El sacerdote, guía y director espiritual

Mons. Francisco Pérez González
Arzobispo de Pamplona-Tudela
Jornadas sobre Liturgia y Sacerdocio
24-27 de agosto de 2009
Iranzu, Navarra
Índice
Introducción
1. El sacerdote, ministro en la Iglesia
a. El sacerdote, don del Padre
b. El sacerdote, actúa en nombre de Jesucristo
c. El sacerdote, obra del Espíritu
2. El sacerdote, guía espiritual en su Parroquia
a. Communio eucarística
b. Communio orgánica
c. Communio sanctorum
3. El sacerdote, guía en el acompañamiento personal
a. La llamada universal a la santidad
b. Pedagogía Pastoral
c. Santidad del Pastor, guía de almas
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Introducción
La segunda carta a los Corintios contiene una apología del ministerio apostólico, adecuada al tema que se me ha encargado sobre el sacerdote, guía y director espiritual”. Señala la carta en el capítulo tercero tres razones que avalan la dignidad del ministerio: pertenece a la nueva Alianza que supera a la antigua: “nos hizo idóneos para ser ministros de una nueva alianza, no de la letra, sino del Espíritu” (2 Co 3,6); tiene mayor esplendor y gloria que el ministerio de Moisés: “si no podían fijar su vista en el rostro de Moisés a causa de la gloria de su rostro, que era perecedera, ¿con cuánta mayor razón será más glorioso el ministerio del Espíritu?” (2 Co 3,8); y finalmente, se basa en el espíritu de la verdad y la libertad, y no en un texto escrito que necesita ser desvelado: “El Señor es Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor hay libertad. Todos nosotros como en un espejo reflejamos la gloria del Señor…, conforme obra en nosotros el Espíritu del Señor” (2 Co 3, 17-18). Nuestro ministerio, sin duda supera el de la antigua Alianza y, si el profeta Ezequiel anunciaba la presencia de nuevos pastores que cuidarían el rebaño sin aprovecharse de las ovejas, los pastores de la nueva, nosotros, tenemos como modelo al que ha dado su vida por las ovejas, “a Cristo Jesús, Maestro, Sacerdote y Pastor”1.
En esta reflexión con vosotros quiero compartir unas ideas que dividiré en tres partes, el sacerdote como ministro en la Iglesia, como pastor solícito en la parroquia y como guía diligente en el acompañamiento personal. En estos tres ámbitos no quiero perder de vista “el nuevo estilo de vida” que viene aconsejando el Papa Benedicto XVI: “así como Jesús llamó a los Doce para que estuvieran con Él, y sólo después los mandó a predicar, también en nuestros días los sacerdotes están llamados a asimilar el ‘nuevo estilo de vida’ que el Señor Jesús inauguró y que los apóstoles hicieron suyo”2.
1. El sacerdote, ministro en la Iglesia
La naturaleza y misión de la Iglesia está enraizada en el misterio de la Trinidad Beatísima (cf. LG, nn. 2-4) hasta el punto de que existe porque Dios en su sabiduría infinita ha querido llevar a cabo su plan de salvación sobre los hombres a través de este “pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”3. Así lo confesamos cuando decimos que la Iglesia es pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo. El sacerdote también tiene como referente fundamental la Santísima Trinidad, y si queremos comprender su naturaleza hemos de centrarnos en su constitución tridimensional, teocéntrica, cristológica y neumatológica.
