La Universidad Católica en un mundo laicista
Hablar ahora sobre la Universidad, y más sobre la Universidad católica, no es un tema fácil. Vivimos unos momentos en los que, si no el concepto, si los perfiles concretos de la Universidad y de la vida universitaria no están nada claros. Las fuerzas sociales más poderosas, como la política y la economía, tiran de ella para convertirla en un instrumento sometido a su servicio. Se busca un modelo de Universidad con unos rasgos comunes que sean válidos para toda Europa, cuando no sabemos muy bien qué es lo que Europa quiere ser.
Si al difuso concepto de Universidad le añadimos el calificativo de católica, entonces las dificultades se multiplican. Lo religioso en general, y muy especialmente lo católico, provoca en estos momentos un rechazo inexplicable. Parece que todos los agentes de la vida pública se han puesto de acuerdo en la necesidad de recluir la religión, y particularmente la fe cristiano en el terreno de la vida privada, es decir, de lo no relevante, de lo no influyente, de lo no fiable. La profesión de cristianía es considerada como sinónimo de falseado, incompatible con la autenticidad del pensamiento y la libertad de las decisiones. Opuesto al progreso y al crecimiento en humanidad. Para muchos de nuestros contemporáneos, universidad y católico son dos conceptos incompatibles.
Esto es así en los sectores laicistas que por desgracia predominan en estos momentos en la vida cultural española. Y lo más grave es que muchos cristianos participan también de esta manera de ver las cosas. La profesión de fe debe quedar al margen de la vida profesional e institucional. La investigación, la docencia, las relaciones institucionales deben ser neutras, sin dejarse influencias por las convicciones y vivencias religiosas de cada uno. Pacíficamente, con el consentimiento mayoritario de los cristianos, en la vida universitaria está implantado hace tiempo el criterio que ahora se nos quiere imponer en toda la extensión de la vida pública: puesto que nuestra sociedad es religiosamente pluralista, puesto que convivimos cristianos y agnósticos, prescindamos de las manifestaciones religiosas para poder convivir en paz en el terreno común de la neutralidad. Un falso razonamiento que sustituye la verdadera tolerancia por la exclusión y la represión de la religión.
En este contexto me habéis invitado a presentar unas reflexiones sobre la Universidad católica y me presento ante vosotros dispuesto a exponer y ponderar las excelencias de la Universidad católica, la afinidad entre el saber y la fe, el mutuo enriquecimiento del amor y servicio a la verdad, propios del buen universitario, y el seguimiento de Jesucristo, que es la nota esencial de la fe y de la vida cristianas.
I. LA IDEA
Como consecuencia de las prevenciones contra lo católico a las que acabo de aludir, tanto en el ambiente universitario como en el administrativo y político, abundan las prevenciones contra la Universidad católica. Desde siempre, la mentalidad predominante en España, en la visión de la educación, ha sido estatista y oficialista. Desde las guarderías hasta la Universidad, la enseñanza tenía que ser pública. Escuela pública, laica y gratuita ha sido el grito de guerra de la izquierda española. Y la preferencia también de la mayoría de los profesionales, de izquierdas y de derechas. Con lo cual el concepto y la imagen de la Universidad católica han tenido mucha dificultad para abrirse camino en nuestra sociedad. Al amparo de la legislación franquista pudieron aparecer lo que se llamaba universidades eclesiásticas, pero ha sido necesario esperar hasta hace muy pocos años para que pudieran desarrollarse entre nosotros algunas universidades no estatales, y entre ellas algunas universidades libres y católicas. A duras penas, con unas condiciones injustamente restrictivas, pero aquí estamos. Podemos decir que una nota característica de la vida de la Iglesia y del cristianismo en España es el nacimiento y el desarrollo de varias Universidades católicas.
