El corazón tiene razones que no puede percibir el individualismo de la mente. Los dos juntos comprueban que, más allá de todo, está la íntima experiencia de Alguien que se mueve en lo más profundo de nuestro ser. San Agustín, en sus Confesiones, nos dice que a Dios no lo encontró ‘fuera de sí’ sino más bien ‘dentro de sí mismo’. Dios sigue hablando al ser humano en la espesura misteriosa de su intimidad. Jesucristo nos lo refiere en el Evangelio: “A quien me ama y escucha mi palabra, vendremos a él y haremos morada en él”. Para escuchar a Dios es necesario guardar y hacer silencio, lo cual significa desposeerse de todo aquello que nos despista y distrae. Las solicitaciones del materialismo, del hedonismo y del disfrute sin freno es como una capa plomiza que impide ver a Dios y escucharlo. A medida que la vida avanza y las fuerzas se debilitan, poco a poco reaparece el mundo interior de nuestra vida que nos causa maravillosas sorpresas.

La ‘educación en valores’ como dicen unos o la ‘pedagogía de las virtudes’ como afirman otros, no será un objetivo conquistado si no aprendemos a buscar, en el silencio, el diálogo más hermoso que existe con Dios. El fruto del silencio es la oración. Aún recuerdo de pequeño el gran bien que me hicieron tanto mi familia como mis profesores al educarme a encontrar en el silencio la convivencia tan estupenda de poderme dirigir a Dios. Madre Teresa de Calcuta decía que ella siempre empezaba a rezar en silencio, porque es en el silencio del corazón donde habla Dios. Dios es amigo del silencio. Necesitamos escuchar a Dios porque lo que importa no es lo que nosotros le decimos sino lo que él nos dice y nos transmite. La oración alimenta el alma; como la sangre para el cuerpo, así es la oración para el alma, y nos acerca a Dios. También nos da un corazón más limpio y puro. Un corazón limpio puede hablar con Dios y ver el amor de Dios en los otros.

El silencio no se limita a la ausencia de ruidos sino es la actitud interior de escuchar la sutil voz de Dios que nos susurra algo al corazón y a la mente. Aún en medio del quehacer diario y de los ruidos exteriores, se puede encontrar a Dios. Se puede rezar en cualquier momento y en cualquier parte. El trabajo no ha de ser obstáculo para la oración, como la oración no puede impedir el trabajo. Los cristianos hemos de caracterizarnos por este talante de vida y la de hacer, a través de nuestras obras, una permanente y constante alabanza a Dios. Basta con decir: “¡Por ti, Señor!”. Cuando se pronuncia esta sencilla jaculatoria, en lo más íntimo de nuestro ser, se provoca el silencio, es decir, nada de lo que hacemos está falto de sentido. El silencio da sentido a nuestra vida porque lo ponemos en el justo lugar. Así se entiende el «A Dios rogando y con el mazo dando».

Tenemos una gran suerte los cristianos y es la de podernos dirigir a Dios que está presente, de modo especial, en el Sacramento de la Eucaristía. Me alegra que en nuestra Diócesis haya templos abiertos para que podamos visitar y pasar algunos ratos durante el día con el ‘Amigo más amigo del alma’ que es Cristo. La Capilla de la Adoración Perpetua es una muestra del alivio que Jesucristo nos concede. Él nos dará la fuerza para estar en esa continua oración en medio del ajetreo del trabajo y de la jornada. Muchas personas en el silencio de la noche y en adoración a Cristo presente dentro del Sagrario rezan y oran por todos para que la vida de los cristianos sea sabrosa y seamos luz para que resplandezca en todos los que veamos y saludemos. El silencio no sólo produce paz interior sino que nos acerca a mantener un trato de amistad con Dios. o

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