a. El sacerdote, don del Padre
Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1 Tim 2,4) y, en consecuencia, decidió en su sabiduría y bondad infinitas revelarse a sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad (cf. Ef 1,4). Como enseña el Concilio (cf. LG, n. 2) Dios ha ofrecido a los hombres un testimonio de sí mismo en el universo creado y conservado para el hombre; cuando llegó el momento oportuno eligió a Abrahán como progenitor de un pueblo y padre en la fe de tantos otros. Después de la época patriarcal escogió a Moisés y los profetas para que guiaran a su pueblo en la verdad y en el camino de la salvación. De este modo fue preparando la esperanza en un futuro salvador. Llegada la plenitud de los tiempos el Padre envió a su Hijo para que llevara a cabo la obra de la salvación mediante su vida, su pasión y muerte, y su resurrección. Jesucristo eligió a los Apóstolos y los envió por todo el mudo como Él había sido enviado por su Padre (cf. Jn 20,21). La Iglesia, por tanto, con la certeza de que Dios es fiel a su promesa es depositaria de la misión de Jesucristo y siente la responsabilidad de cooperar con la acción de Dios que llama y contribuye a
1 Optatam totius, n.4.
2 Benedicto XVI, Carta para la convocatoria de un año sacerdotal con ocasión del 150 aniversario del Dies Natalis del Santo Cura de Ars (16 junio de 2009).
3 San Cipriano, De oratione dominicali,23, PL 4,553.
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crear y mantener la condiciones para que los hombres se salven. Tal cooperación la lleva a cabo por los ministros; y es consciente de que “sin sacerdotes no podría vivir aquella obediencia fundamental al mandato de Jesús”4. Sin duda el sacerdote es un don del Padre para la Iglesia y para el mundo.
b. El sacerdote, actúa en la persona de Jesucristo
El sacerdote es siervo de Cristo, actúa “in persona Christi”, está identificado con Cristo y, como escribió Pablo, “es Cristo quien vive en mí” (Ga 2,20). El Apóstol, a diferencia de los sinópticos, no habla del seguimiento de Cristo; pero con términos teológicos insiste en la vida “en Cristo”, como fundamento y, a su vez, finalidad de la experiencia cristiana. Y si esto vale para los fieles que participan del sacerdocio de Cristo en cuanto que forman parte del pueblo de Dios y están capacitados para ofrecer sacrificios espirituales, mucho más para el presbítero que es guía sacramental imprescindible, sin el cual la congregación de discípulos no sería una comunidad eclesial cristiana.
La relación del sacerdote con Cristo Sacerdote es tan estrecha que si Él ofreció por todos los hombres el único y definitivo sacrificio, el presbítero renueva y actualiza ese mismo sacrificio y hace presenté al Señor en los sacramentos: “Los presbíteros son en la Iglesia y para la Iglesia una representación sacramental de Jesucristo, Cabeza y Pastor, proclaman con autoridad su palabra, renuevan sus gestos de perdón y ofrecimiento de salvación, principalmente el Bautismo, la Penitencia y la Eucaristía (…). En una palabra, los presbíteros existen y actúan para el anuncio del Evangelio al mundo y para la edificación de la Iglesia, personificando a Cristo, Cabeza y Pastor”5.
El título de ‘pastor’ está reservado al sacerdote, tanto obispo como presbítero. Y el sacerdocio común no llegaría a comprenderse plenamente sin el sacerdocio ministerial que, diferenciándose del primero esencialmente y no sólo de grado, participa plenamente del sacerdocio de Cristo. Al sacerdocio ministerial son llamados personalmente, y no sólo como miembros del pueblo, para servir por medio de la potestad sagrada a todos los demás con caridad pastoral. A los bautizados que han recibido el don del sacerdocio ministerial les es conferida una nueva y específica misión, la de actuar en nombre y en persona de Cristo. Por eso nuestro sacerdocio sacramental es al mismo tiempo jerárquico y ministerial. Jerárquico porque tiene su origen en Cristo, no en la comunidad, y goza de la potestad de formar y dirigir al pueblo sacerdotal. Se puede decir que procede de Cristo mismo, de la plenitud de su sacerdocio para servir con potestad a los que gozan del sacerdocio bautismal. Por eso, además de jerárquico es ministerial, se debe a sus hermanos: “La total pertenencia a Cristo, convenientemente potenciada y hecha visible por el sagrado celibato, hace que el sacerdote esté al servicio de todos. El don admirable del celibato, de hecho, recibe luz y sentido por la asimilación a la donación nupcial del Hijo de Dios, crucificado y resucitado, a una humanidad redimida y renovada”6.
