En Memoria del Cardenal Tarancón
Estoy muy contento de poder estar hoy aquí participando en el homenaje de la Diócesis de Madrid al que fue su Arzobispo el Cardenal D. Vicente Enrique i Tarancón. Y agradezco de corazón al Sr. Cardenal y a los demás organizadores de estos actos por haberme invitado a evocar hoy ante vosotros la figura y la obra de D. Vicente. Es la primera vez que hablo en una institución tan importante, que tiene además vínculos de sangre con la UPSA a la que siempre me considero unido. Con mi presencia aquí correspondo a una llamada del Cardenal Arzobispo de Madrid con el que también me siento unido desde hace mucho tiempo y por muchas razones. Y, en fin, me alegra mucho el tener la oportunidad de participar en un homenaje al Cardenal Tarancón al que siempre he profesado gran admiración y afecto, a quien debo muchas cosas y con el que la Iglesia y la nación española tendrán siempre abierta una deuda de gratitud.
Introducción
En pocos días, avivando la memoria, he tratado de hilvanar unos cuantos recuerdos y consideraciones sobre la personalidad de D. Vicente Enrique Tarancón. No intento presentar una biografía completa del Cardenal sino, más bien, un retrato impresionista que recoja los trazos más característicos de su personalidad y, sobre todo, lo esencial de sus servicios más importantes a la Iglesia de España y a la patria española en unos momentos especialmente delicados y difíciles.
No fui nunca un colaborador institucional del Cardenal, ni como Arzobispo ni como Presidente de la Conferencia. Pero sí tuve oportunidad de tratar mucho con él y de colaborar intensamente, aunque fuera de forma oficiosa, durante los años agitados y decisivos del post-concilio y de nuestra transición política.
Curiosamente mis primeros encuentros con el Cardenal fueron ya entre los años 46 y 48. Él era Obispo de Solsona y yo un humilde estudiante de Filosofía en el Estudio que los Claretianos teníamos en aquella misma Ciudad. Él venía de vez en cuando a nuestra Comunidad y yo tuve la oportunidad de servirle a la mesa o un café de circunstancias en más de una ocasión. Ya entonces me llamó la atención la viveza y la cordialidad de aquel obispo, nervioso, fumador y extremadamente simpático.
Pero mi encuentro verdadero con él tuvo lugar a consecuencia de mi nombramiento como Rector de la UPSA en 1971. Durante el primer año de mi Rectorado, ejercía como Canciller D. Maximino Romero, nombrado por la Congregación Presidente de la Comisión pontificia que entonces la suprema autoridad en la Universidad, y yo iba casi todas las semanas a Ávila, donde él era Obispo, para tratar con él los múltiples problemas de todas clases que entonces teníamos en el gobierno de la Universidad.
En cuanto fueron aprobados los nuevos Estatutos, a propuesta de la Conferencia Episcopal, D. Vicente fue nombrado por la Santa Sede Gran Canciller de la Universidad, y yo tuve que cambiar de interlocutor y despachar con él con bastante frecuencia los asuntos mayores de la vida de la Universidad, en cuestiones de personal, de economía y de relaciones con la Conferencia y con los Obispos.
Después, a partir de 1974, cuando las relaciones de la Iglesia con el Gobierno se fueron complicando como consecuencia de los nuevos rumbos de la Iglesia y cuando estaban ya encima los problemas del cambio político, D. Vicente quiso contar con la ayuda de un reducido consejo de colaboradores del que formé parte y en el que colaboré intensamente durante tres o cuatro años hasta después de aprobada la Constitución y firmados los Acuerdos con la Santa Sede.
De mis recuerdos de aquellos años he tratado de sacar los materiales para componer una estampa de D. Vicente lo más objetiva posible, iluminada y coloreada por mis sentimientos de afecto, gratitud y admiración que no he querido ocultar en ningún momento.
El hombre
D. Vicente hablaba poco de sí mismo. Detrás de su vivacidad y simpatía escondía un ánimo reservado y tímido que le hacían ser un poco distante y en algunos momentos hasta un poco huraño y cortante. Pero a lo largo de muchas conversaciones, de muchos almuerzos de trabajo no faltaban momentos para la confidencia. Sabéis que nació el 14 de mayo de 1907, en Burriana, tierra luminosa y próspera. Tenía una gran admiración por su madre, de la que decía siempre que era muy inteligente y muy religiosa. «Tenía un alma carmelitana», solía decir y a ella le agradecía una educación religiosa profunda, sobria, alegre y abierta, nada sombría ni timorata. «Nos hablaba más de la bondad de Dios que del infierno». Una vez más, en el origen de una vida profundamente religiosa estaba el ejemplo y la mano sabia y amorosa de una madre santa.
En las pocas anécdotas de su infancia que yo llegué a escucharle, siempre aparecía él como un chico despierto, ocurrente, líder natural en el grupo de sus primos y amigos. Fue en todo bastante precoz, en sus estudios, en su ordenación sacerdotal, con 22 años, en 1929, y en su misma consagración episcopal, en 1945, con 38 años. Tenía la gracia, la espontaneidad, la intuición y la alegría de vivir de su tierra y de sus cielos mediterráneos.
Después de unos pocos años como vicario de Vinaroz, vino a Madrid, a la Casa de los Consiliarios de Acción Católica, para dedicarse con otros cuatro compañeros, entre los que estaba D. Casimiro Morcillo, a la promoción y animación de los grupos de AC en todas las Diócesis de España.
En julio de 1936 estaba en Galicia y cuando pensaba ir a casa, en Burriana, para pasar unos días de vacaciones retrasó su viaje para suplir a uno de sus compañeros en una tanda de Ejercicios Espirituales. Aquel retraso fue decisivo. Estalló la guerra civil, no pudo ir a casa y eso le evitó una muerte casi segura. Su tío y su primo sacerdotes fueron fusilados por grupos de milicianos como tantos otros sacerdotes en Valencia y en toda la zona bajo control del gobierno republicano.
Aquel joven sacerdote que era entonces D. Vicente vivió la guerra intensamente. Las noticias de tantos fusilamientos de sacerdotes, religiosos y simples fieles, golpeaba duramente su corazón cada mañana. Su honestidad le hacía preguntarse por qué estaba ocurriendo aquello, cuáles eran las causas de aquella locura. Él veía muy claro que los que morían, morían por amor a Jesucristo y por fidelidad a su fe católica. No era tan fácil saber por qué los mataban quienes los mataban.