Frente al hecho de la Universidad católica, se ha levantado en nuestros ambientes culturales una objeción de fondo: la Universidad es una institución al servicio del saber y de la ciencia, y un servicio honesto a la investigación y difusión de la verdad tiene que ser laico, libre de cualquier condicionante dogmático. Por lo cual cualquier confesionalidad es del todo incompatible con una vida universitaria auténtica. Más todavía, la confesionalidad católica es enemiga del pensamiento, de la inteligencia, del verdadero saber.
Digamos en primer lugar que la historia desmiente esta afirmación: La fe, la Iglesia católica ha sido madre de la Universidad moderna, hay están Bolonia, París, Salamanca, y todas las Universidades que España levantó muy pronto en las grandes capitales de la nueva España, Perú, México, Santiago de Chile.
Juan Pablo II, en 1990, pudo comenzar su constitución apostólica dedicada a la Universidad católica afirmando que la Universidad nació «del corazón de la Iglesia» «Ex corde Ecclesiae». ¿Y cual es ese corazón de la Iglesia del cual nació la idea y la realidad de la Universidad europea? El amor a la verdad, la convicción de que el mundo creado por un Dios personal y misericordioso es un mundo bueno, inteligible, hecho para el bien del hombre. La confianza del hombre que se siente capaz de explorarlo, comprenderlo y ponerlo a su servicio. Un concepto histórico de la propia existencia que mueve al hombre a la investigación de la verdad del mundo y a utilizarlo como instrumento de crecimiento y de expansión de la humanidad en el mundo en un movimiento permanente de afirmación solidaria y universal.
La fe en el Dios creador fundamenta y estimula el afán de saber. La adoración de un Dios que nos ha hecho a su imagen y semejanza nos sostiene en la confianza de nuestra capacidad para conocer y dominar el mundo. Pero es que además, la fe en un solo Dios creador y redentor, principio del mundo y Padre de N.S. Jesucristo nos permite afirmar a priori la plena compatibilidad entre la razón y la fe, la verdad del mundo de la creación y la verdad histórica y salvífica del orden de la gracia, de la redención y de la salvación. Jesucristo, el Verbo de Dios hecho hombre, en la medida en la que devuelve al hombre el dominio y la autenticidad de su ser, lo capacita para utilizar su razón con objetividad y eficacia en la tarea nunca acabada del descubrimiento y la comprensión del mundo. «La unidad de la verdad es ya un postulado de la razón humana expresado en el principio de la no contradicción. La Revelación da la certeza de esta unidad, mostrando que el Dios creador es también el Dios de la historia de la salvación. El mismo y único Dios que fundamenta y garantiza que sea inteligible y racional el orden natural de las cosas sobre las que se apoyan confiadamente los científicos, es el mismo que se revela como Padre de nuestro Señor Jesucristo»1.
El corazón de la Iglesia es también el Espíritu Santo, el amor universal e incansable del Dios Trinidad, que mueve las velas de la nave de la historia, que ensancha los corazones hasta reunirlos en un abrazo universal fraternidad, que levante e impulsa la esperanza hacia un progreso ilimitado cuya verdadera meta está más allá de este mundo. La Universidad es hija del amor a la verdad, del deseo de saber para vivir, de la voluntad de ayudar al prójimo haciéndole partícipe del gozo de la verdad y del bien de la libertad y del dominio del mundo. A la luz de estas elementales consideraciones podemos concluir que la fe en Dios no es enemiga del saber ni de la ciencia, sino que capacita al hombre para entender el mundo, para dominarlo, para ayudar a sus hermanos a crecer en humanidad. La Universidad es una de las grandes creaciones culturales de la Iglesia y de la fe católica.
Lo que fue impulso para hacer surgir la idea de Universidad y para hacerla nacer históricamente, es también ahora impulso para dar existencia a estas Universidades verdaderamente católicas, nacidas del corazón de la Iglesia, llamadas a ser un poderoso instrumento de enriquecimiento espiritual y cultural tanto para la sociedad como para la misma Iglesia.
II.CARACTERES DE LA UNIVERSIDAD CATÓLICA.
