Católicos y Vida Pública

En primer lugar tengo que agradecer a los organizadores el honor de abrir este Congreso cuya significación e importancia, en estos momentos, y en este lugar, es muy grande. Son dignos de felicitación y de gratitud quienes han participado en su preparación, cercana o remota. Estoy seguro de que estas Jornadas tendrán consecuencias importantes, movilizando a los católicos, animándoles a participar en la vida pública de nuestra Comunidad Foral, y a hacerlo con una mente clarificada y una voluntad fortalecida.

En estos momentos me viene a la memoria un documento de la Conferencia Episcopal, “Católicos en la vida pública” publicado en 1986. Con aquel documento los Obispos queríamos y seguimos queriendo animar a los católicos a situarse activa y responsablemente en la democracia, participando en la vida social y pública, con diligencia y con ideas renovadas, de modo que su ser cristiano potencie su actividad política, sin merma de su comunión eclesial ni de su libertad cívica.

Aquel documento, con el queríamos impulsar la presencia y la intervención de los católicos en la vida democrática, tuvo en aquel momento poca influencia. Al poco tiempo nació una Cátedra en la Universidad de Comillas con este mismo título, ha habido algunos grupos que han organizado alguna conferencia o algún seminario. Todo ello con poca resonancia hasta que hace ocho años la Asociación Católica de Propagandistas comenzó con sus Congresos de Católicos en la Vida pública, que están siendo un verdadero acontecimiento en el calendario nacional.

A la vez que nos congratulamos por la celebración de estos Congresos, podemos preguntarnos por qué son necesarios. Nos suena al oído y puedo parecernos normal que se hable y reflexiones sobre la legitimidad o no legitimidad de la presencia de los católicos en la vida pública. Sin embargo nadie convoca unas Jornadas sobre “Agnósticos en la v.p.”, o sobre socialistas o liberales en la vida pública. Se da por supuesto que todos los ciudadanos, cada uno con su bagaje de convicciones y proyectos, puede libremente intervenir en el foro abierto y común de la vida pública Qué pasa entonces con los católicos, por qué su presencia y actuación en la vida pública es objeto de reflexión y constituye para muchos un problema o una cuestión polémica?.

I. ESTADO DE LA CUESTIÓN

La respuesta es compleja.

Primero, En España vivimos tiempos de bastante confusión intelectual. Hay pocos estudios serios de la situación, no tenemos grandes intelectuales en las tareas de cada día, en nuestra opinión pública hay mucha pasión, fuerte voluntarismo, abundante improvisación y demasiada manipulación.

Segundo, Muchos católicos viven todavía en una grave inhibición. No se ven reflejados en ninguna de las actuaciones operantes, se sienten desconcertados, no saben cómo actuar. Un poco por todas partes se ha ido extendiendo la impresión de que la intervención de los católicos en política es significa volver a la confesionalidad, y confesionalidad suena a procedimientos dictatoriales. Como si política católica fuera igual a franquismo.

Tercero, Por falta de experiencia y de preparación adecuada, los católicos no saben cómo situarse en la democracia. Unos, poco, viven todavía de añoranzas. Otros, por reacción, por seducción ante los tiempos nuevas y no poca ingenuidad ante las campañas propagandísticas, se pasaron a lo contrario, identificando la militancia católica en política con el socialismo.

Entre los no católicos es frecuente la idea de que la democracia tiene que apoyarse en una filosofía relativista, por lo que la presencia de los católicos militantes no es bien recibida, y en el fondo consideran que la fe cristiana es incompatible con la vida democrática. Quieren hacernos creer que democracia es igual a laicismo, y relegan a los católicos a la extrema derecha, a las afueras de la democracia.

Para el bien de nuestra Iglesia y de nuestra democracia es urgente que todos, creyentes y no creyentes, superemos esta situación. Es muy razonable pensar que la democracia española no estará suficientemente establecida mientras las instituciones y las decisiones políticas no respondan a la realidad de la sociedad española, mientras no encontremos un clima de convivencia en el que todos podamos vivir libres y tranquilos en una sociedad serena y madura sin renunciar a ninguna de las notas de nuestra identidad.