Aquella experiencia marcó definitivamente el alma de D. Vicente y tuvo mucho que ver para su actuación durante su ministerio episcopal. En más de una ocasión, le oí decir que desde los primeros años del gobierno de Franco, él ya comenzaba a barruntar que no era bueno que la Iglesia quedase tan unida al régimen de Franco, tan protegida y por eso mismo tan controlada. En varias ocasiones le oí contar que en los primeros meses de la posguerra, cuando vio la gran desolación del país entero, prometió a Dios y se prometió a sí mismo que haría todo lo posible para que nunca más volviera a ocurrir en España una catástrofe semejante. Nunca más una guerra entre hermanos y menos por razones religiosas. Desde entonces le quedó en su mente una pregunta que fue clave en sus actuaciones posteriores: ¿Es posible que estos horrores ocurran en un país uniformemente cristiano? ¿Qué es lo que ha ocurrido en España para que los españoles se maten unos a otros con tanto odio, para que la Iglesia sea perseguida tan sañudamente en un país que se tiene por cristiano? Es obligado pensar que Dios le preparaba para lo que iba a ser su misión en la madurez de su vida.
En 1945 con sólo 38 años fue nombrado Obispo de Solsona. Según él mismo confesaba le costó mucho aceptar el nombramiento. De ese nombramiento dijo que había sido «el disgusto más grande de su vida». No se veía a gusto en la forma de vida que entonces llevaban los obispos. No quería perder su independencia ni su espontaneidad. De hecho, en Solsona rompió muchos esquemas de la vida y de la forma de actuar de los obispos de la época. Le gustaba ir a las parroquias sin avisar, comer con los curas, visitar a los fieles en sus casas, no renunciaba a moverse solo de un sitio para otro. Estas cosas entonces no eran tan comunes y tan normales como ahora.
Estuvo en Solsona 18 años, con una estabilidad que no fue fruto de la casualidad ni de ninguna programación eclesial. En 1950, después de haber visitado detenidamente las zonas mineras de la Diócesis escribió al Gobernador de Barcelona denunciando las duras situaciones de escasez en que vivían muchos trabajadores de la zona y pidiendo alguna intervención de las autoridades para mejorar sus condiciones de vida. La falta de respuesta y la gravedad de las situaciones que había visto le movió a publicar una pastoral que resonó en toda la nación como un trueno «El pan nuestro de cada día». La reacción de los medios de comunicación fue muy dura. Muchos obispos se escandalizaron de que el obispo más joven de España hubiera creado problemas al gobierno con su pastoral. Así se lo hizo saber más de uno. Su libertad pastoral le valió aquella larga estancia en Solsona. Él confesaba que desde entonces se había dado cuenta de que le iba a tocar hacer de «pionero incomprendido» y que lo había aceptado con la esperanza puesta en Dios. En aquellos años desarrolló una gran actividad apostólica dando ejercicios y conferencias no sólo en su Diócesis sino en otros muchos lugares de España. El trabajo pastoral le dejaba tiempo para preparar cada año una pastoral en forma de verdadero libro que despertaba el interés y animaba el espíritu de los católicos españoles. Entre las más difundidas destacan: “Examen de conciencia o autocrítica”, “Espiritualidad nueva”, “La incógnita de la juventud” y “Las diversiones a la luz de la teología”. Algunas de ellas alcanzaron siete y ocho ediciones sucesivas.
Después de pasar rápidamente por las Diócesis de Oviedo (1964) y de Toledo (enero de 1969), el 30 de mayo de 1971 se inició el rumbo que iba a marcar su vida definitivamente cuando a la muerte de D. Casimiro Morcillo el Papa le nombró Administrador Apostólico de Madrid. Su agudeza y su habilidad para aliviar tensiones y resolver situaciones difíciles se manifestó cuando en la toma de posesión ante un Cabildo que tenía otros proyectos, le dijo: «Tened paciencia conmigo que yo la tendré con vosotros». El 3 de diciembre de 1971 tomó posesión como Arzobispo de Madrid. El Papa Pablo VI le había dicho: «Pronto habrá cambios importantes en España y yo necesito para entonces un hombre de entera confianza en Madrid». Ante semejante consideración, D. Vicente no opuso ninguna resistencia, aun sabiendo lo que se le venía encima. Si el Papa lo quiere yo no tenía nada que decir, decía, después de haber oído aquellas palabras yo estaba dispuesto a ir a Madrid y a Matalascañas. Murió en Burriana el 28 de noviembre de 1994.
En contra de lo que muchos pueden pensar y de la imagen que luego hicieron de él los medios de comunicación, D. Vicente no era lo que se llama un hombre progresista y luchador. Por formación era un hombre clásico, tradicional, amigo y partidario de los valores y de los comportamientos tradicionales. Por carácter, era un hombre tranquilo, tímido y reservado, transigente, nada peleón ni conflictivo. Era un hombre piadoso con una piedad tradicional, diríamos que rezador. Rezaba diariamente las tres partes del Rosario, generalmente paseando por la galería de su casa, y contaba con buen humor cómo una señora, después de una intervención suya en un santuario de la virgen, exclamó delante de él: «¡Anda, pero si este obispo tan rojo ahora resulta que es muy devoto de la Virgen!”
Llevaba con humor y paciencia esta deformación de su imagen ante la opinión pública. No es que fuera un hombre insensible, al contrario, era muy sensible a la opinión de los demás. Su psicología de hombre intuitivo y sensible le hacía percibir intensamente el ambiente de afecto o desafecto que le rodeaba. Pero, su mismo temperamento le ayudaba a aliviar los varapalos de la opinión pública. Yo creo que hasta le divertía verse en medio de aquellas zarabandas. «No me gustan estos jaleos, decía con frecuencia, pero me toca bailar y bailo». Con los periodistas se llevaba bien. Era acogedor y sincero. Diría que era también un poco ingenuo. Se fiaba mucho de la gente. Era sencillo y directo. Le costaba trabajo pensar que otras personas fueran tortuosas y oscuras. Esta ingenuidad le jugó malas pasadas en más de una ocasión.
La misión
Hoy parece indiscutible que D. Vicente Enrique Tarancón tuvo en la Iglesia de España una misión providencial y se entregó a ella con mucha generosidad y no pocos disgustos.