Una vez que hemos descrito los fundamentos profundos de la evidente afinidad entre la Iglesia y la Universidad, podemos preguntarnos por los rasgos específicos de la Universidad católica. Para algunos, los partidarios de un catolicismo formal que no modifica la realidad de la vida humana, para que la Universidad católica fuese lo que tiene que ser y llenase adecuadamente su función bastaría que fuese simplemente una buena Universidad. Es la consecuencia de esa manera de entender el catolicismo según la cual el ser cristiano no añade nada al ser pretendidamente natural de un modelo de hombre adecuado a los límites de la razón.
¿Todos católicos? «los miembros católicos» (n. 27)
Para poder hablar de Universidad católica se requiere una primera condición puramente formal que hablando propiamente tiene que ser garantía de otras muchas cualidades reales. La Universidad católica tiene que estar erigida, o por lo menos aceptada, por una autoridad de la jerarquía católica, sea un Obispo o la Congregación competente de la Curia romana. Esta condición jurídica y administrativa no es una condición vana, sino que tiene que ser la garantía de que la Universidad pretendidamente católica tiene otras muchas características que la configuran como verdaderamente y realmente católica. Tratemos de indagar en qué tiene que consistir la catolicidad, la cristianía de una verdadera Universidad.
Para que una Universidad sea de verdad católica es preciso que su existencia y su despliegue institucional estén inspirados por la fe cristiana. ¿Cuáles son los resultados imprescindibles de esta inspiración cristiana en la configuración y existencia de una Universidad católica?
En primer lugar el amor a la verdad, un amor que es interés, respeto, veneración por la verdad de las cosas, confianza en la inteligibilidad y en la bondad de la creación, en la capacidad de la razón para conocer todo lo existente, en la eficacia constructiva de la verdad. «La fe no teme la razón, sino que la busca y confía en ella. Como la gracia supone la naturaleza y la perfecciona, así la fe supone y perfecciona la razón. Esta última, iluminada por la fe, es liberada de la fragilidad y de los límites que derivan de la desobediencia del pecado y encuentra la fuerza necesaria para conocer el mundo y elevarse hasta el conocimiento de Dios»2.
A los estímulos de la fe hay que añadir los de la caridad. El amor ilumina, acerca, ensalza la realidad del ser o de los seres queridos y facilita el conocimiento. Creer en Dios creador es principio de un amor respetuoso hacia la realidad entera, es una buena preparación para mar y respetar el mundo que abree la puerta de la contemplación y facilita la utilización respetuosa de sus riquezas a favor del hombre. La caridad nos acerca a la realidad, nos permite atender al verdadero ser de las cosas, de acuerdo con la Sabiduría suprema de Dios sin la cual nuestra existencia en el mundo se hace problemática y conflictiva.
De esta manera fe y razón concurren en el crecimiento de la verdadera sabiduría sobre la cual se asienta la libertad y la grandeza del hombre sobre la tierra. El «Intellige ut credas, Crede ut intelligas» de San Agustín podría ser el lema del sabio y del universitario cristiano.
En segundo lugar, en la Universidad católica el saber nace y crece subordinado al bien de la persona. No es una subordinación externa que manipule o deforme la verdad, sino que el servicio al bien de la persona se asume como un criterio de verdad. La fe en el Dios creador nos dice que todo fue hecho por Dios para el bien del hombre, por lo cual podemos pensar que no conocemos del todo una cosa mientras no la situamos en el conjunto del universo al servicio de la verdad y del bien del hombre. Esta intencionalidad antropológica del universo, a la vez que abre infinitamente las posibilidades de la investigación, despeja todos los tabúes y todos los fantasmas que podrían entorpecer la libertad del pensamiento humano. «Todo es vuestro, vosotros de Cristo y Cristo de Dios»3
Podríamos decir que el amor purifica incluso la metodología. El amor acerca a la realidad de las cosas queridas, y por eso mismo protege a la razón del ideologismo, de los apriorismos que impiden ver la realidad en su integridad, de las abstracciones o deformaciones que centran la atención en un sector de la realidad y olvidan los aspectos o los elementos que no interesan. La virtud cristiana enseña a acercarse a la realidad sin prejuicios, sin deformaciones interesadas, sin pretensiones injustas. La caridad permite acercarse a la realidad con un corazón limpio. Por eso mismo unifica los saberes y humaniza la ciencia poniéndola de verdad al servicio del bien y del progreso.
