Es muy necesario manifestar que la fe es lo más bello que puede existir en el corazón de la humanidad y su esplendor está sostenido por aquél que vive para siempre en medio de nosotros: Jesucristo nuestro Señor. El Papa Juan Pablo II en unos de sus escritos afirma que los cristianos estamos llamados a ‘proclamar’ a Jesús y la fe en Él en todas las circunstancias; a ‘atraer’ a otros a la fe, poniendo en práctica formas de vida personal, familiar, profesional y comunitaria que reflejen el Evangelio. La atracción de la fe vivida hace posible que otros se sientan involucrados y hasta fascinados. La manifestación de la fe ha de ser amable y sincera. Si nuestros rostros están oscuros y serios no serán capaces de transmitir la fe, pues ésta se ‘irradia’ con alegría, con amor y con esperanza para que muchos, “viendo vuestras buenas obras, den gloria al Padre que está en los cielos” (Mt 5, 16).

La fe ‘contagia’ y para ello no es necesario hacer grandes discursos pues nada hay que convenza más que el testimonio; lo más elocuente no son las palabras sino los gestos que hacen valer la formulación del discurso. La fe ‘conquista’, como le ocurrió a San Agustín que, viendo el modo de proceder de unos buenos cristianos, llegó a afirmar que si ellos lo hacían por qué él no lo podía hacer. Tantos nos hemos visto envueltos al constatar el testimonio de personas buenas y con gran experiencia de fe, que ha calado dentro de nuestro corazón y ha hecho posible que nosotros ahora seamos también testigos de esta fe que sigue arrastrando y motivando a aquellos que nos ven.

Por eso, la vida cristiana ha de transformar, como el ‘fermento’ dentro de la masa, a la sociedad actual: ha de involucrarse el creyente en todo lo que toca lo humano para mostrar la Luz que Cristo nos ha dado. La fe no puede ocultarse sino que ha de ponerse en lo alto para que los demás vean. Quien pretenda limitar la fe al ámbito de lo privado y encerrarla en lo oculto de los templos priva de un derecho fundamental a la persona humana, que tiene el deber de proponer –no imponer- aquello en lo que cree. La propuesta de la fe ha de hacerse claramente con el testimonio, con los gestos, con el discernimiento, con la palabra, con la denuncia y con la misericordia; cuanto más atractiva la hagamos más resplandecerá y será luz para muchos que viven desamparados y envueltos en tinieblas.

Ese modo de pensar se ha inoculado, como si de un virus se tratara, en el pensamiento de muchos de nuestros contemporáneos, incluso creyentes. Se oye decir: “soy cristiano pero no practico, lo importante es ser buena persona”, o “para qué confesarme si no tengo pecados…”. De hecho ha bajado la cuota y el valor en sí del sacramento de la confesión y una de las razones puede ser ésta. El pecado es algo que no tiene nada que ver con la vida de los que dicen vivir como ‘modernos’. Sin embargo, lo moderno no debe contradecir la fidelidad a Jesucristo. Lo moderno es vivir en gracia de Dios, porque lo auténticamente moderno es el amor de Dios en nuestras vidas y en nuestra sociedad. Lo moderno es poner el alma y la vida a punto para que si, en cualquier momento Dios nos llama, tengamos nuestras cuentas en positivo y no en números rojos. Y lo moderno es vivir la libertad responsable sabiendo que el bien se ha de aceptar y al mal se ha de rechazar.

¡Cuánta soberbia encubierta y solapada, bajo la cual está la hipocresía, la mentira y el engaño, de los que piensan que la vida es posible aunque se traicione a Dios y se desprecie al hombre! Sólo quien mira cara a cara al rostro de Dios y pone como indicadores de su camino los mandamientos, podrá desenmascarar a esta soberbia encubierta, y entonces vivirá la lealtad y fidelidad humana y cristiana con gallardía y con heroica alegría. La soberbia es la ceguera espiritual que no deja ver con nitidez y claridad aquello que nos hace mirar lo más auténtico de nuestra vida. El corazón siempre está inquieto hasta que no descanse en Dios. La humildad es la puerta abierta para encontrarnos con Cristo que ha venido a curar nuestro egoísmo y a llenarnos de su gracia. Os deseo un feliz año 2008 y que la búsqueda de la santidad sea nuestra única meta.

Francisco Pérez González,

Arzobispo de Pamplona y Obispo de Tudela

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