Él mismo nos dijo más de una vez que cuando se firmó el Concordato de 1953, que ya no estaba seguro de que aquellas relaciones tan estrechas entre la Iglesia y el régimen de Franco fueran lo mejor ni para la Iglesia ni para la sociedad española. Decía que aquel Concordato había sido querido más por la Curia romana que por los Obispos de España. No creía que fuera verdadera la hipótesis de base de aquellos planteamientos, es decir, la unidad y homogeneidad católica de los españoles. Tenía y mantuvo siempre una opinión positiva de la persona del General Franco, no dudaba de sus buenas intenciones en beneficio de España ni de su deseo sincero de ayudar a la Iglesia. A mí me llamó siempre la atención la diferencia que él ponía entre la persona de Franco y el régimen organizado por él. Veía claro que era necesario separar e independizar la Iglesia del régimen y de las actuaciones del gobierno, pero quería hacerlo sin ofender a nadie y sin dejar de reconocer los bienes que Franco, a su juicio, había hecho a la nación española y a la Iglesia de España. Pienso que le hubiera gustado poder hacerlo de acuerdo con el gobierno. Frecuentemente se lamentaba de que Franco no fuera capaz de entender las razones que tenía la Iglesia para actuar como actuaba. El Cardenal siempre pensó que los conflictos con el gobierno, o del gobierno con la Iglesia dependían más de los colaboradores de Franco que de él mismo.
El impulso decisivo para el cambio en la Iglesia de España fue, sin duda alguna, el Concilio Vaticano. Los Obispos españoles cuando fueron al Concilio veían las cosas de otra manera. La mayoría de ellos pensaban que las relaciones entre la Iglesia y la sociedad, la Iglesia y el Estado, tal como estaban plasmadas en el Concordato de 1953 eran modélicas. Les costó mucho trabajo aceptar las enseñanzas del Concilio sobre estas materias en la “Gaudium et Spes” y sobre todo en el Decreto “Dignitatis humanae”, sobre la libertad religiosa. Aquello trastornaba sus esquemas y anunciaba grandes tensiones con el régimen de Franco.
Mucho de esto se percibe leyendo entre líneas el documento que promulgaron los Obispos españoles en 1968, firmado en Roma, a los pocos días de haber concluido el Concilio «Sobre la acción en la etapa post-conciliar». Ellos querían sinceramente ser fieles a las enseñanzas y disposiciones del Concilio, pero se daban cuenta de que habría que proceder poco a poco y con mucha prudencia. En este documento, los Obispos se entretienen en explicar ampliamente el documento conciliar sobre la libertad religiosa. Son conscientes de las repercusiones sociales, religiosas y políticas que este documento conciliar iba a tener en nuestro país. «Sabemos –decía- el interés con que se ha seguido su debate en España y la preocupación que sienten algunos por su adecuada aplicación en nuestro país». Y procuraban interpretarlo de la manera menos conflictiva posible: «La libertad religiosa no se opone ni a la confesionalidad del Estado ni a la unidad religiosa de una nación». «La unidad católica es un tesoro que hemos de conservar con amor».
Luego siguieron otros documentos mediante los cuales los Obispos intentaban difundir en España la doctrina conciliar y abrir camino a su aplicación en España. Así «La Iglesia y el orden temporal a la luz del Concilio» (junio de 1966), que es un verdadero resumen prudente y ponderado de la doctrina social del Concilio con el intento de aplicarlas a la situación española de manera incipiente y cautelosa. El juicio de la oportunidad o no oportunidad de las instituciones políticas «No es materia en la que deban dictaminar los pastores de la Iglesia». Sólo en los casos extremos en que estén en juego los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas, y «no creemos que éste sea el caso en España». En estos años se suceden los documentos importantes siempre evitando el enfrentamiento con las instituciones políticas; «Actualización del apostolado seglar en España» (marzo de 1967); «Sobre la libertad religiosa » (enero 1968), apoyando el mantenimiento de la unidad católica de la nación española que consideran compatible con el reconocimiento de la libertad religiosa de los no católicos.
En aquellos momentos la sociedad española comenzaba ya a manifestar sus deseos de cambio. Los Obispos presentían lo que eso podía significar en la vida religiosa del pueblo español y se esforzaron por fortalecer la fe de los españoles y la unidad católica de la nación española.
Eso es lo que late por debajo de los importantes documentos de aquellos años: «La Iglesia y los pobres» (1970) y, especialmente, en los tres documentos del año 1971 que son un verdadero programa de renovación espiritual de la Iglesia en una línea claramente conciliar pero evitando los conflictos con las instituciones políticas: «Sobre la conservación de la fe» (marzo de 1971), «Sobre la vida moral del pueblo» Gunio de 1971), «Vitalidad espiritual del pueblo cristiano» (noviembre de 1971). Una lectura atenta de estos documentos permite ver la preocupación de los obispos españoles ante los síntomas crecientes de desmoronamiento de la pretendida unidad católica de los españoles y de sus esfuerzos por mantenerla como un bien precioso de las personas y de la sociedad.
El Cardenal Tarancón, Presidente de la CEE
En 1971 murió D. Casimiro Morcillo siendo Arzobispo de Madrid y Presidente de la Conferencia Episcopal Española. D. Vicente era Vicepresidente de la misma y ocupó la Presidencia hasta la fecha de las nuevas elecciones. En 1972 fue elegido Presidente de la CEE y ocupó este cargo durante tres trienios consecutivos hasta 1981 en que le sucedió D. Gabino Díaz Merchán. En estos años, siendo Arzobispo de Madrid y Presidente de la Conferencia Episcopal, fue el indiscutible líder de la Iglesia española, más allá de lo que eran estrictamente sus atribuciones canónicas, en la difícil maniobra del despegue del régimen franquista que se hundía, en el acomodo en la recién nacida democracia y en aquella ilusionada e insegura sociedad española de los años 70.