Quien olvide que el sacerdocio ordenado proviene de Cristo mismo, difícilmente comprenderá la proyección de servicio a los fieles. Con gozo podemos releer las primeras palabras de Benedicto XVI en la carta de anuncio del año sacerdotal: «El Sacerdocio es el amor del corazón de Jesús», repetía con frecuencia el Santo Cura de Ars. Esta conmovedora expresión nos da pie para reconocer con devoción y admiración el inmenso don que suponen los sacerdotes, no sólo para la Iglesia, sino también para la humanidad misma. Tengo presente a todos los presbíteros que con humildad repiten cada día las palabras y los gestos de Cristo a los fieles cristianos y al mundo entero, identificándose con sus pensamientos, deseos y sentimientos, así como con su estilo de vida. ¿Cómo no destacar sus esfuerzos apostólicos, su servicio infatigable y oculto, su caridad que no excluye a nadie? Y ¿qué decir de la fidelidad entusiasta de tantos sacerdotes que, a pesar de las dificultades e incomprensiones, perseveran en su vocación de ‘amigos de Cristo’, llamados personalmente, elegidos y enviados por Él?”7.
4 Exh.Ap. Pastores dabo vobis, n. 1.
5 Ibidem, n. 15.
6 Congregación para el Clero, El presbítero, pastor y guía de la comunidad parroquia. Instrucción. (4 agosto 2002).
7Carta para la convocatoria de un año sacerdotal… (16 junio de 2009).
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c. El sacerdote, obra del Espíritu Santo
El Espíritu Santo, infundido al sacerdote en la administración del sacramento “le configura con un título nuevo y específico a Jesucristo Cabeza y Pastor, lo conforma y anima con su caridad pastoral y lo pone en la Iglesia como servidor autorizado del anuncio del Evangelio a toda criatura y como servidor de la plenitud de la vida cristiana de todos los bautizados”8.
Con razón podemos afirmar que por el Espíritu Santo el sacerdote es el gran misionero que anuncia con autoridad la Palabra de Dios, es además instrumento de unidad, es decir, promotor de la comunión con Dios y entre los hermanos, y finalmente servidor infatigable de la misión de la Iglesia que no es otra que la salvación y la santificación de las almas.
En la sinagoga de Nazaret (Lc 4,18) Jesús se aplicó las palabras de Isaías: “el espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido” (Is 61,1), para señalar que el Espíritu Santo es el principio de su consagración y de su misión como Mesías. Manifestó así que, en virtud del Espíritu, pertenece total y exclusivamente a Dios y participa de la infinita santidad del Padre que lo ha elegido y enviado. Este mismo Espíritu en la efusión sacramental del Orden configura al sacerdote con Jesucristo y le hace partícipe de su triple función de sacerdote, profeta y rey. Así queda reflejado en el rito de la ordenación de presbíteros, cuando se pide con insistencia la efusión del Espíritu Santo sobre los candidatos: “Derrama sobre estos siervos tu Espíritu Santo y la gracia sacerdotal”, pide el Obispo después de las letanías de los Santos; y en la oración consecratoria vuelve a decir: “Te pedimos, Padre todopoderoso, que confieras a estos siervos tuyos la dignidad del presbiterado; renueva en sus corazones el Espíritu de santidad…”9. En virtud del Espíritu Santo los presbíteros se hacen semejantes a Cristo para poder actuar en su nombre y para garantizar la eficacia de su acción sacramental.
