El sentido de la adoración existe desde los comienzos de la creación y de una forma o de otra el ser humano ha sabido justificar los distintos momentos en los que su vida se inclinaba profundamente ante Dios. Las manifestaciones externas pueden ser varias y ahí tenemos a los santos que han utilizado los gestos del cuerpo como lenguaje de adoración y oración. Cuando se estudia las formas de rezar, la variedad es tan amplia como orantes. Pero lo que no se puede discutir y es una constante que se da en ellos: la adoración a Dios como al único que se le puede rendir culto. La misma liturgia va desarrollándose con gestos que expresan el estilo y el lenguaje para dirigirse a Dios. Las posturas que ejercita el cuerpo de rodillas, de píe, inclinado o sentado son manifestaciones filiales a un Padre que nos ama y al que amamos.

         Muchas veces se suele decir que a Dios hay que tratarlo como a otro por igual. Ciertamente que él se “abajó” para hacerse cercano a nosotros pero esto nos motiva para que ante él seamos deferentes y humildes para abajarnos nosotros también. Las manifestaciones y posturas son importantes en tanto en cuanto, como dice San Juan de la Cruz: “Para enamorarse Dios del alma, no pone los ojos en su grandeza, sino en la grandeza de su humildad”. Cuando nos ponemos de rodillas no es para manifestarnos ante él de forma servil sino para  ensalzar que la única “grandeza es la humildad”. En una sociedad donde se ha perdido, en muchos momentos, el sentido de la educación y del respeto es lógico que con un afán de falsa liberación reivindique sus formas para aplicarlas a las relaciones aún en las más sagradas. No es más sencillo quien exterioriza formas esteriotipadas sino quien se humilla.

         Adorar a Dios presupone una gran nobleza interior para que el espíritu se recree en el único Señor, es decir, el único que sostiene la creación y que se hace amigo del ser humano como un padre lo hace con sus hijos. Recuerdo con mucho agrado la experiencia que tuve con Juan Pablo II rezando en su Capilla, en el Palacio Apostólico del Vaticano. Habíamos comido con él un grupo de obispos y posteriormente, el Papa estaba bastante torpe, se sujetó a mí brazo y nos llevó a rezar al oratorio ante Cristo Eucaristía. Se puso de rodillas y durante un tiempo, en silencio, rezamos. Me impresionó su postura y la forma tan profunda de su estilo de orar. ¡Nunca lo olvidaré! Una vez más pude contemplar que la relación con Dios es de “abajamiento” como el niño se pone a escuchar a los pies del padre o de la madre. Dios se refleja en la humildad del corazón como el rostro ante el espejo.

         Hoy también hemos de fomentar el sentido profundo de la adoración que tal vez haya perdido mucha fuerza en la experiencia cristiana por el ritmo tan frenético que nos mueve en la sociedad donde vivimos. El silencio, la humildad oracional y el desplazamiento de las propias pretensiones serán medios para conseguir que la relación con Dios sea viva y fructífera. Es el mismo San Juan de la Cruz quien dice: “Si quieres venir al santo recogimiento, no has de venir admitiendo sino negando”. Negarse a uno mismo es abrir la puerta para que Dios sea el protagonista esencial de la vida cristiana. Quien adora a Dios se realiza como persona y vive ya gustando lo que ha de venir después. Quien adora provoca en su vida el auténtico sentido de la esperanza.

 

 

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