El Cardenal Tarancón había vuelto del Concilio muy clarificado y fortalecido en sus ideas. Formó parte de la Comisión preparatoria, pasó un período de sorpresa y desconcierto, pero vio pronto que “el reconocimiento civil especial a una confesión determinada no transforma al Estado en una institución teocrática, ni merma su soberanía, ni traba la libertad de la confesión especialmente reconocida”. Por otra parte, su misma fe obliga a los miembros de dicha confesión a reconocer y respetar los derechos y libertades legítimos de las personas y comunidades de otras confesiones religiosas y a tener en cuenta las realidades y exigencias del bien común universal, tanto de la Iglesia, en el orden espiritual, como de la comunidad internacional de pueblos y de Estados en el orden temporal» (CEE, Sobre libertad religiosa, en Documentos colectivos del Episcopado Españo/,1870-1974 BAC, 1974, p. 418).
«La realidad concreta y la colaboración de la Iglesia y de los ciudadanos indicará a la autoridad civil cuáles son las leyes positivas referentes a la moralidad pública que han promulgarse, mantenerse o derogarse en cada momento histórico». «El Episcopado español apoya las disposiciones dadas por el Estado en contra de la pornografía, de la prostitución y de la corrupción de menores, y desea que se urja el cumplimiento de las mismas». «Los ciudadanos de un país cristiano no deben permitir pasivamente que la atmósfera social sea contagiada por factores que la hagan irrespirable para la fe y para la vida moral de sus hermanos, en particular los más indefensos». (CEE, Comisión Permanente, Sobre la vida moral de nuestro pueblo» Documentos de la C.E.E./965-1983. BAC, 1984, p.200).
Significaba un don de Dios para la Iglesia, un gran avance que la preparaba para evangelizar el mundo moderno. «El Concilio me ha convertido», decía con frecuencia. Consideraba el Concilio como la «gracia» de su vida sentía feliz de poder trabajar en la aplicación de su doctrina en la Iglesia española.
Fue el Concilio y no el oportunismo político ante la previsión sucesoria, como algunos dicen, lo que movió a Tarancón y a los Obispos españoles a marcar distancias en relación al régimen de Franco. Las orientaciones conciliares eran la mejor ayuda para colaborar en la salida pacífica del régimen franquista y al asentamiento de la Iglesia española en las nuevas circunstancias sociales y políticas que ya se presentían cercanas e inevitables.
Durante el Concilio la mayoría de los Obispos españoles se sentían incómodos ante lo que les parecían novedades doctrinales peligrosas pero, sobre todo, ante las repercusiones fácilmente previsibles en contra del régimen español que ellos consideraban perfectamente tradicional y correcto, tanto desde el punto de vista doctrinal como pastoral. Para el Cardenal Tarancón, el origen de muchas de estas dificultades era el aislamiento de la Iglesia española desde los tiempos de la Guerra Civil y muy especialmente la convicción por la mayoría de los Obispos de que la unidad católica de la nación española era realmente una realidad que había que defender. «Para algunos era una especie de dogma católico y patriótico». D. Vicente, que había recorrido casi todas las ciudades de España en su ministerio sacerdotal y que había reflexionado mucho sobre las causas y la significación de lo que había ocurrido en los trágicos años de la Guerra Civil, no veía tan claramente que la unidad católica del pueblo español fuera una realidad ni una hipótesis válida para los planteamientos pastorales ni para el tratamiento de las relaciones de la Iglesia con el Estado.
Durante la contienda se habían visto ejemplos heroicos de fe pero, también, se había manifestado un resentimiento muy extendido y profundo contra la Iglesia y contra todo signo religioso. Esta percepción le hacía ver las cosas de distinta manera de cómo las veían la mayoría de sus hermanos Obispos. Años más tarde esa manera de ver las cosas le iba a permitir entender los procesos y las aspiraciones de la sociedad española y abrir espacios de comprensión y de diálogo con los no católicos, aun a costa de muchos disgustos y muchas incomprensiones tanto en la sociedad civil como en la misma Iglesia.
D. Vicente pensaba que el momento de la transición era una oportunidad providencial para aplicar la doctrina del Concilio en la cuestión de las relaciones de la Iglesia con el Estado y las instituciones políticas. Pensaba que con ello se podía conseguir a la vez dos cosas muy importantes para el bien de la Iglesia española y para la paz entre los españoles. Por un lado, el modo de conseguir la independencia de la Iglesia y la libertad respecto de las instituciones políticas. Por otra parte, un cambio indispensable para facilitar la reconciliación de los españoles y la credibilidad de la Iglesia ante los no católicos. Estos objetivos no eran de naturaleza política ni tenían motivaciones políticas sino que se trataba de objetivos de orden pastoral indispensables en aquellos momentos para ser fieles al Concilio y para que la Iglesia de España pudiera llegar a ser la Iglesia de todos. Estas decisiones de la Iglesia fueron muchas veces criticadas como frutos del oportunismo clerical y como -injerencias del todo injustificadas de la Iglesia y del propio Cardenal en la política. Él nunca aceptó estas acusaciones. En su corazón, se movió siempre por razones eclesiales y pastorales. En sus escritos y declaraciones, D. Vicente expresaba siempre de manera machacona los mismos motivos y las mismas justificaciones de su comportamiento: cumplir fielmente la doctrina del concilio, tener en cuenta el pluralismo real de la sociedad española, facilitar el acercamiento evangelizador de la Iglesia a todos los españoles…
Contaba que desde niño, en los primeros balbuceos de su vocación sacerdotal ante las manifestaciones de su primo Manuel diciendo que quería ser sacerdote para ir a las misiones y morir mártir, había dicho con sorpresa de los mayores que él también quería ser sacerdote pero no para ir a las misiones sino para ser «apóstol de la renovación de España». Dios le iba a dar oportunidad para serio.
Documentos de la CEE
El primer documento promulgado por la Conferencia Episcopal Española en esta perspectiva, bajo la presidencia del Cardenal Tarancón, fue un breve comunicado sobre las conclusiones de la Asamblea Conjunta de Obispos y Sacerdotes en el que se decía que «los obispos españoles están decididos a proseguir sin titubeos la renovación conciliar de la Iglesia en nuestro país».
En junio de 1972 la Comisión Permanente publicó un documento titulado “Algunos aspectos de la situación religiosa en España» en el que, entre otros objetivos muy acertados, los Obispos expresan su deseo de «avanzar hacia una evangélica independencia de todo poder de este mundo al servicio de la necesaria libertad de la Iglesia en la predicación del mensaje de la salvación.