Alguien podría objetar que la influencia de la revelación y de la fe altera el respeto a la autonomía de la ciencia. Nuestra respuesta es que obliga más bien a respetar cuidadosamente el método racional y científico para descubrir con exactitud lo que en cada caso se pretende conocer. La influencia de la fe sobre el conocimiento racional es más bien extrínseca, apartando los inconvenientes y excluyendo todo aquello que por ser contrario a la revelación no puede ser admitido como una verdad científica firme y definitiva.
La desconfianza actual contra la iluminación proveniente de la revelación nos ha llevado a dudar de la misma razón. La armonía del pensamiento alcanzada en el seno de la cultura cristiana fue destruida por la desconfianza del racionalismo y nos ha llevado a desconfiar de la razón misma. En el ámbito de la investigación científica se ha ido imponiendo una mentalidad positivista que no solo se ha alejado de cualquier referencia a la revelación cristiana, sino que ha prescindido de la dimensión metafísica y moral del saber humano. Consecuencia de ello es la fragmentación de los saberes y la pérdida de la dimensión moral que induce a buscar en todo y por todo el bien de la persona y de la comunidad humana. La investigación se ha hecho fin de sí misma y el pensamiento, desligado de la realidad de la persona, cae bajo el peso del pesimismo y del nihilismo. De esta manera la existencia humana queda desamparada no sólo de la providencia divina sino hasta de la solicitud del hombre por su propio bien. El hombre perdido en un mundo sin verdad deja de ser pastor y cuidador de su propia existencia.
Una universidad católica así concebida se mantiene libre de las ingerencias de otras instituciones y se declara independiente ante las presiones inevitables de la política o del dinero. Estará a tenta a las necesidades de la sociedad para formar buenos profesionales en los diferentes campos de las ciencias y de la técnica, pero no caerá en la tentación del pragmatismo ni del mercantilismo. Mantendrá siempre un espacio para la filosofía y las humanidades en la formación de sus alumnos. Les ayudará a conocer científicamente los fundamentos de la fe cristiana y a conocer los contenidos de la revelación con una lectura religiosa y científica a la vez de la Escritura, especialmente del Nuevo Testamento, ofrecerá a sus alumnos un conocimiento suficiente de las intervenciones del magisterio de la Iglesia en cada momento y ante cada nuevo problema moral que planteen los nuevos conocimientos y las nuevas técnicas.
El marco común de la fe cristiana permite a las Universidades católicas colaborar en programas conjuntos de pura investigación o de una investigación dirigida y centrada en un problema concreto, como pueden ser la lucha contra ciertas enfermedades, programas de desarrollo cultural o técnico para países del Tercer Mundo, en cualquier punto de la lucha general contra la pobreza, la enfermedad o la injusticia. Las Universidades católicas tienen que ser militantes en la causa universal de la verdad y de la justicia en el mundo, para bien los pueblos. En este servicio brillará el esplendor de la fe y la fuerza humanizadora de la revelación cristiana.
Las Universidades católicas, presentes en los lugares más alejados de la tierra, en la medida en que alcancen la fuerza suficiente para influir de verdad en la vida científica y cultural de sus respectivos países, pueden promover un movimiento de acercamiento y concurrencia entre los diferentes pueblos y las diferentes culturas, liberadas por la fe de sus errores y concurrentes en el servicio a la persona y a la humanidad unificada en un mundo globalizado. Solo la fe cristiana es capaz de promover un acercamiento cultural universal que respete la autonomía de las culturas y a la vez las haga crecer de manera concurrente en favor de una verdadera comunicación universal y fraterna entre todos los pueblos de la tierra.