Lejos han quedado las corrientes que ponían en duda la identidad del sacerdote en los años anteriores al Concilio10. Todos recordamos las acaloradas discusiones: unos, remozando la doctrina de la reforma protestante recogida en la Confesión Helvética de 1566, sostenían que la tarea principal del ministro es anunciar el Evangelio, predicarlo y explicarlo sin ninguna connotación a su función sacrificial11. Otros, en el intento de distinguir entre los tres órdenes, obispos, presbíteros y diáconos, han diluido la esencia del sacerdocio y prefieren subrayar el aspecto pastoral del sacerdote. Consiguen con ello desdibujar el carácter sacramental. Es verdad que el sacerdote está al servicio de la Palabra y de la comunidad, pero es, por encima de todo, el ministro que por su unión íntima con Cristo sacerdote, reproduce sacramentalmente su ofrenda eucarística. Otros, finalmente han hecho hincapié en su misión diaconal y han reducido su misión a organizar los distintos servicios eclesiales y establecer relaciones entre Iglesia local y sociedad. Hoy se ha impuesto y se defiende sin hesitaciones que la identidad sacerdotal hay que buscarla en su configuración con Cristo sacerdote y en su relación con la Trinidad Beatísima. El sacerdote católico ha sido elegido por Dios y por la Iglesia para entregar toda su vida a Cristo y a las almas, llevando a cabo su misión en virtud de la acción del Espíritu Santo. La verdad plena del misterio sacerdotal no es posible más que cuando hay equilibrio entre los tres dones esenciales, el profético en la proclamación y enseñanza de la Palabra de Dios, el pastoral en la edificación de la Iglesia y organización de sus servicios, y el propiamente sacerdotal que implica actuar en persona de Cristo Cabeza en la ofrenda eucarística, la celebración litúrgica y la acción intercesora en la oración.
2. El sacerdote guía espiritual en su parroquia
Ante el mundo globalizado y cambiante que nos toca vivir, el sacerdote que está al frente de una parroquia puede sentirse como Pedro cuando pretendió caminar sobre las aguas y sintió que no
8 Exh.Ap. Pastores dabo vobis, n. 16.
9 Comisión episcopal del Liturgia, Pontifical romano. Ordenación de los presbíteros y de los diáconos, Madrid 1991, pp.101. 107.
10 Una amplia exposición de estas hipótesis y la crítica correspondiente puede verse en Max Thuria, Identidad del Sacerdote, Madrid 1996.
11 Cf. A Gounelle, “Le sacerdoce universal” Etudes Théologiques et Religieuses, 63 (1988) 428-437. 4
le sujetaban, que se hundía (cf. Mt 14,22-33). Es ese uno episodio de marcado simbolismo eclesiológico hasta el punto de que muchos escrituristas lo consideran postpascual. De cualquier manera, la barca es una referencia clara a la Iglesia, zarandeada tantas veces por los vientos contrarios, pero sostenida por la presencia de Jesús aparentemente inactivo. Hoy como entonces necesitamos que Jesús tienda su mano y dé seguridad y firmeza. Permitidme que recoja el comentario que Benedicto XVI hacía a este episodio en la homilía de la Misa Crismal de 2006. Al explicar que Jesús actúa eficazmente, propone que pongamos de nuevo nuestras manos a su disposición y le pidamos que nos vuelva a tomar siempre de la mano: “Tal vez en más de una ocasión a cada uno de nosotros nos ha acontecido lo mismo que a Pedro cuando, caminando sobre las aguas al encuentro del Señor, repentinamente sintió que el agua no lo sostenía y que estaba a punto de hundirse. Y, como Pedro, gritamos: ‘Señor, ¡sálvame! ’. Al levantarse la tempestad, ¿cómo podíamos atravesar las aguas fragorosas y espumantes del siglo y del milenio pasado? Pero entonces miramos hacia él… y él nos aferró la mano y nos dio un nuevo ‘peso específico’: la ligereza que deriva de la fe y que nos impulsa hacia arriba. Y luego, nos da la mano que sostiene y lleva. Él nos sostiene. Volvamos a fijar nuestra mirada en él y extendamos las manos hacia él. Dejemos que su mano nos aferre; así no nos hundiremos, sino que nos pondremos al servicio de la vida que es más fuerte que la muerte, y al servicio del amor que es más fuerte que el odio. La fe en Jesús, Hijo del Dios vivo, es el medio por el cual volvemos a aferrar siempre la mano de Jesús y mediante el cual él aferra nuestra mano y nos guía. Una de mis oraciones preferidas es la petición que la liturgia pone en nuestros labios antes de la Comunión: ‘Jamás permitas que me separe de ti’. Pedimos no caer nunca fuera de la comunión con su Cuerpo, con Cristo mismo; no caer nunca fuera del misterio eucarístico. Pedimos que él no suelte nunca nuestra mano…”12.