Nuestra Iglesia no estará cumpliendo suficientemente su misión en la sociedad española mientras no hay un buen número de católicos que estén presentes y actuantes en el tejido de las instituciones sociales y políticas. Al hablar así no me refiero a cualquier presencia. Hoy hay muchos católicos en la vida pública. Están pero no es tan claro que actúen en cuanto tales. La presencia inhibida, la presencia conformista y sometida es admitida sin dificultad y resulta relativamente cómoda. El problema se plantea cuando hablamos de una presencia coherente y activa, en la que el cristiano opina y actúa en coherencia interior con sus propias convicciones personales, necesariamente relacionadas con las afirmaciones básicas de su fe cristiana. Por eso nuestra cuestión es ésta, ¿pueden los católicos intervenir en la vida pública de una sociedad democrática, no confesional, tratando de influir en ella según la inspiración de sus convicciones religiosas y morales?

Muchos nos dirán que no. La democracia tiene que ser neutra, laica, dando por supuesto que laico es sinónimo de neutral. Sólo así se puede organizar un orden civil igual para todos, sin privilegios ni discriminaciones por razones religiosas. Esta es también la postura de no pocos católicos, tienen miedo de que sus ideas católicas les lleven hacia el autoritarismo, o por lo menos los hagan vulnerables a esta acusación desde las posturas del laicismo.

II. ACLARAR Y ORDENAR NUESTRAS IDEAS

Si queremos aclarar y ordenar nuestras ideas tenemos que hacer una distinción fundamental. En este asunto no hablamos de la Iglesia en cuanto tal. La Iglesia en su conjunto tiene una misión religiosa y moral, aclara y ayuda a ejercitar las relaciones del hombre con Dios, revelado en Cristo, con todas sus consecuencias. La Iglesia no vive en el espesor ni en el terreno de las realidades políticas. Tiene objetivos e instrumentos propios. Nos ayuda a situarnos ante las realidades últimas y radicales de nuestra existencia. En la medida en que los hombres aceptamos su mediación y tratamos de vivir en presencia de Dios y de acuerdo con su voluntad, cambian nuestras actitudes y cambia la manera de conducirnos en la vida, en todos los órdenes de la vida, también en la vida pública. Por eso es perfectamente legítimo preguntarnos si los cristianos en cuanto tales tenemos algo que hacer en la vida pública, si podemos intervenir en ella y que características ha de tener esta intervención.

Es verdad que la Iglesia en cuanto tal, como una institución que vive en la sociedad española, puede manifestar sus opiniones y hacerse presente en los acontecimientos de la vida común y pública.

Pero ahora no hablamos de la Iglesia sino de los católicos. Para responder a nuestra pregunta tenemos que proceder de una manera concreta y realista. Qué son los católicos? En esta perspectiva en que estamos, los católicos somos ciudadanos como los demás. Tenemos las mismas capacidades y las mismas necesidades que los demás. Los mismos derechos y las mismas obligaciones. Dentro de la sociedad democrática formamos un grupo humano, grande o pequeño, que tiene derecho y obligación de contribuir, como los demás, al bien de la sociedad, con sus juicios, sus ideas y proyectos, no imponiendo sino ofreciendo, difundiendo lo que cree que es bueno para todos. Y somos un grupo que tiene también derecho a defender sus legítimos intereses mediante el ejercicio del voto.

La fe cristiana, el hecho de ser cristianos, no nos priva de ningún derecho civil, sino que más bien nos añade un plus para poder actuar con más clarividencia, más firmeza y más estabilidad. Qué es lo que añade nuestra fe a la ciudadanía común? Es evidente que la fe cristiana tiene elementos exclusivos, de otro orden, que no tiene una influencia directa en la vida social y pública, así ocurre con la fe en la resurrección de Jesús, en los sacramentos, en la presencia real eucarística, incluso en la vida eterna.