Una Universidad católica es un lugar privilegiado donde se desarrolla espontáneamente el diálogo entre la fe y la cultura. En la investigación de los profesores, en la convivencia de las diversas áreas de conocimiento con las ciencias propiamente teológicas, en los seminarios interdisciplinares, en la misma formación interior de sus alumnos, se mantiene permanentemente abierto el diálogo sereno y fructuoso entre las afirmaciones de la fe y los contenidos antiguos y nuevos de las ciencias humanas, de la cosmología, de la biología y de todos los grandes espacios del saber y de la ignorancia de los hombres.
De esta manera, gracias a este diálogo permanente, las expresiones de la fe se purifican de fórmulas o contenidos arcaicos, alcanzan formas más maduras y menos imperfectas, y los conocimientos humanos se purifican de todo aquello que es incompatible con la revelación de Dios y crecen ilimitadamente por el deseo de llegar a conocer los últimos secretos de la creación. Todo es vuestro, vosotros de Cristo y Cristo de Dios. De nuevo las palabras de San Pablo nos invitan a ver al hombre en el centro de la creación, no como rival sino como criatura de Dios, engrandecido por el conocimiento de sí mismo y de la creación entera e iluminado por la huella de la sabiduría eterna que le hace capaz de vivir como hijo de Dios con Cristo para la gloria de Dios y felicidad suya.
De esta manera la Universidad católica está llamada a mantener una presencia viva del pensamiento cristiano en los acontecimientos de la vida pública, es el instrumento adecuado, quizás no suficiente pero sí indispensable, para formar hombres y mujeres bien pertrechados culturalmente que sean capaces de dar un testimonio aquilatado de las verdades de la fe, ciudadanos capacitados para actuar e influir en los diferentes campos del apostolado y de la vida cultural, social y política.
Para que esto sea posible en la Universidad católica deben concurrir unas cuantas notas imprescindibles:
– La presencia activa y responsable de algunas personas que vivan y actúen con una honda inspiración cristiana;
– La reflexión continua y conjunta sobre la realidad cultural a la luz de la fe
– Una sincera fidelidad a las enseñanzas de la Iglesia en materias de fe y criterios morales;
– Una voluntad honesta y eficaz de ayudar a los alumnos a crecer humanamente en la plenitud del humanismo cristiano que es fuente y garantía de madurez humana y honestidad ciudadana;
– El esfuerzo institucional y colectivo para situar las tareas ordinarias de cada día en el marco de un servicio real al crecimiento intelectual y moral de los alumnos para al servicio de la Iglesia y de la sociedad
Con este conjunto de funciones, la Universidad católica es un instrumento privilegiado de mediación entre la Iglesia y la sociedad. En ella y por ella la sabia de la fe y de la sabiduría cristiana crea cultura y recibe también los beneficios de una cultura viva y actuante, en un flujo y reflujo continuo. La Universidad católica promueve puntos de contacto entre los intereses de la Iglesia y de la sociedad, ella misma es permanentemente un lugar de encuentro entre la fe y la cultura que colaboran armoniosamente en la educación de los jóvenes universitarios y el crecimiento del patrimonio teológico y cultural cristiano. Ella es uno de esos lugares privilegiados donde la fe se hace cultura y la cultura se prepara para acoger la luz de la fe y la riqueza de la vida cristiana en su integridad.
III.OBJETIVOS ESPECIFICOS DE LA U.C. EN ESPAÑA
No está de más que tratemos de explicitar algunas de las tareas más importantes que las universidades católicas tienen que desempeñar en la España actual.
Condición previa para que exista una Universidad verdaderamente católica es la confianza en el valor humanizador del evangelio y de la fe cristiana, confianza en la armonía interna y fecunda entre fe y ciencia. Contra la tentación de desconfesionalizarse para convivir en el conjunto de la familia universitaria a costa de diluirse sacrificando su identidad, las Universidades católicas en España tienen que ser capaces de mostrar con el argumento irrefutable de los hechos, que su confesionalidad católica, lejos de ser un impedimento para desarrollar una vida verdaderamente universitaria, es un plus que estimula su labor investigadora, enriquece las relaciones entre profesores y alumnos, despierta el amor a la verdad y el deseo de aprender, facilita la comunicación y consolida la disciplina y la honestidad en el trabajo y la convivencia.