El año pasado en octubre tuve la oportunidad de hablar de la parroquia en Roma en el Simposio de Formación para los Obispos ordenados en el último año. En aquella ocasión me extendí en la consideración de un nuevo modelo de parroquia y desarrollé ampliamente el principio comunional, partiendo de las propuestas que hizo Juan Pablo II en la Novo millenio inneunte. Dije entonces: “La parroquia participa en el modo que le es propio del carácter comunional de la Iglesia. En la raíz misma de la parroquia se encuentra el hecho de que es una entidad relacional; es una comunión de fieles. En ella se da toda una trama de relaciones que se establecen sobre el fundamento de la fe cristiana y sobre la base de vivir en un mismo lugar. La parroquia se configura en el punto de encuentro de estos elementos: unas relaciones, una fe y un territorio. Las modificaciones de cualquiera de estos tres aspectos afectan a lo que es la parroquia. En realidad cada forma histórica que ha asumido la parroquia en el pasado responde a un modo de entender esas relaciones, esa fe compartida y el significado de vivir en un mismo lugar13.
Hoy me gustaría insistir no tanto en la naturaleza de la parroquia, sino en la necesidad de que el sacerdote, como pastor de esa comunitas fidelium fomente la triple comunión que da firmeza eclesial, la communio eucharística, la communio orgánica y la communio sanctorum.
a. Communio eucharística.
El sacerdote es necesario para celebrar la Eucaristía y, por eso, es imprescindible para que un grupo de fieles pueda constituirse en verdadera comunidad cristiana. Incluso las vestiduras sagradas manifiestan que el presbítero no actúa en nombre propio, sino in persona Christi. Cristo es quien preside, quien ofrece el sacrificio, quien congrega a los fieles, quien les interpela con su palabra. En el momento de la ordenación sacerdotal, la Iglesia nos hace visible y palpable la realidad del revestirnos del hombre nuevo (cf. Ef 4,12) en la imposición de los ornamentos litúrgicos. Con ese gesto externo quiere poner de manifiesto el acontecimiento interior y la tarea que de él deriva: revestirnos de Cristo, entregarnos a él como él se entregó a nosotros. Este acontecimiento, el «revestirnos de Cristo», se renueva continuamente en cada misa cuando nos revestimos de los
12 Benedicto XVI, Homilía de la Misa Crismal (13 abril 2006).
13 Mons. Francisco Pérez, “La Parroquia y la escasez de sacerdotes” en Simposio de formación de los Obispos ordenados en el último año. (Roma 19 septiembre 2008).
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ornamentos litúrgicos. Para nosotros, revestirnos de los ornamentos debe ser algo más que un hecho externo; implica renovar el «sí» de nuestra misión, el «ya no soy yo» del bautismo que la ordenación sacerdotal de modo nuevo nos da y a la vez nos pide. El hecho de acercarnos al altar vestidos con los ornamentos litúrgicos debe hacer claramente visible a los presentes, y a nosotros mismos, que estamos allí «en la persona de Otro».
b. Communio orgánica.