En el texto se traslucen las tensiones y dificultades del momento, que no vienen solo de un lado. Unos quieren renovación sin tradición, otros confunden la tradición con el inmovilismo. «Todos los momentos de renovación son siempre difíciles, llenos de riesgos y de posibilidades a la vez. En noviembre de aquel mismo año 1972 la Asamblea Plenaria promulga un documento de importancia “Orientaciones pastorales sobre apostolado seglar”, en el que los obispos alientan a los fieles seglares a comprometerse en la transformación de las instituciones sociales y políticas en conformidad con la doctrina de la Iglesia y la defensa de los derechos humanos y piden «el reconocimiento práctico de un legítimo pluralismo.
Sin embargo, el documento más importante y verdaderamente decisivo de esta época es el titulado “Sobre la Iglesia y la comunidad política”, promulgado por la Asamblea Plenaria de la CEE en enero de 1973. En él los Obispos, apoyándose en la doctrina del Concilio Vaticano II, intentando responder a un encargo recibido del Papa Pablo VI y teniendo en cuenta las inquietudes manifestadas en la Asamblea conjunta de 1971, intentan aplicar las enseñanzas de la Iglesia a la realidad social de nuestro país en el que «una larga y azarosa tradición que se remonta a los albores del siglo VI mantiene secularmente vinculada la religión católica con la comunidad política nacional”.
Ya en diciembre de 1965 habían dicho: «Hemos de confesar que nos hemos adormecido, a veces, en la confianza de nuestra unidad católica, amparada por las leyes y por las tradiciones seculares. Los tiempos cambian. Es necesario vigorizar nuestra vida religiosa dentro del espíritu renovador del Concilio. El Papa nos lo exige. Tenemos que conocer mejor la realidad socio-religiosa de nuestro pueblo, sumar a nuestro patrimonio tradicional la riqueza de los nuevos desarrollos, abrir más y más nuestro espíritu al aura del universalismo con que el Espíritu Santo renueva a la Iglesia».
Precisamente, en este documento, reivindican la necesidad del reconocimiento de diferentes opciones políticas, animan a los cristianos a trabajar infatigablemente a favor de la justicia y de la construcción de un mundo más humano que responda mejor a los designios del Creador, reivindican enérgicamente el derecho y la obligación de la Iglesia y de sus pastores de denunciar los pecados sociales y ejercer su ministerio en plena libertad.
Para hacer posible este pleno reconocimiento de la libertad religiosa, los Obispos tomaban la iniciativa de renunciar a los privilegios jurídicos que el Estado español había concedido a la Iglesia en el Concordato 1953, puesto que, aunque ha sido útil en los años pasados, «todos son conscientes de que gran parte de su articulado no responde ya a las verdaderas necesidades del momento ni a la doctrina establecida por el Concilio Vaticano”. De forma muy matizada y prudente señalan las dificultades de mantener la confesionalidad del Estado, aun dejando a las autoridades civiles el derecho y la responsabilidad de decidir acerca de la conveniencia de mantener o cambiar esta pretensión de nuestro ordenamiento jurídico.
En este camino de revisión de las relaciones de la Iglesia con el Estado español fue igualmente importante el documento promulgado por la CEE en abril de 1975, titulado “La reconciliación en la Iglesia y en la sociedad”, donde se reconocían las profundas heridas de dolor y de odio que se habían abierto durante los años de la Guerra Civil, exhortaban a los cristianos a ser portadores de paz y de perdón y pedían a las autoridades civiles que tomaran las medidas oportunas y necesarias para superar definitivamente las divisiones y los enfrentamientos persistentes en la sociedad española como consecuencia del conflicto: «En nuestra Patria, el esfuerzo progresivo por la creación de estructuras e instituciones políticas adecuadas ha de estar sostenido por la voluntad de superar los efectos nocivos de la contienda civil, que dividió entonces a los ciudadanos en vencedores y vencidos y que todavía constituyen obstáculo serio para una plena reconciliación entre hermanos. La fidelidad al mandato de Cristo que nos urge al mutuo perdón, debe hacer posible en la vida privada y pública lo que tan duro y difícil es para el corazón del hombre. Las nuevas generaciones que no vivieron aquel conflicto nos piden, y con razón, la generosidad suficiente para construir, unidos en la esperanza, un futuro más justo y más fraterno». Piden, también, que se garanticen eficazmente los derechos de reunión expresión y asociación. Es éste un documento admirable, socialmente clarividente y rebosante de audacia y caridad cristianas.
Cuando estos hechos se consumaban, se produciría la excomunión “latae sententiae” de todos los responsables, incluso del Jefe del Estado. Yo fui testigo de la lucha interior del Cardenal, dispuesto a cumplir con su obligación en defensa de la libertad de la Iglesia, y la previsión de los males para la Iglesia y para España que aquella excomunión podía provocar. El gobierno tenía preparada una nota en la que rompía las relaciones con la Santa sede, D. Vicente llevaba en el bolsillo la nota anunciando las penas canónicas a los responsables de la expulsión del Obispo fuera del territorio de su Diócesis. El Cardenal tuvo que soportar presiones muy fuertes de varios ministros pero, para él, la libertad y la independencia de la Iglesia eran innegociables. Al fin, todo se arregló y cuando Franco se enteró de la situación zanjó la cuestión con aquella frase tan comentada: «¿Dónde me queréis llevar?”
La renovación del Concordato fue una de sus empresas más complicadas. El Concordato, firmado en la hipótesis de la máxima colaboración y perfecto entendimiento entre la Iglesia y el Estado, se había quedado del todo inadecuado para una situación de clara separación y, más todavía, para un momento de tensiones y conflictos. Apenas terminado el Concilio en el que el Papa Pablo VI había pedido a todos los Jefes de Estado, que tenían el privilegio de intervenir en el nombramiento de los Obispos, que renunciasen a este privilegio que oscurecía la plena libertad de la Iglesia en un acto tan importante para el bien pastoral de la misma, Franco había respondido hábilmente diciendo que sólo aceptaría tratar este asunto en el contexto de una revisión general del Concordato.
Cuando la Santa Sede aceptó esta condición se planteó la cuestión de cómo sustituir el viejo Concordato del 53. Lo normal era sustituirlo por otro Concordato. El Cardenal y la mayoría de los Obispos españoles, aunque no eran la parte contratante, preferían que el Concordato fuera sustituido por una serie de Acuerdos parciales. Por fin, después de muchas idas y venidas, la Santa Sede aceptó esta propuesta y los Acuerdos se firmaron, como se sabe, en enero de 1978.
