de lo deseable. No es que vaya a terciar en las polémicas pasadas. Al contrario. Bien pasadas están. Con esta Carta pretendo advertir a unos y otros contra el peligro de enredarnos en pequeñas polémicas de segundo o tercer orden perdiendo de vista lo que de verdad es fundamental para todos. Sería una equivocación pensar que, ahora, lo más urgente para los católicos es polemizar con el Gobierno. Y sería una pura coartada para los laicistas centrar la atención en sus discusiones con la Iglesia encubriendo con ello su verdadero desafío.

El primer interlocutor de la Iglesia no es el Gobierno, ni los partidos políticos, sino las personas, las familias, la sociedad entera con todas sus instituciones. También el gobierno, también los políticos, pero no en primer lugar. Seguramente es más urgente anunciar el evangelio de Dios a las personas concretas, en el santuario de su libertad, y en especial a quienes están en el origen de las ideas y de los valores vigentes en la vida social. Los barcos de vela son muy hermosos, pero su fuerza les viene de los vientos que ellos no fabrican sino que aprovechan hábilmente.

Nuestro quehacer, nuestra obligación más apremiante, lo que de verdad necesitan de nosotros nuestros conciudadanos, es que seamos capaces de presentarles, de manera creíble y convincente, la persona y la doctrina de Jesús como principio de humanidad, gratuito, universal, superior y anterior a todo, incluso a la Iglesia. Y a partir de la presentación de Jesús, tendremos que anunciar a quien nos quiera escuchar la cercanía, el amor de Dios, y la necesidad que tenemos de El para descubrir y lograr las verdaderas dimensiones y las mejores calidades de nuestra vida personal y de toda la historia humana.

Evidentemente, los católicos y los responsables de la Iglesia no podemos dejar de defender los derechos civiles que nos asisten en una sociedad democrática, no podemos dejar de anunciar los postulados de la moral cristiana y de la moral racional, advirtiendo sobre las consecuencias de los posibles errores u omisiones en cuestiones importantes para el bien de las personas y de la sociedad. Pero estas intervenciones sobre cuestiones concretas tendremos que presentarlas siempre a partir de una comprensión cristiana y religiosa de la vida. Ninguna de nuestras intervenciones, públicas o privadas, puede omitir la referencia a la persona de Jesucristo y a la fe en Dios como punto de partida y fundamento indispensable para hacerlas comprensibles y mostrar su valor positivo, humanizador y liberador.

En cuanto dependa de nosotros, los católicos, no deberíamos dar pie a que los laicistas justifiquen sus posiciones en las deficiencias de la Iglesia, en los errores o en los aciertos de los católicos. Con nuestra vida, con nuestras obras y palabras, tenemos que llevarlos amigablemente a plantearse en su interior la cuestión básica, la pregunta fundamental de cualquier persona que quiera vivir honestamente en nuestro mundo: ¿necesito creer en Jesucristo para vivir en la verdad y autenticidad de mi vida? ¿necesito responder religiosamente a la presencia de un Dios paternal que se interesa por mí? Cada uno tiene que ponderar las razones para el sí o para el no, independientemente de que los Obispos seamos conservadores o progresistas.

En nuestra sociedad se está produciendo un fenómeno inquietante que es la huída de la interioridad, de la hondura personal, de la responsabilidad sobre la verdad profunda de la propia existencia. Uno puede ser de izquierdas o de derechas, conservador o progresista, creyente o laicista. Pero todo ello es secundario, lo que verdaderamente importa es que cada uno se responsabilice de la verdad y del acierto de su existencia, de sus actitudes ante los demás, ante lo justo y lo injusto, la verdad y la mentira, la vida y la muerte. Y en este clima de sinceridad y de hondura toda persona cabal tiene que dejar atrás las polémicas circunstanciales y plantearse la cuestión capital que da a su ser personal y que consiste en su postura de aceptación y reconocimiento ante la realidad objetiva, la realidad previa, la realidad original y envolvente que en definitiva es el Dios vivo y verdadero.

Sólo en este terreno podemos anunciar con eficacia el evangelio de Jesús, sólo en este clima podrán ser comprendidas nuestras posturas, sólo si sabemos llegar a este nivel de la verdad personal de cada uno podremos conseguir la atención y el respeto de nuestros interlocutores. Siempre habrá quien no quiera llegar a este nivel de apertura y sinceridad, es el riesgo y la seriedad de la libertad. Nosotros tenemos la obligación de presentar a todos la propuesta de Jesús en las mejores condiciones posibles, luego cada uno será responsable de su respuesta ante Dios y ante los hombres.

Tengo la convicción de que sólo trabajando de esta manera, a partir de la realidad, con paciencia y perseverancia, podremos superar el abismo de olvido y desprecio de nuestra identidad profunda, de nuestra identidad personal, social y cultural en el que nos vamos hundiendo poco a poco. Hay ahora mucho nerviosismo por el riesgo de que se pueda romper la unidad política de la nación española. ¿No es más grave que estemos fragmentando y rompiendo nuestra identidad cultural y espiritual?

Los católicos no queremos imponer nada a nadie. Nos basta con poder vivir tranquilamente en el contexto democrático de nuestra sociedad, practicando nuestra fe en su integridad, presentándola y ofreciéndola a quien la quiera conocer y valorar, sin más secretos ni aspiraciones. Estoy seguro de que la presencia y la influencia de los católicos en la vida social y pública no creará dificultades para una vida realmente democrática, participativa y tolerante. Más bien me parece que la democracia no estará asentada entre nosotros mientras no aprendamos a convivir, católicos y laicistas, como los demás grupos presentes, como realmente somos, con nuestras creencias, con nuestra historia, con nuestras convicciones y nuestras mejores aspiraciones. Este cambio de clima no depende sólo de la Iglesia, ni de los políticos, tendremos que hacerlo entre todos, con la participación indispensable de los medios de comunicación y de quienes más directamente intervienen en la formulación de la opinión pública y el sentir común.

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