Todas las actividades de la parroquia deben ser entendidas y vividas con un sentido de comunión orgánica. La comunión con el Obispo asegura a la comunidad de christifideles la pertenencia a la Iglesia universal, puesto que sólo el vínculo con la comunidad diocesana garantiza la sucesión apostólica de aquella comunidad que vive la misma sacramentalidad de las primitivas comunidades cristianas. El párroco, como buen Pastor, ha de ser quien fomente día a día la comunión con su Obispo para mantener la comunión con la Iglesia universal. El servicio pastoral a una comunidad dentro de una Iglesia particular, dentro de la Diócesis, le hace cada vez más consciente de que la Iglesia Universal es una realidad ontológica y temporalmente previa a cada concreta Iglesia particular; más aún no es la suma de las iglesia particulares, sino que está en cada Iglesia particular. Las Iglesias particulares, en estrecha unión con la Iglesia universal, están abiertas una realidad de verdadera comunión de personas, de carismas, de tradiciones espirituales, más allá de cualquier frontera geográfica, intelectual o psicológica14
Es imprescindible la estrecha relación entre el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial. Esto supone contar con la colaboración sincera de los laicos, con absoluto respeto de sus derechos, deberes y funciones, de tal manera que cada uno ejerza sus propias competencias y su propia responsabilidad. Lo explicaba así la Congregación para el Clero: “El párroco en estrecha comunión con el Obispo y con todos los fieles evitará introducir en su ministerio pastoral tanto formas de autoritarismo extemporáneo, como modalidades de gestión democratizantes ajenas a la realidad más profunda del ministerio”15. La función ministerial de servicio a la comunidad exige conocer y respetar la especificidad del papel del fiel laico, promoviendo de todas las formas posibles que cada uno asuma la propia responsabilidad. El sacerdote, por otra parte, tiene necesidad de la aportación de los laicos ante todo para la organización y administración de su comunidad, pero también para crecer en la fe y en la caridad. Existe una verdadera intercomunicación entre la fe de los fieles y la del presbítero, entre la virtud de los fieles y la del pastor.
c. Communio sanctorum
En tercer lugar, hay que tener en cuenta que gobernamos y cuidamos una comunitas sanctórum. La salus animarum resume las obligaciones del párroco: “En cumplimiento de su deber de pastores, procuren, ante todo, los párrocos conocer a su propio rebaño. Mas, como quiera que son ministros de todas sus ovejas, fomenten el incremento de la vida cristiana, tanto en los fieles particulares como en las familias, en las asociaciones, señaladamente las consagradas al apostolado, y en toda la comunidad parroquial (…) Atiendan cuidadosamente a los adolescentes y a los jóvenes, traten con paternal caridad a los pobres y enfermos, tengan, finalmente, particular cuidado de los obreros y trabajen por que los fieles presten su ayuda a las obras de apostolado”16.
El Pastor tiene muy presente la necesidad de formar a sus fieles en la verdad. En la oración sacerdotal Jesús pidió para los Apóstoles y para los que habían de continuar su ministerio: “Santifícalos en la verdad” (Jn 17,17ss). No hay verdadera unión entre los cristianos sin la verdad. El Santo Padre en la encíclica que acaba de publicar pone de relieve la estrecha relación entre caridad y verdad y señala, por lo que atañe a nuestro tema de la formación de la comunidad cristiana, que la caridad sólo cuando está fundamentada en la verdad engendra la auténtica comunidad:
14 Juan Pablo II, Exh.Past. Christifideles laici (30 diciembre 1988), n. 26.
15 Cf. Congregación para el Clero, El presbítero, maestro de la palabra, ministro de los sacramentos y guía de la comunidad ante el tercer milenio cristiano (19 marzo 1999).
16 Christus Dominus, n. 3.
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“Puesto que está llena de verdad, la caridad puede ser comprendida por el hombre en toda su riqueza de valores, compartida y comunicada. En efecto, la verdad es ‘logos’ que crea ‘diá-logos’ y, por tanto, comunicación y comunión”17.