Cuando se produjo la muerte de Franco, se presentaron cuestiones muy delicadas. El mismo Franco había dejado escrito el orden minucioso con el que se tenían que celebrar sus exequias y la proclamación del Príncipe Juan Carlos como Rey de España. El Cardenal entendió desde el primer momento que aquellas determinaciones de Franco, en lo que se referían a las actuaciones de la Iglesia eran del todo inaceptables. Allí estaba prevista, por ejemplo, una misa de funeral en el Valle de los Caídos con la asistencia de todos los Obispos de España. En pocas horas hubo que componer otro programa, negociarlo con el gobierno y distribuir las tareas. El Cardenal Tarancón quiso celebrar expresamente una primera misa funeral en el Pardo enteramente familiar y sin publicidad de ninguna clase. El mismo día 20 de noviembre, por la tarde, celebró la misa en la capilla de El Pardo, donde destacó la fe y la sincera profesión cristiana del difunto sin entrar a juzgar sus actuaciones políticas. «Nos sentimos doloridos ante la muerte de alguien que sinceramente queríamos y admirábamos. Francisco Franco, después de una larga vida, cargada de enormes, tremendas tareas y responsabilidades, está ya en manos de Dios, manos justas y misericordiosas, manos paternales. Ante el cuerpo del hijo que se ha ido a la casa del Padre, casi el único modo de amar es rezar. Nos juzgarán por el amor. Y la manera de amar del gobernante es la entrega total, incansable, llena a veces de errores inevitables, incomprendida casi siempre, al servicio de la comunidad nacional. Quien tanto y tanto luchó hasta extinguirse por nuestra Patria, presentará hoy ante Dios este esfuerzo que ha sido su manera de amar, con limitaciones humanas, como todos, pero esforzada y generosa siempre. Todos tenemos una tarea ante nosotros. Tendremos que recoger cuanto de positivo se ha construido, tendremos que trabajar todos juntos para que la justicia, la libertad, el amor y la paz creen un clima de convivencia fraternal, de la que nadie se debe sentir excluido, siempre que esté dispuesto a colaborar para el bien de todos».
Esta homilía, poco conocida, muestra muy bien los verdaderos sentimientos del Cardenal respecto de la persona y la obra de Franco, así como la incertidumbre y las esperanzas de aquellos momentos. «El destino de España, en estos momentos, está en las manos de Dios. Pero está también en las manos de todos nosotros. No es hora de tragedias ni de pánicos. Es hora de que todos los españoles cumplamos con nuestro servicio a la comunidad. Yo pido este esfuerzo, como español, a todos los españoles. Y os lo pido como obispo a todos los cristianos».
Después de los funerales solemnes presididos por el Cardenal D. Marcelo González, el 27 de noviembre de 1975, el Cardenal presidió una Misa en los Jerónimos, expresamente querida por el Rey. En la homilía, el Cardenal ofreció al Rey la leal colaboración de la Iglesia dentro de su misión específica y le animó a ser el Rey de todos los españoles: «La Iglesia se siente comprometida con la Patria. Los miembros de la Iglesia de España son también miembros de la comunidad nacional y sienten muy viva su responsabilidad como tales. Ella os ofrece lo que tiene, el mensaje de Cristo y el poder infalible de la oración fervorosa y confiada. La fe cristiana no puede ser identificada con ninguna ideología política. La Iglesia nunca dirá qué autoridades deben gobernamos, pero sí exigirá a todas que estén al servicio de la comunidad entera, que respeten sin discriminaciones ni privilegios los derechos de todas las personas, que protejan y promuevan el ejercicio de la adecuada libertad de todos y la necesaria participación común en los problemas comunes y en las decisiones de gobierno. La Iglesia no pide ningún privilegio. Pide únicamente el reconocimiento de su derecho a predicar honestamente el evangelio de Jesucristo, que a veces puede resultar molesto, pero que es siempre beneficioso para el bien de las personas y de la sociedad. Pido para Vos que seáis el Rey de todos los españoles, de todos lo que quieren vivir y convivir sin privilegios ni distinciones en libertad, en mutuo respeto y amor». Era la proclamación de un horizonte de reconciliación y de paz en una sociedad libre e integradora.
Desde 1974 hasta 1976 el Cardenal se vio varias veces con los dirigentes de los incipientes partidos políticos. En estas conversaciones los dirigentes políticos, que iban a ser los agentes inmediatos de los inminentes cambios políticos, pudieron conocer de primera mano la postura de la Iglesia española y de la Santa Sede respecto a las cuestiones que tenían relación con el reconocimiento de la libertad religiosa, confesionalidad o no confesionalidad, libertad de enseñanza, financiación de la Iglesia, patrimonio de la Iglesia, etc.
Esta relación con los nacientes partidos políticos, iniciada ya en los últimos años de Franco, en un régimen de clandestinidad, y continuada en los primeros momentos de la transición, hizo que pudieran ser escuchadas las opiniones de la Iglesia durante el proceso de redacción de la Constitución. El Cardenal siguió muy de cerca la redacción de los artículos 16 y 27 de la Constitución y consiguió expresamente la promesa de Santiago Carrillo de no oponerse a una redacción que fuera satisfactoria para los derechos de los católicos.
La Conferencia Episcopal se mantuvo un poco a distancia del proceso constitucional. En noviembre de 1977 publicó una nota “Sobre los valores religiosos y morales de la Constitución”, en la que se expresaba el punto de vista de la doctrina católica sobre los valores morales y religiosos que una Constitución justa y adecuada a la historia de España tenía que recoger. Posteriormente, llegado ya el momento de que fuera sancionada por los votos de los ciudadanos, la Conferencia volvió a ocuparse de la Constitución, presentando algunas objeciones de segundo orden al texto del proyecto y dando a entender implícitamente su conformidad con la sustancia del texto que se iba a someter a votación.