Un objetivo urgente de las Universidades católicas en España es recuperar el prestigio cultural de la fe. La fe es cultura y principio activo de la vida y de la creatividad cultural de un pueblo. En España se ha instalado el convencimiento de que la fe es más bien una actividad parásita que deforma y empobrece la vida cultural de un pueblo. Esto para nosotros españoles significa vivir avergonzándonos de nosotros mismos, menospreciando nuestra historia y nuestro lugar en el mundo, perder la identidad y la fuerza creadora en el concierto de las naciones. Esta es a mi juicio una de las causas profundas de la decadencia cultural actual y de la debilidad creativa y apostólica de gran parte del catolicismo español. Con su creatividad, con sus publicaciones, con su capacidad educativa, las Universidades españolas tienen que demostrar que la fe católica sigue siendo fermento de cultura y de progreso, y por tanto las raíces católicas de nuestra cultura siguen siendo una fuente viva de progreso social, científico, económico y artístico. No hace falta dejar de ser católicos ni españoles para ocupar un puesto honroso entre las naciones del siglo XXI.
En este momento la juventud española necesita descubrir el amor al saber, a la preparación y la fuerza intelectual, el amor al estudio y al trabajo, la confianza en sí misma, el gusto de la propia capacidad y la reconciliación consigo mismo, con sus mayores, con la historia y la realidad de su pueblo.
Sin unas cuantas nociones filosóficas y antropológicas no puede haber un pueblo culto y seguro. La Universidad católica tiene que atender a la formación filosófica y humanista de sus alumnos. Las nuevas generaciones necesitan conocer con cierta profundidad y precisión unas cuantas realidades que componen la grandeza de la persona humana, como, por ejemplo, el verdadero significado de la libertad, de la inteligencia, de la responsabilidad y la sociabilidad, de la muerte y la inmortalidad. Sin unos elementos bien fundados de antropología no puede haber personalidades firmes, ni puede haber una sociedad fuerte, ni hay tampoco base para profesar y vivir la fe católica con claridad y serenidad en un mundo tan pluralista y tan confuso como el nuestro. En este mismo orden de las convicciones antropológicas, la Universidad católica tiene que fundamentar la capacidad y el deseo de vivir en la verdad, inmunizando contra la tentación del relativismo intelectual y del permisivismo moral, que van juntos y esterilizan la vida de las naciones y de los pueblos.
Nadie en la Universidad católica, debería quedar privado de un buen conocimiento de los contenidos fundamentales de la filosofía cristiana, de las Escrituras y del credo católico, junto, los capítulos más importantes de la vida de la Iglesia católica y de la Iglesia española.
En estos momentos de inseguridad es preciso que desde las Universidades católicas se vean protegidos y fortalecidos los fundamentos de la cultura católica, la aceptación racional de la existencia y la providencia de Dios creador, el valor supremo de la persona y de la vida humana, los fundamentos y principales contenidos de la ética natural y racional, la primacía social del matrimonio y de la familia, los verdaderos fundamentos de la libertad y de la paz en la verdad y en la justicia.
Por último, creo que tendría que en España ser tarea de las Universidades católicas favorecer un diálogo permanente y multiforme con personas e instituciones no católicas acerca de todas estas cuestiones, de los fundamentos históricos, filosóficos y políticos de nuestra convivencia, de los riesgos del laicismo y de los nacionalismos, de las exigencias de la justicia en el marco nacional e internacional. Su acción coordinada puede y debe ser un impulso decisivo para la regeneración cultural y religiosa de España. Para eso no hace falta multiplicar más de lo justo estas instituciones, sino trabajar intensamente para que sean lo que tienen que ser y hagan lo que tienen que hacer.