Todos los bautizados requieren ayuda para alcanzar la plenitud de su vocación y el pastor es el encargado de dársela. La exigencia de ayuda en la vida interior es lo que trataremos a continuación.
3. El sacerdote, guía en el acompañamiento personal
Llegamos ya al punto álgido de nuestra reflexión, el acompañamiento personal e individualizado de los fieles a nosotros encomendados. Hasta el concilio Vaticano II se insistía en la necesidad de la dirección espiritual de los religiosos y religiosas, especialmente de los novicios y novicias, y de los aspirantes al sacerdocio en los seminarios, en gran parte, porque se había generalizado la idea equivocada de que eran los llamados al estado de perfección, a la santidad. Después de la Lumen Gentium el horizonte ha cambiado, porque es evidente que “todos los fieles, de cualquier condición y estado (…) son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mimo Padre”18. Desde la perspectiva del sacerdote se impone como tarea central la pedagogía de la santidad, que consiste en saber enseñar a todos –y en recordarlo sin cansancio- que la santidad constituye el objetivo de la existencia de todo cristiano, porque “ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación” (1Tes 4,3; cf. Ef 1,4).
El acompañamiento personalizado implica tener muy claro el objetivo a conseguir, poner los medios y, a imitación de Jesucristo, ir por delante en este empeño de alcanzar la santidad.
a. La llamada universal a la santidad.
La existencia cristiana no puede ser otra cosa que la sequela Christi, la conformación con Cristo. No basta con mantener unos valores éticos y sociales, imprescindibles para transformar la sociedad secularizada en que vivimos, ni es suficiente llevar un comportamiento ejemplar en la familia, en el trabajo, en el tiempo de ocio. Además de esto, el cristiano ha de reflejar en su vida la vida de Cristo, ha de ser un estímulo de acercamiento a Dios para todos los que viven junto a él. En esto consiste la santidad “en que, obedeciendo en todo a la voluntad del Padre, se entreguen con toda su alma a la gloria de Dios y al servicio del prójimo. Así, la santidad del Pueblo de Dios producirá abundantes frutos, como brillantemente lo demuestra la historia de la Iglesia con la vida de tantos santos”19. La santidad en definitiva se resume en imitar a Jesucristo: “Sed imitadores míos, decía San Pablo, como yo lo soy de Cristo” (1 Co 11,1).
La santidad a la que todos están llamados no es uniforme ni puede tener idénticas exigencias puesto que se manifiesta en el género de vida que cada cristiano lleva. Por ello todo el que está decidido a buscar la santidad en su propio trabajo, en su familia, en su entorno social, e incluso en su modo personal de ser necesita un maestro, un guía, un pastor que le vaya indicando el camino hacia el Señor.
b. La pedagogía de la santidad
San Gregorio Magno llamaba “arte de las artes a la guía de las almas”20 en frase feliz tantas veces repetida en los documentos de los Papas. El sacerdote ha de practicar la pedagogía de la santidad como han hecho los santos, y ha de saber aplicar como buen médico la medicina apropiada a cada caso. San Juan Crisóstomo, al ensalzar el comportamiento de San Pablo con las diferentes personas ponía como ejemplo los cuidados del médico con sus enfermos: “si nosotros admiramos a un médico cuando realiza acciones contrapuestas con cada enfermo, con mucha más razón debemos ensalzar el alma de Pablo que se comportaba de modo semejante ante los que sufrían. Porque más
17 Benedicto XVI, Caritas in veritate, (29 junio 2009), n. 4.
18 LG, n. 11.
19 LG, n. 40.
20 Norma pastoral, I,1; PL 77,14. 7
que los que tienen una enfermedad corporal, tienen necesidad de ser atendidos con solicitud y cuidado los que tienen una enfermedad espiritual. Si por el contrario te acercas a ellos sin cuidado, se alejarán todas las posibilidades de salvarlos”21.