La extrema derecha católica, algunos grupos y personalidades eclesiales no estuvieron conformes con aquella conducta, que veían poco coherente con la pretendida unidad católica de España y excesivamente condescendiente con las tendencias laicistas de las izquierdas. Entonces, estaba ya muy clara la pluralidad religiosa de los españoles; la fuerza social y política del laicismo. ,
En noviembre de 1978, la Comisión Permanente aprobó la “Nota sobre el referéndum Constitucional”, satisfactoria para los católicos. Fue necesario hacer un texto consensuado que fuera aceptable para los católicos y que respetara suficientemente los principios morales de la ley natural y los derechos de la libertad religiosa de todos los ciudadanos católicos y no católicos. El resultado fue sin remedio un texto teóricamente deficiente pero, en la práctica, el mejor o, casi, el mejor posible. Su valor se muestra hoy, cuando las ideas de las tendencias de ruptura de entonces prevalecen en los grupos de izquierda que nos gobiernan y quieren prescindir de los consensos que están en la base del texto constitucional. La Constitución y los Acuerdos son un apoyo firme contra estas desmesuras laicistas y a ellos nos remitimos cuando queremos denunciar la intolerancia y el autoritarismo de ciertas medidas de gobierno.
Aparte de las actuaciones concretas, el simple hecho de mantener la serenidad en un clima de crispación y de garantizar la Democracia en medio de tantas tensiones y pequeños conflictos como se presentaban casi cada día, fue un servicio del Cardenal y de la Iglesia española en aquellos momentos de inseguridad y de aguas revueltas que ahora es difícil de valorar. La figura del Cardenal caminando sereno entre los aplausos y las broncas que le acompañaron durante el entierro de Carrero Blanco puede ser un símbolo del momento y de la decisiva aportación del Cardenal y de la Iglesia española entera para mantener la calma y facilitar el acercamiento y el buen entendimiento entre los españoles. Era justo pensar que con los trabajos y sufrimientos de aquellos años quedaban definitivamente superadas las heridas y las divisiones de la Guerra Civil. Más de uno hemos sentido en estos últimos años el temor de que aquella esperanza se quedara en una ilusión fracasada. Dios quiera que no sea así.
Una valoración respetuosa
Como ocurre con todas las figuras que tienen una intervención destacada en acontecimientos importantes, la actuación del Cardenal Tarancón en estos años decisivos para la Iglesia y la configuración religiosa de España, ha sido interpretada de diversas maneras. Es evidente que la mayoría de los Obispos y la mayoría también de los católicos y de los ciudadanos españoles estaban de acuerdo con aquella manera de entender y configurar la vida de la Iglesia.
En los últimos años del franquismo las críticas vinieron de parte del gobierno y de sus partidarios que no entendían que la Iglesia dejara de apoyar explícitamente el régimen y las actuaciones del gobierno y criticara sus deficiencias. Para el Cardenal, las más dolorosas eran las críticas que provenían de sectores y organizaciones de la Iglesia, sacerdotes y fieles, que confundían la fidelidad eclesial y el patriotismo con el apoyo al régimen político y a las formas ya superadas de colaboración con las instituciones políticas. Los gritos, las pintadas, las pancartas con aquellas leyendas de «Tarancón al paredón» o «Justicia para los Obispos traidores” eran especialmente dolorosas porque sus portadores eran católicos que, en nombre de un tradicionalismo inflexible y confuso, se oponían a las decisiones de sus pastores.
A la vez que desde estas posturas criticaban al Cardenal por rojo, comunista, desagradecido y desleal, desde los grupos eclesiales de izquierdas le criticaban de indeciso, condescendiente y cobarde. Detrás de las críticas de naturaleza más bien política, estaban los problemas doctrinales con los grupos más radicalizados que querían una Iglesia popular ingenuamente seducida por los análisis y los objetivos revolucionarios del marxismo.
Es curioso comprobar cómo en aquellos años las críticas venían así de la derecha eclesial y política, mientras las izquierdas políticas veían con simpatía al Cardenal y a una Iglesia que había optado decididamente por la Democracia y colaboraba con ellos según su propia naturaleza para facilitar la transición. La presencia de los católicos en los movimientos populares de naturaleza política y la utilización de las instalaciones de la Iglesia en muchas parroquias y casas religiosas era algo común de cada día.
El Cardenal no podría comprender cómo y por qué hoy desde la izquierda se nos dice que la Iglesia es un peligro para la democracia y las izquierdas, que entonces aceptaron como una buena solución la condición el Estado, hoy insisten en la necesidad de implantar un Estado positivamente laicista, inspirado en la desconfianza hacia el cristianismo y hacia toda religión como una favorable convivencia y bien común de la sociedad, de la sociedad en general, y más en concreto bien común de la sociedad española, nacida y crecida en tomo a la unidad y la fecundidad de la fe católica.
Otro punto de las decisiones de aquellos años, fue la negativa del Cardenal a apoyar en los momentos de la transición a ningún partido político y sus reticencias ante cualquier proyecto que se presentase con el nombre de «Democracia cristiana». Confieso que éste fue uno de los puntos en los que yo nunca vi del todo acertada la postura del cardenal. Sin embargo, es de justicia reconocer que en aquellos momentos, primero, era claro que la Iglesia no podía ni debía apoyar ningún partido político, como era también claro, que tal como estaban las cosas si hubiese aparecido un partido con esa denominación nadie hubiera creído que no estuviera apoyado y favorecido por la Iglesia. Y en tercer lugar, en aquellos momentos de confusión y de inexperiencia política no era fácil ni siquiera posible contar con una presencia de los católicos en la vida política que estuviera de acuerdo con la doctrina conciliar y respondiera a las exigencias de un partido moderno no confesional y de inspiración cristiana. Seguramente es ésta una gran deficiencia de nuestra sociedad, pero dudo mucho de que se hubiera podido iniciar en aquellos momentos. A un político democristiano que después de las primeras elecciones se me quejaba de la falta de apoyo de la Iglesia, yo le devolví la queja diciéndole que nosotros también hubiéramos deseado poder contar con unos católicos mejor formados doctrinalmente y más hábiles para moverse por su cuenta con más éxito en los laberintos de la política.
Más serio ha sido el distanciamiento crítico hacia la obra del Cardenal Tarancón que se ha mantenido durante mucho tiempo en amplios ambientes de la sociedad, de ciertos grupos católicos y algunas altas esferas de la Iglesia, como si el Cardenal y los obispos españoles de aquel momento hubieran sido débiles a la hora de defender la unidad católica de España y de los españoles, dejándose seducir por las buenas palabras de los socialistas y siendo con ellos demasiado condescendientes. Fueron varios los escritores y los medios de comunicación que durante años criticaron lo que llamaban el taranconismo, entendiendo por ello una visión de la Iglesia y una postura simultáneamente liberal, condescendiente, poco atenta a la defensa de la unidad católica en España y de los valores tradicionales del catolicismo español, excesivamente condescendiente con las ideas y proyectos del Partido Socialista Obrero Español.