Pero la fe cristiana nos proporciona elementos de vida que sí pueden y deben influir en las actuaciones de los católicos en la vida política. Antes que nada, la fe cristiana, por el mandato del amor al prójimo, motiva y moviliza la obligación de participar en la vida pública. En la política se ventilan muchos asuntos que afectan profundamente al bien o al mal de nuestros conciudadanos. No podemos inhibirnos, no podemos sentirnos lejanos ni indiferentes. El mandato cristiano del amor al prójimo nos lleva a participar en los acontecimientos de la vida política tratando de promover leal y verazmente el bien común de todos nuestros conciudadanos.

Por otra parte, La fe cristiana, iluminando la condición humana como criaturas de Dios destinados a la vida eterna, en un segundo momento clarifica y fortalece muchos elementos de la antropología y de la ética racional, que fundamentan una acción política. En virtud de nuestra fe, los cristianos podemos tener un mayor y mejor conocimiento de la dignidad de la persona, del valor de la vida humana en cualquier momento y en cualquier condición de su existencia, de la igualdad fundamental de todas las personas, hombres, mujeres, autóctonos y extranjeros, de la finalidad universal y global de los bienes de la tierra, de la responsabilidad de administrar el progreso y los bienes de la tierra de manera sostenible, somos también conocedores también de las posibilidades, exigencias y debilidades de la naturaleza humana, podemos tener una comprensión más equilibrada y más realista de la condición del hombre, de las posibilidades de su razón, de la riqueza y fragilidad de sus afectos y sentimientos, la posibilidad abierta de progreso indefinido, etc.

De manera especial, como consecuencia de la fe cristiana suficientemente comprendida y sinceramente vivida, se aclaran y fortalecen también unas cuantas normas morales de comportamiento, fundadas en la recta razón, que pueden ser compartidas por creyentes y no creyentes. Principios como “No se puede hacer el mal”, “hay que hacer siempre el bien”, “hay que dar a cada uno lo suyo”, se debe respetar la igualdad de hombre y mujer”, “la misma dignidad de todos los pueblos”, etc. Es decir, en la sociedad tenemos un patrimonio moral común, fundado en la recta razón, que los cristianos podemos sostener y desarrollar con más seguridad que otros grupos en un proyecto de vida común. Incluso aquello que no sea compartido por otros grupos, nosotros, seguros de que es bueno para todos, podemos tratar de darlo a conocer, proponerlo y ofrecerlo como bienes posibles para toda la población, respetando siempre la libertad y los procedimientos democráticos, como, p.e. la unidad e indisolubilidad del matrimonio.

En virtud de eso nosotros decimos que LOS CATÓLICOS PODEMOS Y DEBEMOS INTERVENIR EN TANTO QUE CATÓLICOS EN LA VIDA PUBLICA.

Decir lo contrario desemboca necesariamente en una concepción discriminatoria y autoritaria de la sociedad. Una democracia que no admite holgadamente la presencia y la actuación de los católicos EN TANTO QUE CATÓLICOS, no será nunca una verdadera democracia. Todos los ciudadanos, todos los grupos operantes y actuantes tienen sus propias ideas y sus propias convicciones que ellos tratan de hacer valer y de implantar en la sociedad. Por qué no van a poder hacerlo los católicos? Querer que el laicismo sea la única ideología que pueda estar presente y operante en las instituciones políticas no deja de ser una confesionalidad laicista, con todas las limitaciones democráticas de cualquier otro dogmatismo. La imposición del laicismo como única ideología socialmente admisible es discriminatoria y represiva contra los católicos.

Nosotros entendemos la no confesionalidad de una manera abierta y pluralista. Así lo decíamos en 1986. “La cultura y la religión no son competencia del poder político, son realidades que corresponden más bien al orden de la libertad y la creatividad personal”. “Sin merma de la aconfesionalidad del Estado, el poder político tiene que respetar y proteger el patrimonio espiritual, cultural y religioso, de la sociedad española”.(CVP n. 31).