También Benedicto XVI alaba el trato diferenciado de S. Juan María Vianney con las almas: “El Cura de Ars se comportaba de manera diferente con cada penitente. Quien se acercaba a su confesonario con una necesidad profunda y humilde del perdón de Dios, encontraba en él palabras de ánimo para sumergirse en el ‘torrente de la divina misericordia’ que arrastra todo con su fuerza. Y si alguno estaba afligido por su debilidad e inconstancia, con miedo a futuras recaídas, el Cura de Ars le revelaba el secreto de Dios con una expresión de una belleza conmovedora: ‘El buen Dios lo sabe todo’. Antes incluso de que se lo confeséis, sabe ya que pecaréis nuevamente y sin embargo os perdona. ¡Qué grande es el amor de nuestro Dios que le lleva incluso a olvidar voluntariamente el futuro, con tal de perdonarnos!”22. Cada alma es una perla que hay que pulir con esmero, más aún, es una persona que hay que educar con mimo, conocerla lo más posible, que se sienta llamada por su nombre, querida con afecto sobrenatural y conducida hacia el Señor con exigencia, pero sin crudeza.
El pastor de almas ha de saber formar a cada uno íntegramente, conducirlo gradualmente teniendo en cuenta sus condiciones personales y las exigencias que el mismo Espíritu divino vaya sugiriendo. Santo Tomás de Villanueva explicaba que “cuatro son las condiciones que debe reunir el buen guía de almas: en primer lugar, el amor, pues fue precisamente la caridad la única virtud que el Señor exigió a Pedro para entregarle el cuidado de su rebaño; luego la vigilancia para estar atento a las necesidades de cada alma, en tercer lugar, la doctrina, con el fin de poder alimentar a los hombres hasta llevarlos a la salvación; y finalmente la santidad e integridad de vida. Esta es la principal de todas las cualidades”23.
c. Santidad del Pastor, guía de almas.
El sacerdote está llamado a la santidad lo mismo que los demás bautizados, pero debe tender a ella por un nuevo motivo, puesto que debe corresponder a la nueva gracia que le ha conformado para representar a Cristo, especialmente en los sacramentos, y también en la guía de sus hermanos. Debe ir por delante en el conocimiento de la voluntad divina y en el empeño por vivir todas las virtudes. La santidad del sacerdote, fundamentada sobre la caridad pastoral ha de reflejar la unidad de vida entre su espiritualidad profunda y la actividad ministerial, de tal manera que procure ser un testimonio firme de caridad y, a la vez, maestro de vida interior. El sacerdote sabe que la prioridad pastoral es su propia lucha interior para no caer en un desaliento lamentable o en un acostumbramiento estéril. El amor a la Iglesia y la entrega al servicio de las almas requiere un amor incondicional a Jesucristo y una devoción filial a la Virgen nuestra Señora. Santa Teresa pedía para dirigir espiritualmente a sus monjas sacerdotes sabios y, si era posible, también santos.
En la Carta, tantas veces citada, de Benedicto XVI encarece con insistencia la santidad del sacerdote como medio imprescindible para dirigir a las almas y presenta como modelo inigualable al Santo Cura de Ars: “En la actualidad, como en los tiempos difíciles del Cura de Ars, es preciso que los sacerdotes, con su vida y obras, se distingan por un vigoroso testimonio evangélico. Pablo VI ha observado oportunamente: ‘El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escucha a los que enseñan, es porque dan testimonio’ (Evangelii nuntiandi, n. 41)”24.
Pamplona, agosto 2009
21 Juan Crisóstomo, Elogio al apóstol San Pablo. Introducción, traducción y notas de Santiago Ausín Olmos, ed. Ciudad Nueva, Madrid 2009. Sermón V,5, p. 99.
22 Carta para la convocatoria de un año sacerdotal… (16 junio 2009).
23 Sermón sobre el evangelio del Buen Pastor, en Opera Omnia, Manila 1922, pp. 324-325.
24 Carta para la convocatoria de un año sacerdotal… (16 junio 2009).
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