El Cardenal, como es natural, conocía estas críticas, pero no les daba importancia. El siempre decía que no sabía lo que era el taranconismo y que en cualquier caso él no se veía taranconiano. Quienes colaborábamos con él, lógicamente nos sentíamos todavía menos taranconianos.
A propósito de esto, puedo contar una anécdota que aclara bastante esta cuestión. El mismo año 1982, siendo ya presidente de la Conferencia Episcopal D. Gabino Díaz Merchán, pocos meses antes de que el PSOE ganara las elecciones por primera vez, fui elegido Secretario General de la CEE. Al cabo de pocos meses comenzaron las primeras dificultades serias con el Gobierno de Felipe González en materias de educación y de financiación de la Iglesia. En varias intervenciones mías ante los medios de comunicación manifesté las preocupaciones y las quejas o protestas de la Iglesia por las insinuaciones o dificultades que yo entendía como contrarias a la justicia y al texto de la Constitución. El Cardenal se alarmó o algunos hicieron que se alarmara por lo que le parecía que podía ser una excesiva intransigencia por mi parte. Él era todavía Arzobispo de Madrid y un día me llamó y me invitó a comer a su casa. Durante la comida vi que tenía alguna preocupación que no acababa de manifestarme. Entonces, le dije: «D. Vicente, ¿qué me quiere decir? Ya sabe que Vd. puede decirme tranquilamente lo que quiera”. Entonces, me respondió que le habían extrañado algunas réplicas mías a las propuestas de los socialistas, que si no creía yo que estaba tomando posturas excesivamente intransigentes. Le respondí sinceramente lo que me parecía: «D. Vicente, tenga en cuenta que cuando tratábamos con los socialistas antes de la transición o cuando estaban en la oposición, las cosas eran de una manera, sólo salían los aspectos en los que estábamos de acuerdo unos y otros. Pero, ahora que están en el gobierno los socialistas se manifiestan de distinta manera, ahora ya no es simplemente coincidir en favor de la libertad y de los derechos humanos en general, los socialistas tratan de aplicar sus ideas y sus proyectos, como es natural, y en esto ya no hay tantas coincidencias, lo que aparecen son muchos puntos diferentes y contradictorios por su visión colectivista de la sociedad y mentalidad laica en muchas cuestiones importantes». Él, que era rápido y sincero en sus reacciones, me dijo: «Es verdad, tienes razón, ya me quedo tranquilo».
De todos modos en honor de la verdad, y en honor de la lealtad del Cardenal, tengo que decir que su propia limpieza le hacía confiar demasiado en los demás por lo que a veces le costaba caer en la cuenta de las dobles intenciones de un interlocutor o de los intereses encubiertos de unas promesas o de unas concesiones de circunstancias. Seguramente él no pensaba que las actitudes radicalmente laicistas de la República pudieran volver a estar operantes en España después del terrible escarmiento de la Guerra Civil. Seguramente ninguno de los que vivimos aquellos acontecimientos podíamos imaginar lo que ahora estamos viendo. Tampoco supo darse cuenta de que después de firmados los Acuerdos y normalizada la situación política, habían cambiado las condiciones en España y en la misma Iglesia. Muchos acontecimientos posteriores le vinieron de sorpresa.
Él solía apelar frecuentemente a la honradez como norma de su comportamiento. Es posible que su misma rectitud, su gran bondad y respeto por las personas le hiciera ser algo ingenuo en algunos momentos. Este era, creo yo, el secreto de su atractivo y quizás, al mismo tiempo, la causa de algunas de sus posturas menos acertadas.
En todas sus empresas el Cardenal supo armonizar el servicio a la Iglesia con un gran amor a España y un sincero patriotismo que él consideraba exigencia de su misma fe cristiana.
Si queremos concretar en algunos puntos concretos la herencia de D. Vicente yo la resumiría en estos cuatro puntos: entrega total de la vida a Jesucristo y a su Iglesia; una visión optimista y esperanzada de la vida, apoyada en la fe en Dios y en su amorosa providencia; sencillez, sinceridad y fortaleza para plantear y acometer las tareas más arduas que el servicio a la Iglesia y a la sociedad requiera; amor sincero y confiado a todos, incluso a los adversarios y aun a los enemigos.
Creo que hoy serenamente podemos estar de acuerdo en reconocer que la Iglesia española, con el liderazgo del Cardenal D. Vicente Enrique i Tarancón, en estrecha comunión con el Papa Pablo VI supo responder en aquellos momentos a los planes de Dios. En unos años deslumbrantes, con muchas posibilidades y no pocos riesgos, nuestra Iglesia fue capaz de evitar la mayoría de los riesgos y aprovechas muchas de las posibilidades que la providencia amorosa de Dios puso a nuestro alcance.
No sería justo ni históricamente correcto atribuir a posibles deficiencias de las decisiones de aquellos años los aspectos negativos de la situación española actual. Apostamos por la libertad y aquella fue una decisión oportuna y necesaria tanto desde un punto de vista doctrinal como desde una consideración pastoral honesta y realista. Después, hemos aprendido que la rectificación de un esquema social vigente durante siglos no se cambia en un día, ni en unos meses ni en unos pocos años. Hará falta más tiempo hasta que los españoles, católicos y no católicos, aprendamos a vivir y a convivir en libertad con sensatez, moderación y tolerancia, sin pecar por carta de más ni por carta de menos. Está visto que pasar de un orden social impuesto por la fuerza de la ley a otro sostenido por la libertad justa y razonable de la mayoría de la población, en estas tierras ardientes de España, necesita más tiempo y más paciencia. Esta es hoy nuestra tarea.
Mientras tanto es de justicia ofrecer este homenaje de gratitud a quienes, como el Arzobispo de Madrid, Cardenal D. Vicente Enrique i Tarancón, pusieron su vida entera al servicio de la renovación conciliar de la Iglesia en España y la convivencia reconciliada y pacífica de todos los españoles.