Los no católicos no tienen que temer la fuerza de un bloque católico, dirigido desde bambalinas por la Jerarquía, que bloquee la libertad e impida el natural pluralismo y la verdadera diferenciación de la sociedad. En primer lugar, los católicos intervienen y actúan en política bajo su propia responsabilidad. Nadie puede arrogarse la representación de la comunidad católica en cuanto tal. Tampoco la Iglesia admite que una determinada ideología política o un determinado partido se arrogue el monopolio de la participación de los católicos en política. El evangelio es de otro orden, abarca dimensiones de la persona que la política no puede considerar o en las cuales no puede intervenir. Nunca la complejidad de la vida católica puede quedar enteramente contenida en ninguna propuesta política.

En suma, la fe no es un programa de acción política, ni puede convertirse en un programa de acción política. La política implica conocimientos, técnicas, prudencias, análisis de situación, oportunismos, decisiones prudenciales y plenamente circunstanciadas que no se pueden deducir rígidamente de la fe. Con unos mismos principios morales, con unas mismas intenciones, se puede ver la realidad de distinta manera y se pueden preferir estrategias o técnicas diferentes. Por eso no puede haber un partido que pretenda acumular en exclusiva la presencia de los católicos, no puede haber un partido que sea “el partido católico”. Los católicos, conservando su plena ortodoxia y comunión como católicos, tratando sinceramente de actuar en política de acuerdo con sus principios morales comunes, pueden tener visiones políticas diferentes y adscribirse o apoyar establemente o transitoriamente a partidos distintos. Esto no quiere decir que en circunstancias excepcionales, los católicos, junto con otros no católicos, no se sientan movidos a hacer causa común en favor de algunos bienes que ellos consideren especialmente urgentes y necesarios. Pero será en virtud de los análisis y circunstancias de cada momento, y no sólo en virtud de un imperativo confesional y permanente.

Podemos decir que hay una política cristiana, como hay una política socialista o liberal, con unas determinadas características, el personalismo, el respeto a los derechos humanos, el apoyo al matrimonio y la familia, la defensa de la libertad religiosa de todos, católicos y no católicos, creyentes y no creyentes, apertura a las políticas de promoción, colaboración, y globalización, el respeto a la naturaleza y la atención a los pobres y a los más débiles. Pero no se puede decir que haya o que tenga que haber un partido cristiano en el sentido de representar de manera completa y exclusiva la participación de los católicos en la política. Pues todos esos objetivos o cualidades comunes de todos los cristianos en política, se podrán interpretar de diferente manera en el orden de la práctica y podrán ser compartidos por otras personas no cristianas.

Por supuesto, los católicos por exigencia de la unidad personal y por respeto a la capacidad unificante de la fe, tienen que actuar en sus puestos políticos, dentro y fuera del partido, de acuerdo con su conciencia cristiana. Y los partidos que quieran ser realmente democráticos tienen que admitir la presencia activa y coherente de los católicos en los diferentes órganos del partido. La actuación de los católicos estará sometida a las leyes del juego democrático dentro de los propios partidos, como sectores, corrientes, o grupos más o menos influyentes. Esto supone que los partidos que quieran contar con militantes o dirigentes cristianos tienen que respetar la libertad de conciencia de sus militantes en aquellos puntos que se opongan a las convicciones morales de los católicos, como tendrían que hacerlo con otros grupos religiosos, étnicos o culturales. De lo contrario, los católicos no podrían participar en un partido que les negase este derecho obligándoles por disciplina de partido a colaborar con leyes o decisiones gravemente contrarias a las exigencias de su conciencia.

Algo parecido hay que decir respecto del ejercicio del voto. Es cierto que los católicos pueden votar a diferentes partidos. Pero también es cierto que la fe cristiana no es indiferente a las opciones o actuaciones políticas.

Los votantes tenemos que tener en cuenta las consecuencias morales de nuestro voto, las afinidades o incompatibilidades de nuestros principios morales con los proyectos, programas y actuaciones de cada partido.

En cualquier caso, la política cristiana, o mejor dicho quizás, la presencia y la acción de los cristianos en la política no puede entenderse como un deseo de agrupar a los católicos en defensa de sus propios intereses, al margen de los intereses comunes de la sociedad, sino como un deseo de movilizar a los cristianos para que sirvan fielmente al bien común de todos, cristianos y no cristianos, como un ejercicio importante del mandamiento del amor fraterno que abarca a todos y mira por el bien de todos. La afirmación de un Dios único y universal, el reconocimiento del valor universal de la redención de Cristo no nos permite vivir ni trabajar para nosotros mismos, sino que nos mueve a buscar sinceramente el bien de todos.

Estemos donde estemos los cristianos, en la vida personal como en las actuaciones públicas estamos llamados a ser fieles servidores de la verdad y defensores tenaces de la justicia, convencidos como estamos de que la verdad del hombre y la realidad del mundo de la historia están internamente vinculados por Dios a Jesucristo, único salvador universal. Cuanto más verdadera y más justa sea nuestra sociedad, más cerca estará del reconocimiento de Dios y de Jesucristo. Y cuanto más presente esté la influencia de la fe cristiana en la vida de una sociedad, más humana será y más proporcionada al desarrollo y a la felicidad de todos los hombres.

Es muy importante afirmar que la irreligión, el agnosticismo, el relativismo, no son un postulado necesario para la democracia, ni mejora la condición del hombre. En CVP ya se recoge la tendencia a desconfiar de Dios como enemigo da la libertad, de la ciencia y del progreso. (n.20). Más bien la negación o el olvido de Dios debilita el respeto de la vida humana y el esfuerzo por la creciente dignificación de la vida y de la convivencia.

Mucho menos se puede confundir la democracia, un régimen de libertades, con una política sin referencias morales. Sin un bagaje moral no puede haber vida democrática. El régimen democrático supone la presencia y actuación de hombres libres, ahora bien, la libertad humana necesita moverse en el ámbito de unos valores morales que le ayuden a mantenerse en la verdad y en la búsqueda del verdadero bien. Puede haber personas y grupos que tengan valores diferentes, que entiendan de distinta manera el bien personal y común. En cualquier caso los representantes del pueblo no pueden gobernar sin tener en cuenta y respetar los criterios morales vigentes en la sociedad y en la vida real de los ciudadanos. (CVP nn. 37 y 38).

De esta manera la presencia y la intervención de los católicos en la vida pública se convierte en un servicio para el conjunto de la sociedad y en una protección razonable de la vida de los cristianos en el ámbito de la convivencia y de la cultura. “La Iglesia tiene que ser servicio y fermento de comunidad fraterna universal” (D. Antonio Palenzuela en Introducción a CVP, p. 9). Como todo lo que hacen los cristianos en el mundo, la actuación de los cristianos en la política tiene que alimentarse de la comunión espiritual con Cristo, conocido y amado apasionadamente, y tiene que estar ordenado a ir configurando el mundo a la medida de Cristo, para que sea de verdad el mundo de Cristo y el mundo de Dios. Para nosotros está claro que esta la única forma de que llegue a ser un día un mundo fraterno y feliz para todos los hombres. Estos cristianos capaces de vivir su fe en el ejercicio de la política, y capaces de actuar en política como un verdadero ejercicio de fe, amor y esperanza, en clara y tranquila comunión con la Iglesia, incluso con los cristianos que actúan en otras organizaciones, no surgen espontáneamente sino que son el fruto de comunidades cristianas vigorosas, de una formación espiritual ilustrada y profunda. Quizás la atención y la ayuda a esta vocación cristiana y laical es una de las muchas y graves deficiencias que tenemos todavía en nuestra Iglesia.

CONCLUSIÓN

Con todo lo dicho no he querido hacer sino presentar un resumen de la doctrina común de la Iglesia desde el Concilio Vaticano II hasta las últimas enseñanzas del Papa Benedicto XVI que en estos momentos puedan servir de marco y de aliciente para las muchas cosas interesantes que vamos a poder escuchar durante estas Jornadas. Sed todos bienvenidos.

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